22 de noviembre | TODOS
«Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Tim. 1: 15).
Se aproxima la hora de la muerte. La agonía lo abraza mientras la multitud enloquecida se burla de él y lo ridiculiza. Los soldados lo hieren y se mofan, pero ni el dolor de la humillación, ni la sangre que resbala por sus mejillas, ni las sombras del sufrimiento le impiden renunciar a su obra de salvación. A fin de cuentas, él sabe por qué vino al mundo.
El pecado entró al mundo por Adán. Y lo destruyó todo. Lo arruinó. El mundo perfecto del cual Dios había declarado que era «bueno en gran manera» entró en un irrevocable proceso de desintegración moral y físico tras infectarse con el pernicioso virus del pecado. Adán no fue capaz de pasar la prueba de fidelidad. La tentación de ser semejante a Dios lo sedujo. Aquel brillo lo atrajo y lo acabó sumergiendo en un mar de culpa y remordimientos.
Con la entrada del pecado, la especie humana quedó condenada a un triste destino de destrucción y muerte. Porque el pecado es muerte. No muerte instantánea, sino un lento proceso de agonía permanente que atormenta día y noche y conduce, en principio, a la muerte eterna. Desde el punto de vista humano, no había solución para semejante tragedia.
Pero entonces surge la persona maravillosa de Jesús. Su amor, su misericordia y su gracia son como el sol de verano que seca la tierra mojada de pecado. Él vino al mundo para salvar a la raza pecadora. «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos».
En Acción
Es interesante que Pablo subraye su condición de pecador como el que más («el primero»). Una vez salvo por Jesús, no mires por encima del hombro a quien todavía sigue encadenado al pecado. Recuerda que fue solo la gracia de Dios la que te liberó de esas cadenas.