27 junio | Jóvenes

Santo, santo, santo

«Y el uno al otro daba voces diciendo: “¡Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!”» (Isa. 6: 3). 

La santidad es el atributo principal de Dios. En ningún lugar de la Biblia, Dios es repetidamente llamado «amor, amor, amor» ni «eterno, eterno, eterno». Todos sabemos que él es amor y es eterno, pero la santidad es tan central en el carácter de Dios que encontramos esta característica enfáticamente repetida, como en el versículo de hoy.

En Isaías 6, los ángeles están alabando en la presencia de Dios sin interrupción. El profeta contempló la santidad de Dios y tomó plena conciencia de su condición pecaminosa. Siempre es así. Al vislumbrar cuán santo es Dios, nos damos cuenta de cuán pecadores somos. Como Isaías, exclamamos: «¡Ay de mí que soy muerto!» (vers. 5). Quien no toma en serio la vida cristiana no sabe quién es Dios.

En general, pensamos que un gran pecador es aquel que hace cosas terribles y vergonzosas como el robo, el asesinato y el adulterio. Sin embargo, en la presencia de Dios, descubrimos que él no clasifica el pecado. Es lo que dice la Biblia: «No hay justo, ni siquiera uno» (Rom. 3: 10). Su presencia gloriosa pone de manifiesto nuestra pecaminosidad. Y entonces, solo nos queda la misericordiosa gracia del Padre.

Cuando vemos a Dios tal como es, descubrimos que no somos quienes pensábamos ser. Pero eso no es todo, porque el arrepentimiento permite que la restauración divina tenga lugar en nuestras vidas.

Dios nos restaura, nos levanta y nos sitúa en una nueva posición. En el mismo instante, el ángel desciende con la brasa, la culpa se retira a cambio del perdón, y la paz invade la vida (ver Isa. 6: 6-7). Todo cambia alrededor. A continuación, una vez que has sido transformado por la gracia, escuchas la voz del Eterno: «¿A quién enviaré?».

«Heme aquí, envíame a mí» (vers. 8). Esa es la respuesta de la conversión. Cinco minutos antes, no había esperanza. Con el toque de la gracia, el perdonado se convierte en un voluntario en el reino de Dios. «¡Cuenta conmigo, Señor! Ahora sé quién eres. Has quitado mi pecado, has perdonado mi culpa. No tengo miedo de nada. Estoy dispuesto a ir». ¡Que esta sea tu realidad hoy!