21 de marzo | TODOS
«Pero Jehová respondió a Samuel: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”» (1 Sam. 16: 7).
Nada contempla Samuel en su camino hacia Belén. En nada repara. Ni siquiera en la higuera repleta de frutos que expiden un aroma delicioso. Una arruga de preocupación se dibuja en su cansada frente. Dios le ha confiado una misión y teme fracasar. El primer rey de Israel falló estrepitosamente, y el Señor le permitió extraviarse en los senderos turbulentos de su orgullo, desobediencia y rebeldía.
Ahora Dios había decidido ungir a otro rey y exhortó a Samuel a que lo buscase en Belén, un pequeño poblado ubicado a cinco kilómetros de Jerusalén. Aquel pueblecito bucólico había sido, en otros tiempos, el hogar de Rut y Booz, de los cuales descendía la familia de Isaí.
Cuando Samuel vio al hijo mayor de Isaí pensó: «Este tiene la apariencia de un rey. Debe de ser el escogido» (1 Sam. 16: 6). Eliab era un joven alto y bien parecido. Tenía una apariencia real, pero Dios le dijo al profeta que estaba cometiendo un error al juzgar al joven por su parecer. Ese había sido el mismo desatino que cometiera Israel al elegir a su primer rey. Saúl tenía la apariencia de un rey, pero no el corazón de un siervo de Dios. Y lo que mira Dios es el corazón.
El geógrafo escocés Piers Blaikie dijo un día: «El mundo está lleno de idolatría, pero me pregunto si alguna idolatría ha sido más extensamente practicada que la idolatría de la apariencia externa».
Tú no eres lo que los otros afirman por causa de tu apariencia. Tú eres lo más precioso que Dios tiene en este mundo.
En Acción
Afírmate en la sabiduría divina. Con ella verás más allá de lo externo y aprenderás a discernir lo realmente importante. Canta “Mira el corazón” (si es posible, con tu familia).