15 de diciembre | TODOS
«Nosotros lo amamos a él porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, pero odia a su hermano, es mentiroso, pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?» (1 Juan 4: 8, 19-20).
Juan es el discípulo del amor. Fue amado por Jesús cuando nadie lo amaba. Fue recibido por el Maestro y bañado en el manantial purificador del amor divino. Por eso habla, enseña, predica y escribe sobre el amor del Redentor. Y en el versículo de hoy, su razonamiento es lógico. Si no somos capaces de amar al hermano a quien podemos ver, ¿cómo podremos amar a Dios a quien nunca vimos?
Las enseñanzas de Juan sobre el amor no se limitan al plano vertical entre Dios y el hombre, sino que se proyectan al plano horizontal del amor hacia nuestros semejantes. No es un deber, sino el fruto del amor de Dios en ti. Si eres un árbol regado diariamente por el amor de Dios, es lógico que produzcas los frutos del amor. Si aceptaste ser hijo de Dios, es lógico que vivas el amor de tu Padre, expresado en tus relaciones con tu cónyuge, con tus hijos, tus padres, tu patrón, tu empleado, tus vecinos y tus compañeros de trabajo o de estudio.
En otro tiempo no conocías a Jesús, vivías en los rincones apartados de la ignorancia espiritual, oculto en las sombras del alejamiento de Dios, en los páramos de la desesperación, intentando ser feliz a tu modo, peregrinando por caminos tormentosos que te conducían a la muerte. Entonces, al llegar la noche, quizá no podías dormir porque la culpa generaba en ti miedo a la soledad, o tal vez sentías un dolor raro dentro del pecho que no sabías definir. En ese tiempo eras extraño, porque tus incoherencias no eran fáciles de entender, y vivías controlado por la mente enemiga. Pero entonces Dios te amó, te buscó, te halló y te transformó. Desde ese momento, fuiste capacitado para amar a tus semejantes.
En Acción
En el texto de hoy, Juan sigue insistiendo en que solo tiene sentido que digas que amas a Dios si amas al prójimo. De lo contrario, aunque no te hayas percatado de ello, eres un impostor. Y recuerda que Dios mismo te amó cuando tú aún no le amabas. Canta “Dios es amor” (si es posible, con tu familia).