29 marzo | Jóvenes
«Y mientras comían, dijo: “De cierto os digo que uno de vosotros me va a entregar”» (Mat. 26: 21).
¿Alguna vez has escuchado un sermón y tuviste la sensación de que fue hecho a tu medida? Sucede, ¡y no siempre es fácil lidiar con eso! Sin embargo, el problema más grave ocurre cuando, en lugar de tomar lo que escuchamos como una lección para nuestra propia vida, lo aplicamos a la vida de los demás. En la Última Cena, la actitud de los discípulos de Jesús ilustra bien esta realidad. El Maestro reveló que uno de ellos lo traicionaría. Entonces, evidenciando su inseguridad respecto a sí mismos, buscaron liberarse del peso de esa culpa («¿Soy yo?», preguntaron uno a uno). Todos allí tenían defectos. Traicionar o no a Jesús sería solo cuestión de tiempo y circunstancias. Judas entregaría a Cristo, Pedro lo negaría tres veces y los demás huirían, temiendo por sus vidas. Si todos corrían el riesgo de traicionar a Jesús, ¿por qué entonces cada uno intentaba quitarse el problema de encima en lugar de afrontarlo?
En cierta ocasión, un pastor predicó un sermón sobre cómo los chismes destruyen las relaciones en la iglesia. El tema venía a cuento. Con frecuencia, los miembros de esa comunidad se involucraban en intrigas y difamaciones. Al final del culto, uno de los mayores causantes de confusión en la iglesia se acercó al pastor y le dijo: «¡Gran sermón! Lástima que la persona que más necesitaba escucharlo no vino a la iglesia hoy».
Somos expertos en proyectar nuestros defectos en los demás. Por eso a veces alejamos a las personas de nosotros mismos. Pensar que el problema siempre es del otro, y nunca mío, es una actitud que deshace amistades, destruye matrimonios, dificulta el trabajo e infantiliza a personas que deberían estar esforzándose por ser mejores de lo que son. No esperes a que el otro cambie. Cambia tú. Aunque «el otro» deje la iglesia o se traslade, el problema no termina por eso. ¿Sabes por qué? Porque yo me quedé y yo no cambié.
La salida es mirarse al espejo, especialmente a esa parte de ti con la que no te identificas o que no reconoces como tuya y para la cual, por tanto, no buscas solución. La Biblia llama a esto arrepentimiento y confesión. Este proceso comienza cuando dejas de exigir a los demás cambios que tú mismo no estás dispuesto a aplicar. Es una actitud diferente, inusual, pero que Dios, con su infinito poder, hace posible. Ora y pídele a Jesús que te ayude. Dile: «Señor, deseo que la realidad de la iglesia cambie, comenzando por mí».