23 octubre | Jóvenes
«Como está escrito: “No hay justo, ni aun uno”» (Rom. 3: 10).
Lucas vivía recluido dentro de su casa. Muy pocas personas tenían la oportunidad de ver el rostro de ese joven talentoso. «Mi hijo es un excelente cantante, pero la vergüenza no le permite ejercer su don en público», confesó la madre del joven. Le daba vergüenza mostrar su rostro. ¿Por qué? El rostro de este joven estaba marcado por una cicatriz que tenía mucha historia que contar.
Cuando hablé con Lucas por primera vez, pensé que me encontraría con una persona malhumorada, deprimida y tal vez incluso agresiva. Aunque la marca inusual en su rostro llamaba la atención a primera vista, detrás de esa cicatriz había una persona alegre y juguetona. A pesar de nuestros intentos por ayudarlo, afirmaba que nadie podía cambiar su situación, solo Dios. Según él, llevaba marcas del pecado que evidenciaban su conducta desobediente.
Acostumbrado a una vida doble y oculta, siempre que estaba solo se daba a las drogas, al alcohol, y frecuentaba lugares inapropiados. En una de esas aventuras, se vio envuelto en una pelea. Desde ese día, tiene una gran cicatriz en la cara. «Sé que Dios puede perdonarme, pero nunca me perdonaré a mí mismo por esto», confesó el joven, bastante desilusionado consigo mismo.
El diálogo con este joven me hizo reflexionar sobre la situación de muchos hoy en día. Todos tenemos una naturaleza pecaminosa que nos impulsa hacia el mal. Esta es la mayor marca del pecado en el corazón humano. La raíz del pecado es un corazón y una mente corruptos.
Debido a este «tatuaje» en nuestra esencia, terribles y eternas marcas quedaron grabadas en el cuerpo de Cristo. En sus manos y pies, podrá verse para siempre el precio del pecado. El Señor lo pagó para que se realizara una cirugía correctiva en el interior de todo ser humano. Es una «cirugía plástica» para quitar la marca del pecado en nosotros. Jesús llevó sobre sí la mayor de todas las cicatrices para que podamos vivir en paz.
Cuando permitimos que la gracia de Jesús nos cubra y nos justifique de todo pecado, ya no hay más condenación (Rom. 8: 1). Ya no tenemos por qué escondernos, ni siquiera si llevamos cicatrices físicas de un pasado oscuro. Estas ya no testifican sobre nuestro pecado, sino sobre el tamaño de la gracia que nos alcanzó.
Cada vez que sientas vergüenza de tus «cicatrices», mira las manos y los pies de Jesús, y encontrarás esperanza y fuerza para vivir y ser feliz.