26 septiembre | Jóvenes
«Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: “Antes que el gallo cante, me negarás tres veces”. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente» (Luc. 22: 61-62).
No todos los que te hacen llorar son tus enemigos, y no todos los que te hacen sonreír son tus amigos. Ojalá pudiéramos tener el discernimiento para descubrirlo a tiempo. A veces solo nos damos cuenta de la realidad cuando ya es demasiado tarde. Nos sucede a todos. Le sucedió a Pedro, un hombre de acción, no tanto de reflexión. Sin embargo, Jesús quería entrenarlo en ambas cosas. Un buen líder debe ser más que un filósofo superinteligente al que las personas con un cociente intelectual normal no puedan entender; y más que un trabajador obsesionado que obedece reglas sin pensar, con el riesgo de confundir lo ilícito con lo correcto. Fue Pedro quien, ya bien instruido, declaró: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech. 5: 29). Había aprendido a guiar su vida por principios y a pensar antes de actuar.
Una de los mayores lecciones que recibió Pedro cuando aún era aprendiz le sobrevino tras negar al Maestro. Entonces comprendió cuán contradictorio e inseguro era; una sorpresa para sí mismo… y para nadie más. Vio todo eso reflejado en los ojos de amor de Cristo poco después de que el gallo cantara. La mirada de Jesús condenaba a Pedro y al mismo tiempo lo redimía. Pedro entendió cuán vulnerables nos volvemos cuando el ego toma el control. Finalmente, estaba listo para entregarse en cuerpo y alma, aunque primero pasaría por el valle de la autocrítica pura y dura. Se sintió inadecuado, sucio y malvado. Se dio cuenta de que no era bueno, de que no era perfecto, y de que la misericordia es la única forma legítima de aplicar la justicia a seres vendidos a la esclavitud del pecado, como él, como tú y como yo.
Aunque todos seamos indignos de la salvación, nadie necesita sentirse inadecuado en la presencia de Dios. El Señor nos mira con compasión, como nadie más lo ha hecho ni lo hará. Nos cubre con el manto del perdón y nos acepta de vuelta como si nunca lo hubiéramos abandonado. Para Dios no hay personas inadecuadas, solo actitudes y decisiones fuera de lugar. Como, por ejemplo, cuando nos cuesta creer que, al equivocarnos, él es amable con nosotros y nos da nuevas oportunidades. En lugar de ello, la próxima vez que llores arrepentido por un error que has cometido, piensa: «¿No será esta una señal de que Dios me está dando una nueva oportunidad para cambiar el rumbo de mi vida?».