CREENCIAS Y ENSEÑANZAS

Juan, un Evangelio único

Como género literario, el evangelio es un informe de la vida y de las enseñanzas de Jesucristo (cf. Mar. 1: 1). El Nuevo Testamento contiene cuatro relatos de este tipo, tradicionalmente interpretados como cuatro perspectivas específicas de la misma historia. A diferencia de Mateo, Marcos y Lucas (denominados por los eruditos Evangelios Sinópticos, debido a su gran parecido), la presentación exaltada que Juan hace de Jesús lo ha convertido en una fuente continua de inspiración para el creyente. Su autor declaró claramente que lo escribió para que sus lectores llegaran a creer que Jesús fue en verdad el Cristo, el Hijo de Dios, y para que por medio de ese conocimiento, tengan la vida eterna (Juan 20: 30-31). Al mismo tiempo, el Evangelio de Juan también ha sido el más controvertido de todos. Ningún otro Evangelio ha sido tan tergiversado y distorsionado a lo largo de la historia cristiana. Veamos algunas de sus características habituales típicas de los Evangelios y también algunos de sus aspectos únicos.

El cuarto Evangelio confirma que su autor fue el discípulo que Jesús amaba, retratado como un testigo de los eventos que registra (Juan 21: 20-24; cf. 13: 23-25; 19: 26-27, 35; 20: 2-8). La tradición cristiana ha identificado unánimemente a este discípulo con Juan, el hermano de Jacobo y el hijo de Zebedeo (Mar. 3: 17; 10: 35) y también ha sostenido que Juan compuso el Evangelio en Éfeso a finales del siglo I, tras su liberación de Patmos (cf. Rev. 1: 9) cuando ya tenía una edad avanzada. Los indicios internos, como la intimidad del «discípulo amado» con Jesús (Juan 13: 23-25; 19: 25-27; 21: 20, 21; cf. Mat. 17:1; 26: 37; Mar. 5: 37; 13: 3; Luc. 22: 8), la cercanía con Pedro (Juan 13: 24; 20: 2-8; 21: 20-21) y el hecho de que parentemente vivió muchos más años que Pedro (Juan 21: 18-19, 20-23), todos parecen respaldar esta postura. Otro indicio es el parecido sorprendente entre la declaración de Juan (y Pedro) en Hechos 4: 19-20 («lo que hemos visto y oído») y en 1 Juan 1: 1 («lo que hemos oído, lo que hemos visto») y 3 («lo que hemos visto y oído»). Véase también Juan 1: 14 («vimos su gloria»). La fecha atribuida tradicionalmente a la redacción del Evangelio de Juan es alrededor del año 90 d. C.

Juan complementa los otros Evangelios, ya que (1) es más explícito en cuanto a la preexistencia y el origen divino de Jesús (John 1: 1-5, 14-18; 5: 17-18; 6: 29-33, 38-39, 41-42, 46-51, 57-58; 7: 27-29, 8: 14, 23-27, 42-43, 58-59; 10: 29-33; 12: 44-46, 49-50; 14: 1-4; 17: 1-5; etc.); (2) ofrece una idea más completa sobre la duración del ministerio de Jesús, que duró aproximadamente tres años y medio (véanse estos marcadores temporales en Juan 2: 13; 5: 1; 6: 4; 11: 55); (3) omite varios incidentes registrados en los Sinópticos, como el nacimiento de Jesús, el bautismo, la transfiguración, la última cena y la agonía en el Getsemaní y (4) añade episodios que no se encuentran en los demás, como el milagro de Caná, los encuentros de Jesús con Nicodemo y la mujer samaritana, el lavado de los pies de los discípulos, la sanación del paralítico de Betesda y del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro.

Juan también contiene menos material biográfico que los Sinópticos (aproximadamente cuarenta por ciento menos que Marcos, cincuenta por ciento menos que Mateo y sesenta por ciento menos que Lucas), pero los discursos y diálogos de Jesús son mucho más extensos, lo cual explica por qué su longitud es casi la misma que la de Mateo y Lucas. Todo esto sugiere que el propósito de Juan era más bien teológico que histórico, no tanto volver a contar la historia de Jesús, sino revelar su verdadera identidad como el Cristo y el Hijo de Dios (cf. Juan 20: 30-31).

Además del prólogo (Juan 1: 1-18) y el epílogo (21: 1-25), el Evangelio de Juan se divide en dos partes principales: el ministerio público de Jesús, que también comienza con Juan el Bautista y termina con el anuncio de su rechazo por la mayoría del pueblo judío (1: 18−12: 50) y con los momentos finales de Jesús con los discípulos, incluida su muerte y resurrección (13: 1−20: 31). Juan 1: 11-12 resume bien ambas partes: «A lo suyo vino,
pero los suyos no lo recibieron [primera parte]. Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios [segunda parte].» Parece que Juan habla en un momento decisivo en la vida de la iglesia, cuando la divinidad de Jesús, y no solo su mesianismo, se había convertido en un problema. El gran tema del conflicto en la narrativa, que separa a los verdaderos discípulos de Jesús de la gran masa de incrédulos, se ajusta a una fecha posterior al siglo I y no a una anterior. Al comparar varios pasajes del Evangelio con documentos de la literatura judía y cristiana primitiva, se puede sugerir que el conflicto no fue uno interno, sino que aparentemente estaba relacionado con algunas acusaciones judías acerca de Jesús. Y son precisamente los elementos distintivos del Evangelio de Juan los que lo han llevado al centro de las discusiones en torno a lo que hoy se conoce como el Jesús histórico.

De particular importancia en este contexto son los milagros de Jesús, que atraen más la atención de los líderes judíos que los descritos en los Sinópticos. Las sanaciones descritas en los Evangelios, aunque de naturaleza sobrenatural, no causan problemas reales a quienes asumen una cosmovisión naturalista, porque los pueden considerar como el alivio de enfermedades producidas por causas psicosomáticas. Sin embargo, los milagros que involucran acciones que parecen contrarias a la ley natural (el agua se convierte en vino, la comida se multiplica, la gente camina sobre el agua y resucitan de entre los muertos) son diferentes. Si bien estos milagros también aparecen en los demás Evangelios, Juan hace mucho más hincapié en ellos.

Debido a que estos milagros predominan en Juan y parecen diseñados apologéticamente para demonstrar la divinidad de Jesús, algunos eruditos han considerado que este Evangelio tiene menos valor histórico que los demás. Esta pregunta también afecta las conclusiones con respecto a la autoría, la fecha y al contexto (histórico, cultural y teológico). Hasta mediados del siglo XX, existía un consenso generalizado entre los eruditos críticos quienes afirmaban que el autor del cuarto Evangelio no fue un testigo directo de los eventos que relata. Creen que no se escribió hasta finales del siglo II, que su trasfondo no es judío y que ejemplifica la tendencia de fabricar un Cristo adecuado para las creencias cristianas (el llamado “Cristo de la fe”). Los eruditos críticos llegaron más lejos, suponiendo que Juan fue el producto final de un largo proceso editorial de material escrito por varios redactores independientes en un momento en que la iglesia ya se había alejado de sus raíces judías hacia el mundo del pensamiento helenístico.

Sin embargo, varios descubrimientos arqueológicos han cuestionado seriamente esta evaluación tan negativa. En este proceso de reevaluación, destacó P52, un fragmento de papiro de Juan que data aproximadamente del año 125 d. C., lo cual necesariamente vuelve a situar la composición del Evangelio en el siglo I. La perspectiva judía de Juan se hizo claramente evidente con el hallazgo accidental en 1947 de los Manuscritos del Mar Muerto, que fueron encontrados cerca de Khirbet Qumrán en la costa noroeste del Mar Muerto y que datan en su mayoría de un período precristiano (200 a. C. –70 d. C.) Los manuscritos han demostrado sin duda alguna que, incluso antes de la era cristiana, en Palestina ya existía un escenario literario y teológico similar al de Juan, una perspectiva que antes se pensaba que era más bien helenística (y/o gnóstica) que judía y que había existido solo a partir del siglo II en adelante.

En cuanto a la hipótesis gnóstica sobre el origen de Juan, otro descubrimiento importante ha suscitado interrogantes significantes al respecto. En 1945, en Nag Hammadi, un sitio cerca del pueblo egipcio de al-Qasr, se descubrió la Biblioteca de Nag Hammadi. Incluye 49 tratados posteriores a mediados del siglo II que combinan elementos gnósticos y cristianos primitivos. Sin embargo, no proporciona ninguno indicio en absoluto de un mito gnóstico precristiano que pudiera haber influenciado la teología y la literatura de las iglesias gentiles o del Evangelio de Juan en concreto. Estos tres hallazgos (P52, los Manuscritos del Mar Muerto y la Biblioteca de Nag Hammadi) han sido decisivos a la hora de restaurar la confianza en la antigüedad y en el judaísmo del Evangelio de Juan. Además, indican claramente que, si existió alguna influencia entre este Evangelio y los gnósticos, fue sin duda desde el Evangelio de Juan hacia el gnosticismo y no al revés, como han afirmado algunos.

Otra línea de investigación está relacionada con las referencias geográficas de Juan. A pesar de contener mucho menos material narrativo que los Sinópticos, el Evangelio menciona un gran número de lugares: veinte en total, de los cuales trece son exclusivos de él. Hasta hace poco, cuando la mayoría de los intérpretes todavía creían que Juan era ficticio, muchos trataban esas referencias más bien como recuerdos simbólicos que históricos. Sin embargo, las excavaciones arqueológicas han identificado con exactitud dieciséis de los veinte sitios: Betsaida (Juan 1: 44), Caná (Juan 2: 1, 11; 4: 46-54; 21: 2), Capernaúm (Juan 2: 12; 4: 46; 6: 17, 24; el puerto, 6: 24-25; la sinagoga, Juan 6: 59), el pozo de Jacob (Juan 4:4-6), el monte Gerizim (Juan 4: 20), la ubicación de Sicar (Juan 4: 5), la Puerta de las Ovejas (Juan 5: 2), el estanque/los estanques de Betesda (Juan 5: 2), Tiberias (Juan 6: 1, 23; 21: 1), el estanque de Siloé (Juan 9: 1-9), Betania cerca de Jerusalén (Juan 11: 1-18; 12: 1-11), la ciudad Efraín (Juan 11: 54), el torrente de Cedrón (Juan 18: 1), el pretorio (Juan 18: 28, 33; 19: 9), el Gólgota (Juan 19: 17-18, 20, 41) y la tumba de Jesús (Juan 19: 41-42). De los cuatro restantes, dos se pueden restringir a un área relativamente limitado: el espacio dentro del recinto del templo dedicado a los animales (Juan 2: 13-16) y el Lithostrōton o Enlosado (Juan 19: 13). Los otros dos todavía son inciertos: Enón cerca de Salim (Juan 3: 23; 10: 40) y Betábara, al otro lado del Jordán (Juan 1: 28).

Por lo tanto, la arqueología ha confirmado la extraordinaria precisión de la información geográfica de Juan, a pesar de la enorme cantidad de detalles proporcionados en algunos casos. De hecho, son precisamente aquellos lugares descritos con más detalle, como en el caso de los estanques de Betesda, el lugar de la crucifixión y la ubicación de la tumba de Jesús, los que podemos identificar con mayor certeza. Si se toma en cuenta el grado de devastación que los romanos causaron en Judea, y especialmente en Jerusalén en el año 70 d. C., así como la interrupción casi completa de la presencia cristiana en esas áreas después de la guerra, las referencias topográficas de Juan derivaron indudablemente de reminiscencias personales que él conservó y transmitió.

Estos descubriminetos han llevado a una reevaluación completa de la problemática de la historia en Juan y han dado lugar a discusiones más objetivas sobre varios temas relacionados. Aunque la pala del arqueólogo nunca podrá demonstrar la veracidad de declaraciones como «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad» (Juan 1: 14); «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito» (Juan 3: 16) y «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Juan 20: 31) o la historicidad del milagro de Caná (Juan 2: 1-11), la alimentación de los cinco mil (Juan 6: 1-15) y la resurrección de Lázaro (11: 17-44), ha ayudado, más que nada, a establecer una fecha temprana para el Evangelio. También ha establecido el trasfondo judío del Evangelio y ha colocado su plausibilidad histórica sobre una base firme.

El Evangelio de Juan elabora gran parte de lo que encontramos en los demás Evangelios. De hecho, muchos eruditos críticos siguen desconfiando de parte del contenido de Juan, pero eso es más el resultado de prejuicios anti-sobrenaturales que de conclusiones extraídas de argumentos sostenidos. Y es aquí donde termina la discusión, ya que en última instancia, la respuesta a cualquiera de los Evangelios, y a Jesús, siempre se basará en una decisión personal, no en el peso de las pruebas. «Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él» (12: 37; cf. 9: 39-41; 20: 29).