27 marzo | Jóvenes
«El reino de los cielos es como un hombre que, yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes» (Mat. 25: 14).
Cuidar de las cosas de los demás puede ser más difícil que cuidar de lo que es propio. Ilustraré esto con una historia real que sucedió en Sâo Paulo (Brasil). Un profesor universitario decidió viajar con su esposa, planeó todo y le pidió a un estudiante que cuidara de su casa. El joven aceptó la responsabilidad. La casa era muy bonita: grande, espaciosa y cómoda. El joven pronto tuvo una idea que le pareció genial: organizar una cena con pizzas para sus amigos el sábado.
Fue una ocasión muy agradable hasta que, de repente, alguien llamó a la puerta. Uno de los invitados preguntó al joven anfitrión: «¿Estás esperando a alguien más?». Él respondió que no y pensó: «¿Será que algún vecino vino a quejarse del ruido?». La sorpresa fue enorme cuando, al abrir la puerta, se encontró con el dueño de la casa. «¿Hubo algún problema, profesor? Pensé que no regresarían hasta mañana». «Sí, ese era el plan», respondió. «Pero mi esposa no se siente muy bien, así que decidimos regresar antes». ¿Puedes imaginarte la escena?
Recuerdo una frase de un vecino del barrio donde crecí: «¡Vergüenza es robar y no poder llevarse nada!». Nunca estuve de acuerdo con eso. La vergüenza, en la acepción que la asocia con el sentimiento de culpa, es un mecanismo de control moral que desarrollamos desde los tres años de edad, a veces un poco antes. Muchos estudiosos argumentan en la actualidad que este sentimiento es perjudicial, que limita nuestro potencial y nos reprime como si fuera «un carcelero del alma». Estoy de acuerdo en parte. A nadie le gusta sentirse condenado por las miradas ajenas. Sin embargo, me gusta pensar que culpa y responsabilidad son cosas diferentes y que, hasta cierto punto, se anulan mutuamente. ¿Qué opinas?
Imagino el regreso de Jesús no como un día de ajuste de cuentas, sino como un momento de alegría, una ocasión feliz. Sin embargo, muchos se arrepentirán por haber dudado de este encuentro o por no haberse preparado para él (ver Mat. 25: 24-30). Olvidaron que el cuerpo es la casa de Dios (1 Cor. 3: 16) y que es necesario cuidar bien esta casa. Ser un siervo fiel no es algo fuera de este mundo. Cuidar la casa ajena tiene sus encantos, pero también hay límites que no debemos traspasar. Piensa en esto la próxima vez que quieras impresionar a tus amigos, satisfacer alguna necesidad o llevar a cabo algún plan elaborado durante el fin de semana. La casa es prestada. ¡No lo olvides!