27 de agosto | TODOS
«Entonces Jesús vino de Galilea al Jordán, donde estaba Juan, para ser bautizado por él» (Mat. 3: 13).
El cielo se abrió. Las nubes desaparecieron y el Espíritu Santo surgió en forma de paloma. Había llegado el momento del bautismo de Jesús. Él no necesitaba ser bautizado porque no había pecado. No era necesario que naciese de nuevo. Él era Dios, pero en la persona de Jesús había venido a ocupar el lugar de la humanidad. El bautismo de Jesús no fue por causa suya, sino en favor del pecador arrepentido.
Al salir Jesús del agua, el cielo se abrió y se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». En otras palabras: «Yo reconozco a mi Hijo, lo que es y lo que hace». El Padre reconocía y aprobaba al Hijo como suyo, veía reflejado en él su mismo y exacto carácter al entregarse por el ser humano, asumir sus culpas y ser bautizado como cualquier pecador, a pesar de no haber pecado nunca.
En aquel momento solemne estaban presentes las tres personas de la Divinidad: el Padre, emitiendo la voz; el Hijo, siendo bautizado; y el Espíritu Santo, en forma de paloma. La misión no era solo de Jesús, también era del Padre y del Espíritu. Tenían que cumplirla juntos.
Siempre juntos, por la eternidad. Jesús fue sumergido en el agua, demostrando humildad, mansedumbre y aceptando libremente llevar sobre sí los pecados de la humanidad.
Ahora bien, el que Jesús ocupase tu lugar y muriese por tus rebeliones solo tendrá pleno valor para ti si te bautizas. Pablo dice que cuando nos bautizamos lo hacemos en la muerte de Cristo (ver Rom. 6: 3). Su muerte y sacrificio solo cambiarán tu vida si mueres y resucitas en él.
En Acción
El bautismo es la declaración pública de tu amor por Cristo. Es el símbolo de tu nuevo nacimiento. Y del «bautismo del Espíritu» (ver Mat. 3: 11; Hech. 1: 5), que es el decisivo.
¿Estás listo para ser bautizado?