8 de noviembre | TODOS
«Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2: 20).
¿Cómo puede alguien ser crucificado junto a otra persona? ¿A qué se refiere Pablo al utilizar esta figura de lenguaje? Esta declaración describe el secreto de una vida de victoria sobre las tendencias naturales que nos arrastran al mal. Si logramos hacer de esta teoría una experiencia real en la vida diaria, habremos descubierto la clave que faltaba. Pablo se refiere a una experiencia de identificación y amor con Jesús, el Señor de su vida.
En esta vida hay amores de todos los tipos. Grandes y pequeños. Verdaderos y falsos. Unos entristecen y otros alegran. Unos calman y otros duelen. Algunos te hacen llorar. Te arrancan sonrisas otros. Amores profundos y amores livianos. Amores, en fin, de todas las razas y en todas las lenguas. La mayoría de ellos, amores humanos, banales. El esposo le dice a la esposa: «Te amaré toda la vida». Y al cabo del tiempo, quizá no mucho, su promesa se vuelve agua que corre hacia el olvido. El padre promete al hijo: «Nunca dejaré de quererte». Pero, herido por la frustración, ve su amor volverse niebla en medio de su desencanto.
Sin embargo, el amor de Dios no tiene medida. A Saulo lo halló en el camino del desierto y lo transformó en el apóstol Pablo. Una historia de amor que no se explica con palabras pero que se vive en la realidad de la Cruz. El pecador arrepentido y perdonado se identifica con su Señor y proclama: «Ya no vivo yo, sino vive Cristo en mí», y a partir de ahora su vida en la carne consiste en vivir en la fe del que le amó hasta el punto de entregarlo todo por él.
En Acción
Ora hoy al Señor así: «Soy tuyo, Padre, vivo en ti y tú vives en mí. Somos uno y nada temo porque, vaya a donde vaya, tú irás conmigo». Canta “Con Cristo estoy crucificado” (si es posible, con tu familia).