28 de marzo | TODOS

El pecado de David y sus consecuencias

«Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, junto a sus siervos y a todo Israel, y ellos derrotaron a los amonitas y sitiaron a Rabá, mientras David se quedó en Jerusalén» (2 Sam. 11: 1).

La tragedia de David empezó cuando «se quedó en Jerusalén». Sus ejércitos luchaban en el campo de batalla mientras el rey descansaba tranquilo en su palacio. En el capítulo 10 vemos que Joab y un ejército de valientes habían derrotado parcialmente a los sirios y a los amonitas, pero la victoria solo se concretó cuando David salió y tomó la guerra en sus manos. De modo que el rey sabía que su lugar estaba al lado de sus soldados y no en el palacio.

El valiente y corajudo vencedor de muchas batallas sucumbía ahora en la guerra espiritual. Al quedarse cómodamente en casa, se situó en el terreno de la tentación, y el enemigo de las almas se apoderó primero de su mente, de sus pensamientos, y después de su corazón y de su cuerpo. David supo que la hermosa mujer que veía desde su balcón era la esposa de un soldado suyo. Pero se rindió ante su belleza. La voz del Espíritu sin duda le habló, le incomodó, le amonestó a gritos, pero el rey se dejó arrastrar por las pasiones de la carne.

Consumado el pecado, y al enterarse de que Betsabé esperaba un niño, quiso esconder el caso, e inició una cadena de acciones detestables. Adulterio, intriga política, traición, asesinato, abuso de poder, hipocresía, mentira; en suma, un cóctel de pecados que horrorizaría a cualquier mortal.

Las consecuencias fueron catastróficas, el pueblo pasó a desconfiar de su rey, su familia vivió situaciones indeseables: la violación de su hija Tamar, la muerte de su hijo Amnón, la rebelión de su hijo Absalón, incluyendo la violación de sus concubinas.

A pesar de todo, la gracia perdonadora y transformadora de Dios fue abundante y David fue llamado «el hombre conforme al corazón de Dios» (cf. 1 Sam. 13: 14).

¡Maravilloso amor!

En Acción

Una caída (o dos, o tres…) no te privará del amor de Dios, pero te amargará la vida y puede que también se la amargue a personas de tu entorno. Mejor mantente asido a la Mano protectora y no te dejes llevar por tus propios instintos aunque solo sea un minuto.