24 de febrero | TODOS
«Si alguien es sorprendido acostado con una mujer casada y con marido, ambos morirán, el hombre que se acostó con la mujer, y la mujer también. Así extirparás el mal de Israel» (Deut. 22: 22).
Dios estableció el sexo para que fuera practicado dentro del matrimonio como una expresión de amor, como un medio de procreación y también como una fuente de placer. Desafortunadamente, con la entrada del pecado el sexo fue desvirtuado y la infidelidad pasó a ser parte de la historia humana, con resultados nefastos.
Lo más triste de la infidelidad no son las terribles consecuencias sociales y personales, sino la incapacidad que genera para creer en las promesas divinas. El infiel cree que Dios es también infiel. Cada vez que piensa en el amor divino, lo hace desde su perspectiva humana de amar. Y el amor humano, por más sincero y bonito que parezca, está manchado de egoísmo. Busca lo que le conviene, esperando algún beneficio de vuelta.
En los tiempos de Israel, Dios exhortó a su pueblo a ser fiel. Hogares fieles, cónyuges fieles, sin mentiras, ni engaños. La consecuencia de la infidelidad sería la muerte. Hoy, sigue siéndolo, no la muerte instantánea, sino una agonía lenta que consume a diario; el grito desesperado de la conciencia.
Dios creó al hombre y a la mujer con vocación de fidelidad, y les dio una personalidad indivisa. Por esta razón, todo lo que el ser humano realiza lo hace con su unidad completa. A la hora de comer, por ejemplo, deben participar de modo saludable sus emociones, su cuerpo y su mente. De lo contrario corre el riesgo de provocarse úlceras. Lo mismo sucede con el sexo. Pero en la infidelidad, existe una ruptura de la unidad humana. El cuerpo desea, pero el corazón se resiste, y, si el hombre o la mujer insisten, se abren úlceras terribles en la mente, que los incapacitan para ser felices en el matrimonio. ¡No vale la pena ser infiel!
En Acción
Dios no te invita a ser puro para sentirte superior a quienes no lo son. Quiere que lo seas para que las cosas vayan mejor en tus relaciones y se minimicen los daños. Medita en ello. Verás que no es una exigencia caprichosa sino el sabio consejo de un Dios lleno de amor.