26 mayo | Jóvenes

Lágrimas en la almohada

«Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?» (Sal. 56: 8). 

La Biblia es un libro impregnado de lágrimas. Registra el llanto de Jesús ante Jerusalén debido al triste futuro que esperaba a aquellos que rechazarían las amorosas advertencias de Dios. También relata el llanto incontenible del Salvador por causa de Lázaro, un querido amigo llevado a la tumba por una enfermedad mortal. Allí están las lágrimas de David por un bebé que, tristemente, apenas pudo nacer. Las de Jeremías, por una tragedia nacional que no se pudo evitar. Las de Job, una mezcla de dolor y perplejidad, al no poder entender la batalla espiritual en la que, sin querer, se hallaba involucrado.

Las lágrimas expresan los dilemas y sentimientos más profundos, las reacciones humanas más complejas ante la vida y las circunstancias. Revelan nuestras debilidades y limitaciones, nuestros sueños y aspiraciones, nuestros vínculos más significativos con cosas, lugares y personas. Lloramos por lo que hemos ganado y por lo que hemos perdido; por lo que amamos y por lo que odiamos; por lo que nos trae alegría y por lo que nos roba la paz; por lo que llena nuestro vacío y por lo que nos quita el sueño; por las cosas de las que nos sentimos orgullosos y por las que nos avergüenzan.

Por eso Pedro lloró al negar a Jesús; y María, ante la crucifixión del Salvador del mundo. Pablo lloró por causa de las muchas aflicciones que marcaron su ministerio. María Magdalena lloró, perpleja, frente a una tumba vacía. Otras mujeres se emocionaron en el camino ensangrentado por el que Cristo, maltratado, cargó la pesada cruz que no le pertenecía. En el Getsemaní, el sudor y la sangre de Jesús se mezclaron con sus lágrimas de amor, derramadas por ti y por mí.

Todos lloramos. Todos sufrimos. Yo también derramo lágrimas, más de lo que quisiera. Sin embargo, me regocijo en la promesa divina de que las lágrimas no durarán para siempre (Sal. 30: 5). Habrá una última lágrima que Dios personalmente enjuagará de mi rostro (Apoc. 21: 4). Las palabras de Jesús, pronunciadas en el Sermón del Monte, se cumplirán: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados» (Mat. 5: 4). Quiero vivir para ver ese cumplimiento, pero solo lo lograré si no me rindo. Esto es precisamente lo que haré. ¿Y tú?