15 marzo | Jóvenes
«Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mat. 16: 24).
Es peligroso ser un discípulo de Jesús. Todo lo que le sucedió al Maestro se repite en la vida del discípulo. El camino hacia Jesús siempre pasa por el Calvario. No hay discipulado sin cruz.
Hoy en día es aceptable ser creyente. Los cristianos suelen ser respetados. Ocupan posiciones destacadas en la sociedad. Interfieren en la elaboración de leyes y participan en discusiones políticas. Si estudias en una escuela cristiana, la mayoría de tus compañeros comparten tus creencias. Y si estudias en una escuela donde eres minoría, las personas «ni siquiera necesitan» saber acerca de tu compromiso.
En los primeros días de la iglesia cristiana no era así. Cuando las personas decidían seguir a Cristo, eran tratadas como desechos del mundo. Algunas eran maltratadas, arrastradas ante las autoridades, arrestadas y condenadas por el «crimen» de amar a Jesús.
Hay una cruz en el camino del discipulado. Representa el señorío de Cristo. El apóstol Pablo dijo: «Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna, sino a Jesucristo, y a este crucificado» (1 Cor. 2: 2). Antes de utilizar a alguien, Dios lo lleva primero a la cruz. Nuestro ego debe ser crucificado.
Elena G. White afirmó: «Quien quiera que entre en la ciudad de Dios por las puertas de perla, entrará como vencedor, y su victoria más grande será la que habrá obtenido sobre sí mismo» (Testimonios para la iglesia, t. 9, pág. 146).
Llevar el yo a la cruz no es fácil. Algunos piensan que el discipulado consiste simplemente en dejar de escuchar ciertas canciones, abandonar algunos alimentos o dejar de frecuentar determinados lugares. Esa es la parte fácil.
Es mucho más fácil renunciar a cosas que a actitudes. No es fácil quitar el yo del trono. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Cuando Jesús llama a un hombre, lo invita: “Ven y muere”». ¿Y tú? ¿Estás dispuesto a responder a ese llamado?