10 diciembre | Jóvenes

Humíllate para no ser humillado

«Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte a su debido tiempo» (1 Ped. 5: 6).

Escuché la historia de un joven pastor escocés que era muy orgulloso. Fue invitado a hablar frente a una gran multitud. Subió los escalones hacia el púlpito con los hombros echados hacia atrás y el pecho inflado. Se sentía extremadamente seguro, mostrando su orgullo de manera evidente.

Sin embargo, al comenzar a predicar, el joven predicador inexplicablemente perdió la concentración. Sus pensamientos no fluían. Tartamudeaba y no podía recuperarse. Después de unos diez minutos de completo desconcierto, decidió detenerse. Cerró su Biblia y bajó desanimado, con los hombros caídos y la cabeza inclinada por la humillación. Mientras caminaba por el pasillo lateral de la iglesia, una señora escocesa le agarró por el abrigo: «Muchacho», le dijo, «si hubieras subido al púlpito como has bajado, habrías bajado como has subido».

Quizás ningún escritor bíblico entendió tanto sobre la humillación como Pedro. La Biblia relata algunas lecciones que tuvo que aprender a duras penas. Siempre era el primero en hablar en cualquier situación. Su nombre encabezaba las listas de los discípulos en las Escrituras. Se le menciona doscientas veces en los Evangelios, mientras que Juan aparece solo en treinta y una ocasiones. Era el líder natural de los Doce, probablemente también por ser el mayor. Jesús realizó ocho milagros a su favor: las dos pescas milagrosas, la curación de su suegra, caminar sobre las aguas, la curación de la oreja de Malco, las dos liberaciones de la prisión y la moneda en la boca del pez.

Pedro no podía esperar menos de sí mismo que lealtad y valentía hacia Cristo. Por eso, no dudó en decir que seguiría al Señor hasta el final. Jesús le advirtió sobre la falta de fundamento de esa promesa, pero Pedro no tomó la advertencia muy en serio.

En consecuencia, llegado el momento, negó vergonzosamente a su Maestro. Sin embargo, esa misma noche, reconoció que no había superado la prueba. No era tan bueno como pensaba. Humillado, salió de la casa del sumo sacerdote y lloró amargamente. Su llanto es prueba de que deseaba ser mejor.

En ocasiones, el Eterno permite que el gallo cante en nuestros oídos, convirtiendo en polvo nuestras ilusiones. No obstante, cuando experimentamos humillación, su deseo es volvernos a levantar.