¿Puede Dios cambiar mi vida?

Capítulo 5 | Sumario de este capítulo

Una tendencia al mal

Alejados de Dios

La única solución

Tres actitudes hacia Jesús

El último minuto de su vida

Francisco de Asís Pereira, asesinó a once mujeres después de violarlas en un parque de las afueras de la ciudad de San Pablo (Brasil). Su estrategia era la misma en todos los casos. Encontraba a sus víctimas en supermercados y paradas de autobús y se presentaba como un buscador de talentos que descubre bellezas para una agencia de modelos. Después, con el pretexto de fotografiarlas, las llevaba a un parque y allí las violaba y ahorcaba con una soga. Los cuerpos de ocho mujeres asesinadas fueron encontrados en un radio de doscientos metros.

En las crónicas de la policía brasileña, Francisco de Asís figura como uno de los peores psicópatas de la historia de este país. La pista que condujo al asesino, que trabajaba como mensajero con una motocicleta, la dieron otras siete mujeres atacadas por el maniaco y que, por casualidad, lograron salvarse. Con los datos que aportaron estas víctimas, se pudo realizar un retrato robot del homicida y se difundió en los medios masivos de comunicación.

Su búsqueda duró veintitrés días, hasta que fue detenido por casualidad en la frontera entre Brasil y Argentina, a 1.500 kilómetros de San Pablo. Después de cruzar el río Uruguay, que marca el límite entre los dos países, Francisco pidió alojamiento en la casa de un pescador de la zona, el cual había visto la noticia por televisión y llamó a la policía.1 Durante el juicio, los abogados defensores insistían en que Francisco era un psicópata que no tenía noción de los hechos, hasta que él mismo dijo al juez: «Nunca le dije esto a nadie. Yo tengo una fiera asesina dentro de mí. Es una fiera fea, perversa, que no logro controlar. Hay días que no salgo de casa porque sé que la fiera se va a despertar. Me acuesto, me cubro la cabeza con la manta y rezo para poder controlarme, pero no puedo». 2

Una tendencia al mal

La expresión «una fiera asesina» que Francisco decía tener dentro de sí resulta espeluznante. Lo cierto es que, desde la entrada del pecado en el mundo, todos los seres humanos tenemos una «fiera» dentro. Tal vez no sea necesariamente «asesina», pero es una fiera incontrolable que nos conduce a hacer lo que no queremos. Más de un ser humano, al ver las consecuencias terribles de sus desastrosas decisiones, ha llorado preguntándose; «¿Por qué lo hice?». Y no ha podido encontrar la respuesta. Hasta el gigante del cristianismo, el apóstol Pablo, confesó un día: «No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí. Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?» (Romanos 7: 15-24).

Esta última frase es el grito desgarrador de alguien que desea conducirse de una manera correcta pero no puede porque dentro de sí existe «una fiera» que lo lleva a hacer lo que no quiere. Pablo dice «el pecado que habita en mí». ¿A qué se refiere cuando menciona al pecado como la causa de todos sus problemas? ¿Qué es el pecado? ¿Cuál sería la mejor manera de definirlo? Para eso, necesitamos leer varios versículos de la Biblia.

Empezaremos con el capítulo 3 de Génesis. Allí no se define el pecado, sino que se describe la actitud pecaminosa del ser humano. De esa actitud se puede deducir qué es el pecado.

¿Qué sucedió en el Edén? Adán y Eva se vieron tentados a comer del fruto que Dios les había dicho que no les pertenecía. En realidad, no había nada de misterioso en aquel fruto. El problema no estaba en el fruto en sí, sino en la desconfianza de los seres humanos. Dios había dicho una cosa y ellos hicieron otra diferente. Podemos llamar a esta actitud rebeldía, desobediencia o insubordinación a la autoridad divina. Tal vez por eso, Juan define al pecado como «transgresión de la ley» (1 Juan 3: 4).

Pero hay un aspecto del pecado que debe quedar bien claro. Tiene que ver con la primera parte del texto de Juan. Él dice: «Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley» (1 Juan 3: 4, RVR1995). Si Juan dice, «infringe también», es porque el pecado, antes de ser transgresión de la ley, es otra cosa.

PALABRAS DE LA BIBLIA TRADUCIDAS POR ‘PECADO’

El concepto de pecado en la Biblia es muy amplio. Por eso es importante conocer sus diferentes significados.

PALABRA

SIGNIFICADO

REFERENCIA

Hattat (hebreo)

‘Fallar la marca’, ‘no dar en el blanco’. La idea es que no cumple la norma de Dios.

Jueces 20: 16; Job 5: 24; Levítico 5: 5, 16; Salmo 51: 4
‘Awôn (hebreo)

Tiene la idea de una intención equivocada. Se traduce como ‘iniquidad’ ante Dios. Conlleva la noción de torcer. Además, se refiere a falsedad, decepción y vanidad.

Génesis 4: 13; 15: 16; Lamentaciones 3: 9; Salmo 36: 3; Proverbios 22: 8
Peshá (hebreo)

Violación de una ley o norma de manera deliberada, premeditada y ansiosa. Rechazo a someterse a una autoridad legítima.

Isaías 1: 2; Jeremías 3: 13; Oseas 7: 13
Reshá (hebreo)

Turbulencia, inquietud, estar desatado, ser culpable de hostilidad hacia Dios y su pueblo.

Isaías 57: 20; Éxodo 9: 7
Hamartía (griego)

‘No dar en el blanco’. Connota el error deliberado de una persona para procurar la voluntad de Dios. Decisión humana de ser hostil al Señor.

Mateo 1: 21; Romanos 5: 12; Juan 9: 41; 19: 11
Parakoé (griego)

‘Fracasar en escuchar’ o ‘renuencia a escuchar’. Se traduce como ‘desobediencia’ y ‘deslealtad’.

Romanos 5: 19; 2 Corintios 10: 16; Hebreos 2: 2
Parábasis (griego)

Ruptura deliberada de la ley, violación a un mandamiento, avance a una zona prohibida. Se traduce como ‘transgresión’ o ‘violación’.

Romanos 4: 15; Gálatas 3: 19; Hebreos 2: 2
Paráptoma (griego)

Un resbalón o caída. Se traduce como ‘ofensa’, ‘delito’ y ‘caída’.

Mateo 6: 14-15; Romanos 4: 25; 5: 15; 11: 11-12
Anomía (griego)

Infracción de la ley. Se traduce como ‘maldad’ o ‘iniquidad’.

Mateo 7: 23; 13: 41; Romanos 4: 7; 1 Juan 3: 4
Adikía (griego)

Ausencia de justicia. Se traduce como ‘impiedad’ y ‘maldad’.

Romanos 1: 18-19; 2 Pedro 2: 15; 1 Juan 5: 7

Volvamos al Edén. Antes de comer del fruto, Adán y Eva se habían alejado de Dios y habían seguido su propio camino. Se habían acercado voluntariamente al árbol que él les había advertido que no tocasen. Posteriormente, cuando la serpiente le presentó el fruto a Eva, ella, antes de comerlo, dudó de la palabra de Dios. El Creador le había indicado que si comía de aquel fruto moriría, pero la serpiente echó por tierra el mandato divino. ¡De ninguna manera! Además, le aseguró astutamente que si degustaba el fruto se volvería como Dios. Eva prefirió creer en la palabra de la serpiente y no en la palabra de Dios. Intentó ser feliz a su manera. No comió del árbol con la intención de morir. ¡Ambicionó ser igual a Dios! Pero acabó trayendo la muerte para ella y para la humanidad.

Este concepto se explica mejor al analizar uno de los significados de la palabra que se traduce por pecado en los idiomas en que se escribió la Biblia. Tanto hattat (hebreo) como amartía (griego) significan ‘errar el blanco’.3 Ambas son las palabras más usadas para referirse al pecado, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Apuntar a un lado y disparar a otro. Eso es el pecado. Eva comió el fruto queriendo ser como Dios y acabó trayendo la desgracia al mundo. El pecado siempre actúa de esa manera. Te hace creer que no necesitas de Dios y que puedes ser feliz sin su ayuda, pero acabas iracundo, perturbado y afligido. Yerras el blanco. Anhelas una cosa y terminas alcanzando otra completamente diferente.

Alejados de Dios

El pecado se gesta en la mente. Es la idea absurda de que puedes vivir sin Dios. Es alejamiento, rebeldía e indocilidad. Comienza cuando la duda y la desconfianza se apoderan de tu mente. Por eso, en los tiempos de Israel, cuando un leproso era curado, tenía que mostrarse al sacerdote, y lo primero que este hacía era examinarle la cabeza. La lepra era símbolo del pecado, de modo que inspeccionar la cabeza también era símbolo de que el pecado empieza en la cabeza. Nace a nivel de las ideas y los pensamientos.

Con frecuencia, muchos creyentes viven preocupados por evitar los actos pecaminosos y, sin embargo, la mente es un nido de pecado. En el capítulo 7 de la Epístola a los Romanos, el apóstol Pablo habla de su lucha terrible a nivel de la conciencia. Al decir «el pecado que habita en mí» (versículo 17) se refiere a la naturaleza pecaminosa que surgió en el ser humano después de la caída. En realidad, el gran problema de la humanidad es la naturaleza pecaminosa. Nadie es pecador porque mata, roba o miente, sino que hace todo eso porque es pecador. Si no lo fuese, jamás cometería actos pecaminosos. El apóstol Pablo, dice: «Las obras de la naturaleza pecaminosa se conocen bien: inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas» (Gálatas 5: 19-21).

Todas las acciones malas que hacemos son obra de la naturaleza pecaminosa, frutos del pecado, consecuencias de estar alejados de Dios. Por lo tanto, antes de llegar a los actos, el pecado es una condición; es decir, el estado de alejamiento de Dios. Y lo peor es que todos nacemos en esa situación. David dice: «Yo sé que soy malo de nacimiento; pecador me concibió mi madre» (Salmo 51: 5). Él se refiere a la naturaleza pecaminosa, que los teólogos llaman «pecado original», que es diferente de la «culpa original». La Biblia no apoya la idea de «culpa original». Un niño nace con pecado original, con la tendencia al pecado, alejado de Dios por naturaleza, pero no tiene culpa.

La única solución

Nadie es culpable por haber nacido en situación de pecado. La culpa empieza cuando el ser humano se niega a hacer uso del remedio, porque el remedio existe. Jesús vino a este mundo «para que en él recibiéramos la justicia de Dios» (2 Corintios 5: 21). Jesús es la única solución para el problema del pecado. ¿Por qué? Primero, porque él cargo sobre sí el pecado de todos nosotros y nos libró de la condenación. Segundo, porque él es la propia justicia de Dios y, solo en él, el ser humano puede ser justo. Todo lo que necesitas hacer es ir a Jesús, el único que puede justificarte ante Dios y vivir en permanente comunión con él. No existe justicia lejos de Jesús. Separado de él, la vida humana no tiene sentido. Así lo dijo el propio Jesús: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Juan 15: 5).

Tal vez te preguntes, ¿qué debo hacer para ser salvo? Haz lo que hizo un hombre hace más de veinte siglos. La historia lo registra así: «Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, lo crucificaron allí, lo mismo que a los malhechores, uno a la derecha de Jesús y otro a su izquierda. […] Luego dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”» (Lucas 23: 33, 42). Esta es la historia de un hombre que aceptó a Jesús en el último momento de su vida. Estaba agonizando, no sabía qué más hacer ni a dónde ir. ¡Bendito Jesús que lo siguió llamando hasta en la hora de la muerte! ¿Cómo había llegado ese hombre a la cruz? ¿Qué es lo que había hecho?

De la ciudad de Jerusalén salían dos caminos. Uno de ellos bajaba a Jericó y el otro subía hacia el monte Calvario. El primero era un camino peligroso, lleno de emboscadas. Allí, los malhechores cometían sus fechorías amparados por las sombras de la noche. Allí, en la oscuridad semejante a la del pecado, abusaban de sus víctimas, las robaban y las mataban. Por supuesto, creían que nunca serían descubiertos. Así es el pecado. Al principio te hace sentir poderoso. El sabor embriagador del placer te anestesia y pierdes la noción de las consecuencias.

En aquel camino angosto que descendía a Jericó, los criminales vivían su vida depravada, sin restricciones, creyéndose dueños del mundo. Argumentaban, discutían y trataban de justificar sus actitudes. Vivían desesperados y vacíos, pero continuaban en sus caminos delictivos, tratando de alguna manera de encontrar un sentido para sus vidas. Pero se olvidaban de que un día, por haber escogido ese camino, tendrían que subir el otro, el que conducía al Calvario, para pagar por sus errores.

¿A QUÉ LADO DE LA CRUZ ESTÁS?

El mal ladrón

El buen ladrón

  • ¿Crees que la vida es injusta contigo y que no mereces lo que te sucede?
  • ¿Te la pasas culpando a Dios de tus dificultades?
  • ¿Dudas de su amor y soberanía divina?
  • ¿Le exiges que te libre de tus problemas?
  • ¿Reconoces que las malas decisiones de tu vida son responsabilidad tuya?
  • ¿Crees que Dios no es el causante de tus angustias?
  • ¿Estás convencido de su amor y soberanía?
  • ¿Le pides que haga su voluntad en tu vida?

El monte Calvario era un sitio para crucificar a los delincuentes condenados. La muerte en la cruz era la peor de las muertes. El malhechor era clavado vivo en una cruz. Nadie muere porque se le hacen algunas heridas en las manos y en los pies. Esos no son puntos vitales. Si los clavos fuesen colocados en el corazón, el delincuente podría morir de manera instantánea. Pero no. El miserable se quedaba allí en la cruz, a veces varios días. Todo dependía de su resistencia.

De día, el sol castigaba inclemente su cuerpo herido. Las moscas eran atraídas por la sangre seca de las heridas y el crucificado no podía espantarlas. La ley no permitía que se le diese nada, con excepción de un poco de vinagre en los labios. De noche, el viento azotaba sin piedad el cuerpo del torturado.

Entonces, el delincuente suplicaba a los soldados:

—¡Por favor, mátenme! ¡No me dejen aquí! ¡Quiero morir! ¡Acaben conmigo de una vez!

Pero la ley no lo permitía. El hombre tenía que morir lentamente. La muerte en la cruz era cruel. Representaba la venganza de la sociedad contra los hombres que habían abusado de ella. Todo el mundo estaba de acuerdo en que aquellos hombres merecían morir de esa manera.

Imagina la escena bíblica del monte Calvario. Encima de la montaña hay tres cruces. En la del centro está el que supuestamente es el peor de los tres: Jesús. Los que lo flanquean están allí porque transgredieron la ley de Dios. No obstante, Jesús había sido acusado de transgredir levemente la tradición de los hombres. ¡Vaya paradoja! El moralismo barato jamás entenderá la diferencia.

Allí está Jesús, colgado entre dos ladrones. Necesitamos entender esa actitud de Cristo. Las últimas horas de su vida las pasó entre dos delincuentes. ¿Sabes por qué? Porque Jesús había venido a este mundo a salvar al pecador, a buscar a los que no tienen esperanza, a los que no saben a dónde ir, a los que, en la opinión de los hombres, son un caso perdido.

Jesús vino a este mundo y durante toda su vida buscó a ese tipo de personas. Por eso, un día llegó a Jerusalén. Era un día de fiesta. Él se dirigió a la puerta situada cerca del estanque de Betesda. Allí se encontraba un grupo de personas afligidas lamentando la triste consecuencia de sus malas decisiones. Jesús siempre sabía dónde encontrarlas. Sanó a un hombre que llevaba 38 años enfermo a causa de sus malos hábitos de salud. ¿Acaso no es una buena noticia para alguien que en el pasado anduvo por caminos de pecado y hoy vive presa del sentimiento de culpa? Jesús vino a morir justamente por los hombres que tienen un pasado nefasto. Jesús murió para devolverles la dignidad y la paz.

Sigue imaginando conmigo el monte Calvario. Mira las tres diferentes reacciones de las personas que se encuentran en el monte. Uno de los malhechores es un incrédulo; solamente sabe criticar a Jesús. El otro se arrepiente de su vida pasada y lo acepta como Salvador personal. La multitud simplemente lo mira con indiferencia.

Tres actitudes hacia Jesús

Hoy también existen esos tres tipos de actitudes. Hay quienes cargan en el corazón un sentimiento de incredulidad y crítica para todo aquello que tenga que ver con Jesús y con la religión. Existen otras personas que reconocen su situación pecaminosa, se arrepienten y aceptan a Jesús como Salvador personal. Y también están aquellos que permanecen indiferentes, simplemente mirando, para ver lo que va a suceder.

Pensemos en la actitud del primer ladrón. Aquel que miró a Jesús y le dijo: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lucas 23: 39, RVR1995). «Si tú eres el Cristo». ¿Te has dado cuenta de que mientras Jesús creía en los seres humanos, estos dudaban de él? En el desierto, el diablo le dijo a Jesús: «Si eres el Hijo de Dios, ordena a estas piedras que se conviertan en pan» (Mateo 4: 3). El pueblo dijo: «Que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el Escogido» (Lucas 23: 35). Y el ladrón agonizante mira a Jesús con incredulidad y le dice: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lucas 23: 39, RVR1995).

Mentes perturbadas, asfixiadas por la duda, reclaman una demostración de poder: «Yo creeré en Dios si él es capaz de hacer esto o lo otro. Le entregaré la vida a Jesús, si me da esto o aquello». Todos quieren una demostración de poder. ¿Pero para qué una prueba de superioridad si todo el amor derramado por la sangre de Jesús no era capaz de cautivar esas mentes esclavas de la incredulidad?

LA CONVICCIÓN ESPIRITUAL DEL BUEN LADRÓN EN LA CRUZ LUCAS 23: 40-42

Arrepentimiento «¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque sufres la misma condena?».
Confesión «En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos».
Reconocimiento de la justicia divina «Este, en cambio, no ha hecho nada malo».
Aceptación de Jesús como Salvador personal «Acuérdate de mí».
Fe en la segunda venida de Jesús «Cuando vengas en tu reino».

El mal ladrón exigió que Jesús demostrara su divinidad. Aun sabiendo que iba a morir no cambió su actitud beligerante hacia el único que podía salvarlo. La cruz del Calvario refleja a muchos que mueren en este mundo consumidos por el sol del escepticismo, arrasados por el viento helado de sus dudas. Saben que se encaminan a la muerte. Son conscientes de que la vida se les escapa de las manos, pero aun en tales condiciones siguen exigiendo respuestas a lo que ellos entienden como «pruebas» del poder de Dios: «Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué hay tantos niños pobres en el mundo? Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué mi padre tuvo que morir? ¿Por qué perdí el empleo? ¿Por qué hay tanta injusticia en esta vida?». Se trata de cuestionamientos que reflejan un profundo egoísmo, como si Dios tuviera que resolver lo que nosotros descuidamos en este mundo, o como si él estuviera obligado a asumir nuestra irresponsabilidad en la Tierra.

¡Mentes arrasadas por la duda reclamando una demostración de poder!

Entonces aparece el otro ladrón y recrimina a su compañero, diciendo:

—No te entiendo. Estás muriendo y no quieres aceptar a Jesús. Tú y yo tenemos razón de morir. Somos malos. Vivimos una vida pecaminosa. Hicimos todo mal. Desperdiciamos nuestra vida, arruinamos nuestra juventud, nos dejamos arrastrar por el juego de la nueva moral, pisoteamos principios y valores, hicimos lo que nos dio la gana. Pero este hombre no le hizo mal a nadie.

—¿Qué dices? —responde el otro criminal.

Y era verdad, el único delito de Jesús fue creer en el ser humano. Él nunca hizo mal a nadie. El único delito del que se le podía acusar era haber amado a la gente; haber cambiado la vida de prostitutas, ladrones y parias; haber curado leprosos, devuelto la vista a los ciegos y levantado paralíticos; haber convencido a los fracasados de que podían alcanzar importantes logros. ¿De qué más podían acusarlo?

Pero los judíos vivían esclavizados a un moralismo barato. Intentaban ganar la salvación por su buena conducta, por su comportamiento correcto, siguiendo una cultura de la simulación espiritual. Pretendían obedecer sus propias normas con una rigidez militar. Y, de repente, aparece Jesús ofreciéndole salvación a una ramera que vendía su cuerpo en la calle, a un delincuente que, incluso, estando en la cruz, podía alcanzar la salvación. Su mensaje incluía a los leprosos, a los viciosos, a los esclavizados en la miseria del mundo. Aquellas personas que se consideraban perfectas y puras, esforzándose por ganar la salvación a través de diversas prácticas religiosas, no podían entender eso. «¡Cómo! ¿Acaso yo, que me esfuerzo para no robar, no matar o no cometer adulterio, me voy a salvar juntamente con este hombre que vivió pecando toda su vida y en el último momento de su vida se arrepintió? ¡Eso no es justo!».

Era demasiado duro, pero era la realidad del evangelio que Jesús había venido a establecer. Él vino para sacudir los cimientos de un pueblo que fundaba su salvación en las buenas obras. Vino a enseñar a los seres humanos que la salvación no depende de lo que tú haces, sino de lo que él hizo por ti. Vino a decirte que necesitas ir a él como estás, porque te ama, te recibe y, viviendo en ti, puede transformar tu vida y conducirte a experimentar una vida de obediencia.

Hay algo fundamental en la vida cristiana: si estás viviendo una vida de pecado, aun así eres muy amado a los ojos de Dios. Por supuesto que no aprueba tus acciones, pero no te rechaza como persona. Te ama, a pesar de tus caídas. Él no aprueba lo que haces, pero no deja de amarte.

Jesús no vino a este mundo solo para perdonarte. Vino también para transformar tu vida. No vino solo para librarte de tu pasado de derrotas, sino también para darte un presente de victorias y un futuro esperanzador. Por eso, no necesitas estar triste creyendo que no hay salvación para ti. No importa cómo estás viviendo en este momento. No importa quién eres. No es relevante cuántas veces intentaste salir de esta situación y no pudiste. Jesús puede transformar completamente tu vida.

El último minuto de su vida

En el último minuto de su vida, Jesús logró conquistar el corazón de uno de los ladrones. Allí, colgado en la cruz, aquel hombre le dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23: 42). «Acuérdate». ¿Qué había de bueno en la vida de ese ladrón que valiese la pena recordar? Solo decisiones equivocadas, violencia y rapacidad. Una desafortunada historia de esclavitud y miseria. Seguramente no era aquella la primera vez que el ladrón veía a Jesús. Ya lo había visto en otras ocasiones y hasta había sentido en más de una ocasión la intención de entregarle el corazón; pero estaba tan enlazado a su vida de pecado que dejó pasar el tiempo, pensando que la vida era corta y había que aprovecharla. Lo que él no sabía era que esa vida de errores lo conduciría finalmente a aquel fin trágico en la cima del Calvario.

Pero ahora, en el último momento de su vida, ve a Jesús sufriendo y le dice: «Señor, yo creo en ti, a pesar de que estás muriendo».

Este hombre no necesitó ninguna demostración de poder. Muchos fueron atraídos por el Cristo que multiplicó panes, curó leprosos y resucitó muertos. Pero este hombre creyó en un Cristo que estaba muriendo. Este delincuente fue conquistado por el amor, no por el poder. Por eso, se aferró a la esperanza de la salvación con las fuerzas que le restaban y dijo: «Señor, no te soltaré si no me bendices. No soy nadie. Pero, por misericordia, ¡acuérdate de mí!».

Tal vez tu pasado no sea algo de lo que te enorgullezcas. Es posible que esté lleno de deslices que te avergüenzan. Quizás, muchas veces, tendido en la cama, has sentido las lágrimas correr por tus mejillas, y has dicho: «¡Señor, líbrame de mi pasado!».

Entonces, piensa en esto. Nadie se va a perder por causa de su pasado. Si un día alguien se pierde será porque no supo aprovechar el presente. El ladrón tenía un pasado tormentoso, no había en él nada que valiese la pena ser recordado. Pero tenía un presente y en ese presente estaba el Señor Jesús. Mientras el otro se burlaba, exigía pruebas de poder, insultaba, criticaba y condenaba a Cristo, el segundo criminal creyó en Jesús y le confió el minuto de vida que le restaba.

¡Qué gran día para aquel hombre! Al amanecer tenía miedo de morir. Al mediodía lo sacaron de la prisión, lo hicieron cargar su cruz en medio de una multitud que lo insultó y aplaudió su castigo hasta llegar a la cima de la montaña. Al atardecer, ya estaba colgado, agonizando como un animal herido de muerte, atormentado por su triste pasado. Pero en el minuto final de su existencia, encontró a Jesús a su lado, y bastó con decir: «Acuérdate de mí». Hoy, su resurrección está garantizada. Cuando Cristo vuelva, él tendrá un lugar en el reino de los cielos.

Ahora bien, uno corre el riesgo de pensar: «Vaya, quiere decir que yo puedo seguir viviendo en el pecado y arrepentirme en el último minuto de mi vida». Sí, puedes hacer eso. Solo que, tal vez, no sea la mejor decisión. Aquel ladrón se arrepintió y fue salvo en la cruz, pero tuvo que morir. Él recibirá la vida eterna cuando Jesús vuelva. ¿Pero por qué ser salvo para morir, si puedes ser salvo para continuar viviendo y disfrutando del amor de los tuyos? Esa es la clave del problema.

La pregunta que todos debemos responder es: ¿Por qué no entregar el corazón a Jesús ahora que todo está bien? Si piensas que no vales nada, ven a Jesús. Si eres un buen ciudadano, lleno de cualidades, ven también. Tanto si tienes muchas posesiones como si no las tienes, ven a él.

¡Hoy es el día de la buena nueva! ¡Hoy es el día de la salvación!

NOTAS

1. Veja, 12 de agosto de 1998.

2. L. Alcalde, L. C. Dos Santos, Caçada ao maníaco do parque, São Paulo: Editora Escrituras, 2000.

3. B. A. Milne, “Sin”, en D. R. W. Wood, I. H. Marshall, A. R. Millard, J. I. Packer, & D. J. Wiseman (Eds.), New Bible Dictionary, Leicester, England/ Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1996, pág. 1105.