10 de abril | TODOS
«Entonces él volvió su rostro a la pared y oró así a Jehová: “Te ruego, Jehová, te ruego que hagas memoria de que he andado fielmente delante de ti y con corazón íntegro, que he hecho las cosas que te agradan”. Y Ezequías lloró amargamente» (2 Rey. 10: 2-3).
Quizá no logres verlo desde tu ángulo personal, desde la neblina de tus ojos humanos, desde la caverna del dolor de tu nostalgia. Quizá no lo veas, ni lo entiendas, pero el mejor momento para que un hijo de Dios descanse es cuando el Señor, en su maravillosa sabiduría, permite que descanse. Es una pena que los seres humanos estemos tan apegados a la vida. Tal vez porque no fuimos creados para morir, sino para vivir. En cada célula respiramos la vocación por la vida. La muerte es una intrusa que se coló en nuestra experiencia por efecto del pecado. Ezequías no entendió los propósitos divinos. Por eso, al saber que le restaba poco tiempo de vida, lloró, clamó, suplicó. Y Dios le añadió quince años más de vida.
El tiempo, sin embargo, inexorable juez, se encargó de demostrarle que el Señor no se equivoca. En esos años de vida adicionales, Ezequías engendró a Manasés, el peor rey de Israel, y cuando los asirios vinieron a visitarlo a causa de su milagrosa curación, el rey les mostró los tesoros, en vez de enaltecer la gloria de Dios; de manera imprudente, dio lugar a la codicia de los visitantes. Años después ellos volverían trayendo la destrucción a su pueblo.
Confiar en Dios, a pesar de los aparentes misterios del dolor, aceptar sus planes, aunque desde nuestra perspectiva no haya motivos para hacerlo, colocarnos en los brazos del Padre amado como un niño pequeño que duerme tranquilo en el regazo de su madre, tal vez sea el mayor desafío para los seres humanos.
En Acción
Aprende a huir de tus temores, y a cobijarte bajo las alas del Todopoderoso. Él vela tus pisadas mientras transitas por el desierto de este mundo peligroso.