25 noviembre | Jóvenes

Lengua

«Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal» (Sant. 3: 8). 

No se puede negar el poder de la lengua y de las palabras. Con ellas, podemos hacer el bien o el mal, dependiendo de cómo las utilicemos. La lengua es el órgano del cuerpo que relacionamos más directamente con el habla. En la Biblia, a menudo se utiliza como una metáfora para referirse a las palabras. También se considera uno de los músculos más fuertes del cuerpo humano. Aquel que puede controlarla posee mucho dominio propio.

La pregunta del millón es: «¿Quién puede dominar la lengua?». Para muchas personas, dominar animales salvajes y feroces es mucho más fácil que controlar este pequeño órgano (ver Sant. 3: 7).

El apóstol Santiago sugiere que hacemos un mal uso de la lengua cuando permitimos que desempeñe un papel ambiguo en la lucha entre el bien y el mal. A veces complace a Dios y otras veces al enemigo; a veces sirve al bien y en otras practica las obras de las tinieblas.
El apóstol dice: «Con la lengua bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que han sido creados a imagen de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así» (Sant. 3: 9-10). Las palabras tienen el poder de dar vida o muerte. Como enseñó Jesús en el Sermón del Monte, las palabras pueden ser asesinas.

Elena G. White lamentó: «Me duele decir que hay lenguas indisciplinadas entre los miembros de la iglesia. Hay lenguas falsas que se alimentan de maldad. Hay lenguas astutas y murmuradoras. Hay charla, impertinente entrometimiento, hábiles interrogaciones. Entre los amadores del chisme, algunos son impulsados por la curiosidad, otros por los celos, muchos por el odio contra aquellos por cuyo medio Dios ha hablado para reprenderlos. Todos estos elementos discordantes trabajan. Algunos ocultan sus verdaderos sentimientos, mientras que otros están ávidos de publicar todo lo que saben, o aun sospechan, de malo contra otros» (Consejos para la iglesia, pág. 313).

¿Cómo has utilizado este músculo tan importante y, al mismo tiempo, tan peligroso? ¿Lo has usado para bendecir o para maldecir? ¿Ha sido un instrumento para ayudar o para herir a las personas? ¿Por qué no usarlo para alabar a Dios y transmitir esperanza? Si lo haces, el mayor beneficiado serás tú.