4 abril | Jóvenes
«Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”» (Luc. 15: 18).
En ciertas situaciones, no sabemos a dónde ir o a quién acudir. A veces, ni siquiera tenemos a dónde volver. Esto le sucedió a Dione. Cuando se fue de su hogar, pensó que le iría bien, pero no fue así. Le habían ofrecido mucho dinero para transportar drogas. A pesar del riesgo, aceptó. Como resultado, fue arrestado y tuvo que cumplir su condena en una prisión en medio de la nada, lejos de su casa.
En prisión, los días parecían interminables. Los remordimientos lo atormentaban. Quería ser libre de nuevo. Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha de su salida de la cárcel, sintió que tal vez no valía la pena regresar. ¿Regresar a dónde? ¿Regresar para qué? ¿Regresar a quién? Sus padres lo habían abandonado cuando era pequeño. La tía que lo había criado había fallecido. Los demás miembros de la familia, pocos y distantes, no estaban en condiciones de ayudarlo a empezar de nuevo. Dione comprendió que tendría que seguir adelante en la vida sin la ayuda de nadie más.
¿No es terrible la sensación de culpa y abandono? Así se sintió el hijo perdido en la parábola que contó Jesús. En esa historia, todo sucedió debido a una decisión impulsada por la ambición exagerada y el deseo de vivir de manera desenfrenada. Los sueños de grandeza del hijo no se cumplieron. Gastó todo. Perdió la dignidad y casi la vida.
Sin embargo, tuvo el coraje de deshacer el nudo que él mismo había atado. Recapacitó, admitió su error, retrocedió y pidió perdón. ¿Y entonces? Un padre auténtico no dejaría de recibir de vuelta al hijo querido que acababa de demostrar que había aprendido la lección, ¿verdad? El joven de la parábola tenía a dónde regresar. Dione, no. Pero decidió empezar de nuevo en el lugar donde lo dejaron cuando fue liberado. Optó por «florecer donde estaba plantado». Se sentía arrepentido y transformado, y por eso, pese a todo, tenía un futuro prometedor.
¡Ojalá siempre tuviésemos un lugar al cual regresar! ¡Ojalá siempre hubiera alguien esperándonos al final del día con ansias y amor! Desafortunadamente, no siempre es así. Por eso, cuando en esta tierra miremos alrededor y no encontremos una salida, recordemos que nuestro verdadero hogar es la casa del Padre. Cuando todos fallen, Dios no fallará: «Aunque mi padre y mi madre me dejen, con todo, Jehová me recogerá» (Sal. 27: 10). Yo creo en estas palabras. ¿Y tú?