12 julio | Jóvenes
«Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios y vuestros pecados han hecho que oculte de vosotros su rostro para no oíros» (Isa. 59: 2).
En 1962, una revista francesa publicó un artículo que presentaba la «imagen profética» de personas transitando por las calles de una ciudad en cápsulas de vidrio, sin contacto físico entre sí. Durante la pandemia del covid-19, quizás estas extrañas «cápsulas ultramodernas» hubiesen sido bienvenidas, al igual que las miles de mascarillas que fueron obligatorias por varios meses en todo el mundo. Durante esa pandemia, se habló mucho sobre el «distanciamiento social», algo difícil de mantener, ya que no es agradable tratar a los demás como amenazas. Somos seres sociales. No fuimos hechos para el confinamiento. Esto afecta a nuestra esencia. Duele. Lastima. Deja huellas.
En la época de Jesús, existían dos formas básicas de distanciamiento social. La primera, causada por la lepra. El leproso estaba obligado a dejar la convivencia familiar y vivir en una aldea de personas contaminadas como él, condenadas a perder las puntas de las orejas, los dedos o la nariz hasta finalmente morir. Jesús sanó a muchos de ellos, aunque no todos lo supieron agradecer. La segunda ocurría entre personas «sanas», como aún es común hoy. Esta era causada por el estatus social y actitudes exclusivistas. Por ejemplo, algunos religiosos, debido a sus creencias de superioridad, se alejaban de recaudadores de impuestos, políticos, soldados romanos, incrédulos, extranjeros, prostitutas, aislándose en sus propios grupos exclusivos y excluyentes.
Cristo, sin embargo, no era selectivo. Era acogedor, respetuoso, generoso y perdonador. Se relacionaba con ricos y pobres, hombres, mujeres y niños, gente moralmente condenable y personas por encima de cualquier sospecha. Fue acusado de ser inconstante y contradictorio. Hicieron todo lo posible por alejarlo de las personas. Pero eso no sucedió, porque él vino para ser «Dios con nosotros», convirtiéndose en el puente sobre el abismo del pecado que nos separa del Cielo. Ningún pecador necesita practicar el «distanciamiento social» respecto a Dios, ya que Cristo posibilitó el acceso al Padre. ¿Qué te parece dejar de mantener la distancia? Quítate la máscara y lánzate a los pies de Jesús. ¡Entrégale la vida a él y permítele transformarte! ¡El abrazo del Salvador es el lugar más seguro del universo!