6 de enero | TODOS
«Pasado un tiempo, Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, y de la grasa de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín ni a su ofrenda, por lo cual Caín se enojó en gran manera y decayó su semblante» (Gén. 4: 3-5).
El joven asesino, al ser preso, se limitó a decir: «Yo lo hice, merezco morir». Lo que él no sabía, tal vez, es que todos pecamos y merecemos morir. La salvación no es por obras, ni por méritos, sino únicamente por la gracia divina.
Caín y Abel se presentaron ante Dios con sus respectivas ofrendas. El hermano mayor fue llevando el fruto de la tierra, el resultado de su trabajo, la obra de sus manos; Abel, en cambio, llevó un cordero. El cordero llegó a ser símbolo de Jesús, el «Cordero de Dios» que quita el pecado del mundo.
Desde el primer corderito sacrificado para proporcionar su piel a fin de preparar túnicas para cubrir la desnudez humana, pasando por la historia de Caín y Abel, y más tarde por los sacrificios diarios del pueblo de Israel, la vida del cordero se entregaba para lavar, simbólicamente, el pecado del ser humano. El mensaje es claro: no hay vida sin sangre. Ni salvación sin cordero.
Abel entendió el mensaje y llevó un cordero al altar. Caín creyó que el fruto de sus manos y sus buenas obras serían suficientes para expiar sus pecados. El resultado fue triste. Dios aceptó la ofrenda de Abel, pero rechazó la de Caín.
Una de las lecciones de la historia de Caín y Abel es esta: no intentes acercarte a Dios llevando el fruto de tus esfuerzos para ganar la salvación. Nuestras justicias son como trapos de inmundicia.
En Acción
Contempla a Jesús, conoce su amor, familiarízate con la gracia y serás libre de las peores inclinaciones de tu corazón. Pasa tiempo a solas con él y luego lo acabarás reconociendo en tus semejantes.