9 julio | Jóvenes

Chernóbil

«Por sus llagas fuimos nosotros curados» (Isa. 53: 5). 

En la madrugada del 26 de abril de 1986, explotó el reactor 4 de la planta nuclear de Chernóbil, desencadenando el mayor desastre nuclear en la historia. El material radiactivo se dispersó rápidamente, provocando un aumento en los niveles de radiación en muchas partes del mundo. Un grupo de bomberos, científicos y otros trabajadores, llamados «liquidadores», fue enviado a la región para apagar el incendio y enterrar los elementos contaminados.

La tragedia ocurrió en la planta ubicada a unos veinte kilómetros de la ciudad de Chernóbil (Ucrania). Un error humano fue la causa del accidente, ya que los operadores del reactor no siguieron algunas partes importantes del protocolo de seguridad. Otro factor que pudo haberlo propiciado es que uno de los reactores tenía un defecto en su diseño.

Todavía no se conoce el número total de víctimas directas e indirectas. Los estudios indican que la incidencia de cáncer de tiroides en niños aumentó cuarenta veces desde la explosión; en adultos, la tasa aumentó hasta siete veces. El accidente también tuvo consecuencias psicológicas, económicas y una evacuación masiva de la población en un radio de treinta kilómetros desde el área afectada.

Cerca del lugar donde se encuentra el «sarcófago», una inmensa estructura metálica diseñada para aislar el material radiactivo, hay un monumento con varias estatuas de bomberos, llamado «Monumento a los que salvaron al mundo». Es un homenaje a los bomberos que murieron al apagar el incendio tras la explosión, así como a los liquidadores de Chernóbil que arriesgaron sus vidas para evitar que la radiactividad, ese enemigo invisible, se propagara de manera más letal por el mundo.

Al ver este monumento, reflexioné sobre la obra realizada por Cristo para salvarnos de la condenación eterna. Después de la desobediencia de Adán y Eva, el mal se extendió por el planeta, afectando a la naturaleza y al corazón humano con la «radiación» del pecado. El profeta Isaías describió los efectos de la maldad de la siguiente manera: «Desde la planta del pie hasta la coronilla no les queda nada sano: todo en ellos es heridas, moretones y llagas abiertas [...]. Vuestro país está desolado, vuestras ciudades son presa del fuego» (Isa. 1: 6-7, NVI-CST).

Para neutralizar la acción del pecado, Jesús vino a la tierra y «se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tim. 2: 6). Él es nuestro Escudo, Antídoto y el único «Liquidador» del pecado. ¿Estás resguardado por esta sólida protección?