13 de noviembre | TODOS
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: él, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres» (Fil. 2: 5-7).
Es admirable la actitud de Jesús frente a los problemas de la vida. Él siempre va a la raíz, al fondo, al origen de todo. No se distrae en la periferia, ni da mucha importancia a cuestiones externas. No minusvalora lo que se ve, pero su intención no es colocar un parche para ocultar la herida sino curar la infección que devora el alma.
Jesús vivió ese mensaje. No fue santo por lo que hizo o dejó de hacer, sino que hacía maravillas porque era santo. Aunque hizo mucho, no se centraba en hacer, sino en ser. Y él era y es humilde, como lo demostró en su paso por la tierra (cf. Mat. 11: 29). Pablo alude a ello al hablar de su «sentir» y exhortarnos a hacerlo nuestro; es decir, a seguir su modelo de humildad.
El sentir no se ve. Es algo interior. La comida que te sirven en una cena especial puede estar insípida pero sonríes por cortesía. Los invitados ven tu sonrisa pero no tu desagrado. El sentir, por el contrario, va por dentro. Solo tú sabes lo que sientes.
Cristo era Dios. Uno con el Padre y con el Espíritu. Y sin embargo, se tornó humano y se humilló hasta ser crucificado y morir la muerte que solo los peores delincuentes de su tiempo sufrían. Lo que hizo por nosotros fue magnánimo, grandioso y extraordinario. Pero eso fue el resultado natural de su amor. Primero, él nos amó hasta la muerte; después fue crucificado.
El cristianismo real transforma. Cristo arranca el egoísmo, el orgullo y la vanidad, nos concede un nuevo corazón. Nuevas motivaciones. Ya no damos tanta importancia a lo superficial.
En Acción
Si el Dios del universo nos dio semejante ejemplo de humildad, ¿cómo quienes decimos seguirle podemos ser orgullosos o egoístas? ¿Estás dispuesto a compartir el sentir de Jesús?