1 de agosto | TODOS
«Por tanto, así ha dicho Jehová, el Señor: “Ahora voy a hacer que vuelvan los cautivos de Jacob. Tendré misericordia de toda la casa de Israel y me mostraré celoso por mi santo nombre”» (Eze. 39: 25).
Cuarenta años se habían ido, llevados por la ventisca del tiempo. Habían desaparecido en la neblina de la historia. Una historia triste de sufrimiento y lágrimas que el pueblo de Israel viviera como resultado natural de su rebeldía. Así son siempre las cosas en esta vida. Juegas con la paciencia divina, crees ser indestructible, confías en tus fuerzas y, de repente, como en una extraña pesadilla, ves tus castillos hechos añicos, pedacitos tan diminutos que se hunden en un mar de lamentaciones.
Pero Dios no olvida a sus hijos. Pasado el tiempo del exilio, como leemos en el texto de hoy, anunció que traería de vuelta a su pueblo cautivo. Los motivos para la restauración de su pueblo fueron dos. Primero, la misericordia divina que no se cansa de dar oportunidades a sus hijos. El ser humano, en su rebeldía, puede llegar a creer que no hay remedio para él. Puede mirarse en el espejo de la vida y concluir que está perdido para siempre, pero el amor de Dios es tan grande y maravilloso que alcanza al alma herida donde está y la restaura.
La otra razón para traer a su pueblo de vuelta a casa es, como hemos leído arriba, su «celo» por su «santo nombre». Es decir, la necesidad de que el mundo conozca el carácter divino y su poder salvador. Cada vez que un hijo de Dios cae en el abismo del pecado, el nombre del Señor está en tela de juicio. Las fuerzas demoniacas cuestionan que Dios sea capaz de salvar.
La cruz fue la respuesta del Señor. La sangre derramada a raudales en la cruz demostró al universo entero que para Dios no hay un caso perdido y que él está dispuesto a pagar el precio para restaurar a sus criaturas.
En Acción
Ese amor eterno está a tu disposición hoy. No te desanimes si fallaste una y otra vez. Levanta los ojos al Calvario y báñate en el caudal de su misericordia. ¡Ahora!