PUEBLOS Y NACIONES

La diáspora judía—Juan 7: 35

Diáspora, ‘dispersión’, es el término usado para los judíos que vivían fuera de la nación judía (Juan 7: 35). Deriva del verbo griego que significa ‘esparcir’. Dado que habitaban en comunidades judías rodeadas de gentiles, estuvieron sujetos a las influencias culturales gentiles y a presiones a niveles mayores que en el caso de los judíos que vivían en la tierra de Israel. En primer lugar, se desarrolló una diáspora oriental y, más tarde, una diáspora occidental.

La dispersión del pueblo judío tuvo varias causas, siendo la primera la deportación y la cautividad forzadas. En el siglo VI a. C., Nabucodonosor llevó varias oleadas de judíos al exilio en Babilonia y otras regiones orientales. Solo quedó una magra población de campesinos pobres y analfabetos (2 Rey. 25: 12). Los estudiosos denominan a esto la diáspora oriental. Al mismo tiempo, un número significativo huyó de los babilonios hacia Egipto, llevando con ellos al profeta Jeremías y estableciéndose en Tahpanhes, en la región del delta del Nilo (Jer. 43). Otros judíos aparentemente ya habían ido a Egipto. En Elefantina en Alto Egipto, apenas al norte de la primera catarata del Nilo, existía una colonia de mercenarios judíos.

Después del ocaso de la Dinastía neobabilónica, el rey persa Ciro permitió que los judíos regresaran a Judea (Yehud). Estuvieron bajo el liderazgo de hombres como Esdras y Nehemías y un remanente así lo hizo, reconstruyendo Jerusalén y el Templo. Pero la mayoría permaneció en Babilonia y prosperó allí. Mientras tanto, la comunidad de los que regresaron a Judea creció y en el siglo II a. C. llegaron incluso a ser un reino independiente bajo la Dinastía de los asmoneos.

Durante el siglo I a. C., dos hermanos de la familia judía gobernante pelearon por el reinado, lo que les brindó a los romanos la oportunidad de intervenir. El general romano Pompeyo tomó Jerusalén en el año 63 a. C., poniendo fin a la independencia judía. Tomó a cientos de cautivos que vendió a la esclavitud, comenzando lo que se denomina la diáspora occidental.

Otra razón para la diáspora fue la emigración voluntaria como resultado de las oportunidades comerciales y también porque Judea era un país pobre cuya población se multiplicaba en tiempos de paz. Algunos gobiernos ofrecían incentivos para que los judíos se establecieran en sus tierras, como en el caso de los mercenarios en Elefantina, que guardaban la frontera sur de Egipto.

El resultado fue que los judíos se esparcieron por todo el mundo del Mediterráneo antiguo. En el libro de los Hechos, vemos que dondequiera que iba Pablo, hallaba una comunidad judía. Según Filón de Alejandría (siglo I d. C.), el cuarenta por ciento de la población de la gran metrópolis egipcia de Alejandría era judía. Los judíos tenían una tasa de nacimientos mayor que los griegos y los romanos y algunos han estimado que conformaban hasta la quinta parte de la población del Imperio romano en el tiempo de Jesús. Dado que su religión se basaba en un libro, tenían un elevado índice de alfabetización. Prosperaban económicamente como comerciantes y artesanos, porque se ayudaban mutuamente. Dondequiera que iba un judío, por ejemplo, a una sinagoga, se encontraba con judíos locales que podían aconsejarlo y ayudarlo a iniciarse en su profesión o actividad. Asimismo, su religión los animaba a formar buenos hábitos personales.

En consecuencia, los judíos eran influyentes y el Imperio romano hizo algunos esfuerzos de no provocarlos aun cuando, por lo general, no toleraba ninguna amenaza a su poder y estabilidad. Otorgó a los judíos privilegios especiales y toda vez que los gobiernos locales solicitaban al imperio que los revocara, se rehusaba a hacerlo.

La lista de privilegios y excepciones exclusivas otorgadas a los judíos es larga. Aunque tenía una ley en contra de las asociaciones privadas, no la implementó contra los judíos. Los gobernantes romanos tuvieron que proteger la libertad religiosa de los judíos y el imperio declaró al judaísmo una religio licita, una religión con reconocimiento legal. Roma excusó a los judíos de adorar al emperador y del servicio militar obligatorio. Tampoco podían ser citados ante la corte en sábado. Si la distribución de dinero o granos caía en sábado, los judíos recibían su porción al día siguiente. En cuestiones de litigios civiles entre los judíos, tenían el derecho de usar su propia ley y sus propios juzgados. También podían recolectar y administrar sus propios fondos, en especial el impuesto del Templo. Se requería que todo hombre adulto contribuyera anualmente con medio siclo para apoyar al Templo de Jerusalén, según Éxodo 30: 13-15; cf. Mateo 17: 24.

Los judíos de la diáspora, por lo general, prosperaron más que los que quedaron en su tierra. Los tesoros acumulados en el Templo eran inmensos, por lo que la riqueza judía en el mundo tiene que haber sido magnífica. Por ejemplo, los judíos controlaban el negocio de la exportación de granos de Egipto, que era el que proveía de alimentos al Imperio romano, y los judíos tenían la responsabilidad de cobrar los impuestos aduaneros a lo largo del río Nilo. Los principales médicos en las grandes ciudades como Éfeso eran judíos. Los edificios más hermosos de Alejandría y Antioquía eran sinagogas.

Los judíos no se casaban demasiado con otros grupos y tendían a vivir juntos en vecindarios separados. En todas partes, la comunidad judía local se reunía al menos una vez a la semana. Ninguna otra religión tenía cultos corporativos semanales. Eso brindaba una fuente de unidad y un sentido de identidad. Los viajes frecuentes de sus miembros y el intercambio de cartas vinculaban entre sí a las sinagogas y a las sinagogas con Jerusalén.

Los judíos tenían una ley, un libro sagrado, un Dios de las promesas del pacto y Jerusalén brindaba un centro mundial al que todos podían mirar. Querían viajar allí tan a menudo como pudieran para asistir a los festividades de peregrinaje anual. Josefo informa que, en cierta ocasión, hubo 2.700.000 personas presentes en un fiesta en Jerusalén. Venían de cerca y de lejos, según lo muestra la lista de nacionalidades de Hechos 2: 9-11.

La autoridad más alta en el mundo judío era el Sanedrín (la corte suprema de los judíos) en Jerusalén y el que lo presidía se llamaba el Nasí. El Nasí enviaba mensajeros oficiales a las comunidades judías de todo el mundo. Llamados shaliachim en hebreo o apostolos en griego, siempre iban de Israel a la diáspora. Tenían la autoridad de supervisar la administración de las comunidades judías, se encargaban de que siguiera la Torá y cobraban los impuestos para el Nasí. Asimismo, solían llevar cartas que informaban a las comunidades de las decisiones y decretos del Sanedrín. Saulo de Tarso era uno de esos shaliachim (Hech. 9: 1-2), de manera que fue un apóstol judío antes de ser un apóstol cristiano. Más tarde, como apóstol cristiano, se encontró bajo arresto domiciliario en Roma, citó y reunió a los líderes de la comunidad judía. «Nosotros no hemos recibido de Judea cartas acerca de ti, ni ha venido ninguno de los hermanos que haya denunciado o hablado algún mal de ti» (Hech. 28: 21).

Ese nivel de organización no tenía paralelos en el Mundo Antiguo con excepción del mismo Imperio romano. Ahora bien, cuando un grupo de personas parece ser próspero y exitoso, estar altamente visible, como en clanes, y separado, tiene un estilo de vida diferente y distintivo, está bien organizado y poderoso, es a veces alborotador, y recibe atenciones especiales de parte del gobierno —y cuando se los percibe como peligrosos y una amenaza por su gran número— otros pueden comenzar a considerarlos con envidia y resentimiento, incluso temor. Por ello, algunos admiraban a los judíos, mientras que otros los ridiculizaban.

Muchos gentiles llegaron a ser prosélitos (en especial las mujeres) o «temerosos de Dios» (Hech. 13: 16; 10: 2, 22, 35); muchos paganos adoptaron costumbres judías, como, por ejemplo, la observancia del sábado. Por otro lado, los judíos llegaron a ser objeto de odio y la gente los acusaba de cualquier calamidad. En algunas ciudades, se produjeron sangrientas revueltas contra ellos. Todos sabían tres cosas de los judíos: que estaban circuncidados, no comían cerdo y guardaban el sábado. Si alguien quería separarse del judaísmo, esos eran los marcadores límite que abandonaban.

Aunque los judíos trataron mucho de conservar su identidad distintiva, fue inevitable algún grado de asimilación con la cultura general. Por un lado, adoptaron la lengua vernácula del lugar donde vivían: arameo en el este y griego en el oeste. En lugares de alta cultura y educación, como en Alejandría, los judíos educados se dedicaron a explicar su religión y cultura de manera tal que pareciera razonable y atractiva a los sofisticados pensadores griegos. No hicieron esto solo para ganarse el favor de los paganos educados e inclinados a la filosofía, sino también para conservar a los jóvenes en la fe. Un ejemplo de esto fue el escritor judío Filón, cuyo propio sobrino Alejandro había abandonado el judaísmo. Filón alegorizó las escrituras judías para hacer que enseñaran profundas verdades filosóficas.

Filón usó una traducción griega de las Escrituras conocida como la Septuaginta. Esa versión, que era la Biblia tanto de la diáspora como del cristianismo primitivo, fue una de las maneras en que el judaísmo de la diáspora preparó al mundo para el cristianismo. Otro método era mediante las sinagogas. Como escuelas de moral y religión, sirvieron como las «cunas del cristianismo». Tanto Jesús como Pablo hicieron de las sinagogas sus primeros centros de predicación. En conexión con cada sinagoga había una escuela y una biblioteca. Los libros se copiaban a mano y pocos podían tener un ejemplar de las Escrituras. Pero iban a la sinagoga y las leían allí. Los judíos llevaron a cabo una exitosa obra misionera (Mat. 23: 15), ganando muchos prosélitos. Los judíos de la Diáspora estaban más interesados en dejar una buena impresión en los griegos y los romanos que lo que lo estaban los judíos de Judea y tenían una mirada de menor exclusividad religiosa. Solo un judío de la Diáspora podría haber dicho del sábado: «Ese día es el festival, no solo de una ciudad o un país, sino de toda la tierra; un día que de por sí es apropiado llamar el día de festival de todas las personas, y el cumpleaños del mundo» (Filón, On the Creation, 89). Implicó que los judíos no eran tanto el pueblo único del pacto de Dios como, por el contrario, la vanguardia de toda aspiración humana.

Por ello, de muchas maneras, Dios usó el judaísmo de la diáspora como preparación para el evangelio. Le dio a la iglesia las Escrituras en griego, ofreció principios de organización y misión y le brindó gran parte de su vocabulario teológico. Por ello, no resulta sorprendente que la iglesia primitiva tomara el término «diáspora» para aplicarlo a sus propios miembros esparcidos (Sant. 1: 1; 1 Ped. 1: 1).