15 de agosto | TODOS
«Pero tú, Belén Efrata, tan pequeña entre las familias de Judá, de ti ha de salir el que será Señor en Israel; sus orígenes se remontan al inicio de los tiempos, a los días de la eternidad» (Miq. 5: 2).
Nacido en una ciudad cuyo nombre significa «Casa del pan», Jesús es el pan de vida que descendió del cielo a saciar el hambre espiritual de seres sin esperanza que corrían tras los placeres con el fin de llenar el vacío de su desesperado corazón.
En los tiempos del Antiguo Testamento, Belén era conocida como la ciudad natal de David. A pesar de eso, no pasaba de ser una ciudad insignificante, sin hermosura ni relevancia. En verdad era «pequeña para estar entre las familias de Judá». Sin embargo, Dios la eligió para ser el lugar donde nacería el Redentor del mundo.
Refiriéndose a este Mesías, vemos en el versículo de hoy que Miqueas remonta sus orígenes al principio de los tiempos… La realidad es que el Hijo de Dios no nació en Belén. Él nunca nació. Él es el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin. Desde el comienzo Jesús ya estaba presente. Jamás hubo un momento en el que no existiera.
Por esta razón, al mirar a la cruz del Calvario y ver al Dios hecho hombre muriendo por la especie pecadora, al verlo resucitado y victorioso sobre la muerte, y al aceptarlo en nuestro corazón, nuestra finita humanidad se hace eternidad en él. Recordamos que no fuimos creados para la muerte sino para la vida, y que la muerte es un elemento intruso en la experiencia humana. Porque nuestro Redentor vive para siempre, de eternidad a eternidad.
Es el Cristo de todos los tiempos, quien, siendo el Príncipe del universo, se hizo un niño indefenso y nació un una insignificante ciudad llamada Belén.
En Acción
Hablamos del Pan de vida, el que vence a la muerte. Cuando piensas en esta, ¿sientes algún temor? ¡Échate en los brazos de Aquel que te amó desde la eternidad, se hizo un niño que nació en Belén, y se entregó por ti!