24 septiembre | Jóvenes
«El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano”» (Luc. 18: 11).
Hay al menos dos razones por las cuales ciertos individuos se sienten superiores a los demás. Primero, por creer en la idea de «herencia natural», es decir, imaginar que, por un golpe de suerte, las cosas que tienen «les pertenecen por derecho adquirido». La segunda razón es el «mérito personal», la noción de que lo que tienen fue conquistado con sangre, sudor y lágrimas, como por ejemplo la medalla recibida, el diploma en la pared, el trabajo terminado, la reputación construida, los hijos criados, la casa pagada, el auto comprado, el cuerpo «trabajado» o el salario recibido.
Algunas personas aplicadas, trabajadoras, que han luchado duro, han superado dificultades, vencido adicciones y triunfado en ciertas áreas de la vida, a veces son, lamentablemente, las mismas que impiden a los demás el derecho a despuntar. Maestros muy exigentes pueden caer en esta trampa, padres duros también, por no hablar de profesionales veteranos, atletas de élite, altos ejecutivos o intelectuales, entre otros. Estas personas con «síndrome de superioridad» no enseñan, solo evalúan. No inspiran, sino que se limitan a mirar desde arriba. No se compadecen, desprecian. No apuestan por las personas, desconfían de ellas. No se arriesgan, protegen la retaguardia. No tienden la mano; al contrario, empujan hacia el abismo. No rescatan, abandonan. No socorren, entregan a la muerte. No usan el poder para redimir, lo usan para imponer autoridad, humillar y destruir.
Para Jesús, ser superior representa algo muy diferente. Es servir, ayudar, capacitar, inspirar. El fariseo de la parábola no se equivocó por ayunar, diezmar, actuar con honestidad y disciplina o ser fiel a sus creencias. Nada de eso es malo. Lo malo es cuando menospreciamos a aquellos que contradicen tus expectativas. Lo malo es confundir justicia con indiferencia, algo que Dios nunca hace. El Señor nos sorprende al justificar a despreciados publicanos y censurar a impolutos fariseos. Para Dios, no hay superioridad sin compasión ni liderazgo sin amor.
Hoy, él te desafía a hacer el bien a aquellos que no lo merecen, a extender la mano a las personas débiles e indignas. Estas podrán, por gracia, encontrar en ti una razón para buscar al Dios a quien dices seguir.