8 mayo | Jóvenes
«Cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor. 2: 9).
Era agosto, y regresábamos a casa después de un fin de semana en Florida (EE.UU.). El calor era insoportable y el aire estaba cargado de humedad. Yo temía no solo el cansancio y la llegada de la noche, sino también la amenaza inminente de lluvia. Finalmente, cerca del atardecer, una fuerte tormenta se desató. La visibilidad era mínima. Reduje la velocidad, pero no me detuve. En el asiento del pasajero, mi amigo español, que antes estaba distraído y somnoliento, ahora se encontraba al borde de un ataque de nervios. «¿No sería mejor detenernos?», me preguntó preocupado. A mí, detenerme en ese momento no me parecía la mejor decisión, ya que estábamos en una pendiente, con mala visibilidad y enormes camiones que circulaban a ochenta kilómetros por hora bajo la lluvia. A pesar de eso, salí de la carretera y me detuve. En el asiento trasero, mi esposa y mis hijos también estaban nerviosos. ¿Cuánto duraría esta lluvia implacable? No podíamos saberlo.
Un escritor español llamado Fernán Pérez de Oliva escribió: «Quien es del cielo, ¿dónde más podría estar bien?». ¿Será que tenía razón? Es extraño pensar que nacimos en un lugar al que realmente no pertenecemos, ¿verdad? Mi amigo europeo nunca había visto una lluvia tropical. Yo sí. Él no sabía qué esperar, pero yo tenía experiencia propia. Sin embargo, el conocimiento de lo que está sucediendo no elimina el miedo a lo que pueda ocurrir. El corazón humano es el único mar embravecido en el universo que se agita sin el control de Dios. Por lo tanto, el Señor necesita nuestro permiso para calmarlo. Frente a un futuro incierto, es reconfortante saber que Dios no nos ha dejado a nuestra suerte. Ser cristiano significa ser ciudadano de otro mundo; y aquellos que son de la patria celestial no temen a la lluvia tropical. Atraviesan el valle de sombras sin perder de vista el resplandor del Cielo.
Ese día, en el norte de Florida, Dios respondió a nuestra angustiosa oración. Regresamos a la carretera y continuamos nuestro camino. La lluvia seguía siendo intensa. Solo al cabo de un rato, la lluvia se calmó y mejoró la visibilidad. Horas más tarde, cansados y tensos, llegamos a nuestro destino, sanos y salvos.
Querido lector, pase lo que pase, confía y no desesperes. Muy pronto llegaremos a casa, y nuestro Padre estará esperándonos con una sonrisa para recibirnos. Estoy seguro de que dirá: «Hijo, gracias por permitirme tomar el volante contigo. Todo irá bien. La tormenta ya ha pasado». Estoy deseando que ese día llegue pronto. ¿Y tú?