Lección 7
estudiaremos dos relatos del Evangelio de Juan que reflejan el maravilloso amor de Dios por nosotros. Comenzaremos con la historia de Nicodemo y luego analizaremos la historia de la mujer adúltera. Comencemos leyendo Juan 3: 1-18 y Números 21: 4-9. Ahora leamos Juan 8: 2-11 y, mientras lees este relato bíblico, anota las frases o palabras que te llamen la atención.
ESTUDIEMOS
Nicodemo era un fariseo y, como tal, observaba cuidadosamente la Ley y tenía en alta estima las tradiciones de los ancianos. Aunque su nombre era de origen griego, también lo usaban los judíos. Pero él no era un judío común; era un dirigente de los judíos y, seguramente, miembro del Sanedrín, el concilio con potestad sobre asuntos políticos y religiosos (Juan 7: 45-52). Nicodemo guardaba, enseñaba e interpretaba la ley. Parecía tenerlo todo en su lugar. El dirigente abre de manera diplomática el diálogo con una impresionante declaración: «Rabí, sabemos que has venido de Dios […], porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él» (Juan 3: 2). Curiosamente, habla en plural: «Sabemos». Está representando a la élite gobernante, gente religiosa y educada.
Pasando por alto la esperada adulación, Jesús introduce su devastador comentario con un enfático «de cierto, de cierto te digo» (vers. 3). En una frase, Jesús desmorona todas las creencias de Nicodemo respecto a cómo alcanzar la salvación. En el único pasaje de este Evangelio en el que se menciona el reino de Dios (vers. 3-5), Jesús explica que lo que cree Nicodemo no es suficiente para ser salvo. Jesús también se dirige a Nicodemo en plural, tal vez para enviarle un mensaje al grupo que él representa o a la raza humana en general. «No te sorprendas de que te haya dicho: Tenéis que nacer de nuevo» (3: 7, NVI, el destacado es nuestro). Me pregunto si muchos de nosotros quedamos sorprendidos o desconcertados cuando comprendemos que cumplir la Ley no es suficiente para la salvación.
Entonces Jesús le cita la historia de la serpiente en el desierto. Nicodemo conocía la historia de Israel como la palma de su mano, pero Jesús decide explicarle la salvación mediante este relato que se encuentra en Números 21: 4-9. Dedica un momento a su lectura. El pueblo de Israel estaba cansado e impaciente, odiaban la comida, aborrecían todo… y Dios le retira su protección en medio de aquel miserable desierto. Las serpientes venenosas comienzan a morder a la gente y muchos mueren. Israel se arrepiente. Le piden a Moisés que interceda ante el Señor por ellos. Y Dios les propone lo que parece ser el más ridículo antídoto que alguna vez se haya propuesto contra la mordedura de serpientes: «Hazte una serpiente ardiente y ponla sobre una asta; cualquiera que sea mordido y la mire, vivirá» (vers. 8). Es natural que el que ha sido mordido quiera beber algo o recibir una inyección para contrarrestar el veneno. Así funcionan los antídotos. La persona tiene que introducirlo en su cuerpo. Pero en este caso la salvación ocurría cuando
los que habían sido mordidos miraban con fe a la serpiente de bronce. La salvación estaba fuera de sí mismos, colgada en un poste.
En esta historia se encuentra el pasaje más conocido de toda la Biblia: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.» (Juan 3: 14-17, el destacado es nuestro).
¿Por qué Jesús se identificaría con una serpiente? ¿Acaso la serpiente no representa al diablo, al mal, al pecado? ¡Ciertamente! Y esa es la belleza de este símbolo. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5: 21).
COMPRENDAMOS
GRACIA, LEY Y JUICIO: La Ley de Dios nos da una vislumbre de su carácter y de la belleza que él desea para la humanidad. No es una lista arbitraria de «reglas», sino una descripción de lo que él, como nuestro Padre, desea para nuestras vidas. Verdaderamente podemos decir con el apóstol Pablo: «De manera que la Ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno» (Romanos 7: 12). Podemos sintetizar el propósito de la Ley en la vida del cristiano en tres principales categorías:
Lamentablemente, debido a nuestra naturaleza caída, la Ley de Dios no puede salvarnos, aunque es santa y buena. Dios tuvo que idear otro plan aparte de la Ley para salvarnos. Este sorprendente plan se llama gracia, y se cumplió cuando Jesús tomó nuestro lugar en la cruz: «Pero ahora, aparte de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los Profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Romanos 3: 21-24, el destacado es nuestro). Esta es la relación entre la gracia, la Ley y el juicio. Cuando hablamos de ser «justificados», ya conocemos el veredicto del juicio: somos declarados «justos» o «no culpables», debido al rescate pagado por Jesús, al que nosotros aceptamos por fe (ver Romanos 3: 25-26). Por eso, los que están bajo la gracia, ya no están bajo el juicio de la Ley.
Comentando Romanos 3: 21-26, Moo sintetiza estos conceptos con una claridad meridiana: «Pablo, entonces, está diciendo que todos los humanos han fallado en “ser a la imagen de Dios", para lo que fueron creados; y el verbo, en tiempo presente, en combinación con Romanos 8, muestra que aun los cristianos “están destituidos” de alcanzar el blanco hasta que sean transformados por Dios en el día final […]. Pablo usa por primera vez el verbo “justificar” (dikaioõ) en Romanos para describir su distintiva comprensión de la salvación cristiana. En estos contextos, Pablo usa el verbo “justificar", no para ‘hacer justo’ (en un sentido ético), ni simplemente para ‘tratarlo como justo’ (aunque uno realmente no lo sea), sino para ‘declararlo justo'. No como una ‘ficción legal', sino como una realidad legal del mayor significado, ser “justificado” quiere decir ser absuelto por Dios de todos los “cargos” que pudieran ser presentados en contra de una persona debido a sus pecados. Este veredicto judicial —que de acuerdo con la teología judía uno tenía que esperar para recibirlo hasta el juicio final— ahora, de acuerdo con Pablo, es una realidad en el momento en que una persona cree. Este acto de justificación puede considerarse propiamente “escatológico” [un evento del fin del tiempo], como si el último veredicto acerca de nuestra posición con Dios es ahora declarado en nuestra realidad presente. También característico en la teología de Pablo es su énfasis acerca de que este veredicto justificador es un “regalo"; somos “justificados gratuitamente por su gracia". “La gracia” es uno de los términos más significativos de Pablo. Típicamente lo usa, no para describir una cualidad de Dios, sino para la forma en que Dios ha actuado en Cristo; no constreñido por nada fuera de su propia voluntad. El veredicto justificador es totalmente inmerecido. Nadie pudo haber hecho, ni puede hacer, nada para merecerlo. Para Pablo, esta creencia es un “postulado teológico", y es la base para su convicción de que la justificación no puede ser obtenida mediante las obras de la ley (ver Romanos 4: 3-5, 13-16; 11: 6), sino solamente por la fe» (Moon, The Epistle to the Romans [NICNT] págs. 226-228).
Ahora personalicemos esta realidad. Llena los espacios en blanco con tu propio nombre:
«Porque de tal manera amó Dios a , que ha dado a su Hijo unigénito para que que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Paráfrasis de Juan 3: 16).
GRACIA Y PLENITUD: Dios desea una vida de felicidad y plenitud para sus hijos, y su gracia nos brinda oportunidades de libertad de y para: libertad de la culpa, de la vergüenza y de los hábitos que nos esclavizan; y libertad para vivir nuestras vidas con gozo, gratitud y propósito; vidas para su gloria y para nuestra felicidad. No existe poder mayor para transformar nuestras vidas que el poder de la gracia. A diferencia de las motivaciones extrínsecas, la gracia nos motiva intrínsecamente, desde dentro de nosotros mismos.
«En su acto de perdonar a esta mujer [adúltera] y estimularla a vivir una vida mejor, el carácter de Jesús resplandece con la belleza de la justicia perfecta. Aunque no toleró el pecado ni redujo el sentido de la culpabilidad, no trató de condenar sino de salvar. El mundo tenía para esta mujer pecadora solamente desprecio y escarnio; pero Jesús le dirigió palabras de consuelo y esperanza. El Ser sin pecado se compadece de las debilidades de la pecadora, y le tiende una mano ayudadora. Mientras los fariseos hipócritas la denuncian, Jesús le ordena: “Vete, y no peques más". […] Los hombres aborrecen al pecador, mientras aman el pecado. Cristo aborrece el pecado, pero ama al pecador; tal ha de ser el espíritu de todos los que le sigan. El amor cristiano es lento en censurar, presto para discernir el arrepentimiento, listo para perdonar, para estimular, para afirmar al errante en la senda de la santidad, para corroborar sus pies en ella» (Elena G. White, El Deseado de todas las gentes, pág. 427).
Saber que Dios nos ama, a pesar de lo que hayamos hecho o llegado a ser, es el comienzo de una nueva vida. Por eso es tan importante prestar atención al orden de las frases de Jesús, pues él nos sigue hablando de la misma manera. Primero: «Ni yo te condeno»; entonces, «vete, y no peques más». Su amor y su gracia precede a nuestro arrepentimiento, nuestra confesión y nuestra transformación.
REFLEXIONEMOS
Era un hermoso día soleado, Patrick, mi esposo, estaba caminando con un amigo hacia la oficina cruzando un largo puente sobre la transitada Panamericana, una autopista de alta velocidad en la ciudad de Buenos Aires (Argentina). El extenso puente estaba diseñado para coches, pero también tenía una travesía para peatones, además, los bordes del puente estaban cerrados con una valla protectora metálica de poco más de un metro de altura. En la mitad del puente, observaron a un hombre con una mirada de angustia en su rostro que se había detenido allí. Cuando Patrick alcanzó el final del puente, se volvió para ver si el desconocido estaba bien, debido a la expresión extraña que había visto en sus ojos. Entonces, vio que el hombre estaba subiendo una de sus piernas por encima de la valla metálica. Patrick comenzó a correr hacia el extraño y, cuando estaba muy cerca, el hombre ya había logrado subir su otra pierna y estaba del otro lado de la valla, listo para saltar hacia el vertiginoso tráfico que pasaba por debajo. Ya nada le impediría arrojarse a una muerte segura.
Sin un segundo que perder, mi esposo tomó al hombre por detrás con ambos brazos y lo sostuvo tan firmemente como pudo. La barrera metálica estaba entre ambos pero su altura no lo privó de apretar ambas manos contra el pecho del hombre, lo cual impedía que lograra su objetivo de saltar. El hombre gritaba: «¡Déjeme hacerlo! ¡Déjeme!». Pero Patrick no lo soltaba, y mientras le decía: «¡Dios te ama! ¡Dios te ama!». El tiempo pareció detenerse mientras luchaban el hombre por la muerte y Patrick por la vida. Después de unos pocos minutos, el hombre comprendió que Patrick no lo iba a soltar; comenzó a llorar y a explicarle que, desde hacía tres días, le había sido imposible comprar la leche para su hijita. Estaba desesperado, sin dinero y sin salida. Al final, volvió al lado interior del puente y, entre sollozos, le dijo que era cristiano pero, en su desesperación, había sido incapaz de pensar correctamente. Estaba sin esperanza y sin ayuda. Cuando este hombre desesperado perdió su capacidad de sostenerse a sí mismo, Dios lo sostuvo con fuerza, esta vez, a través de los brazos de Patrick.
Leamos nuevamente Juan 8: 2-11. Los escribas y fariseos usaron la Ley de Moisés para condenar a esta mujer. ¿Acaso la Ley se opone a la gracia? ¿Cómo reconcilias el hecho de que el mismo Dios que escribió las tablas de la Ley, también escribió en el suelo ese día y no condenó a la mujer culpable? (ver Juan 8: 6-11).
Jesús anunció la sentencia: cualquiera que no tuviera pecado sería el primero en arrojar la piedra… ¿Por qué él no arrojó la piedra siendo que era el único sin pecado? «Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete y no peques más»
(Juan 8: 11). ¿Por qué es tan importante para nosotras hoy tomar nota del orden de las palabras de Jesús dirigidas a la mujer pecadora?
Repite estas palabras de la Escritura en voz alta:
«Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús […] Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Romanos 8: 1, 38, 39, el destacado es nuestro).
VEAMOS A JESÚS EN LAS ESCRITURAS
En esta sección seguiremos explorando la relación entre la santa y perfecta Ley de Dios y la gracia que recibimos mediante el sacrificio de Jesús en nuestro favor. La acusación contra la mujer es clara: adulterio. Es una acusación seria, incluso mencionada en los Diez Mandamientos (ver Éxodo 20: 14; Deuteronomio 5: 18). La ley judía requería testigos para hacer tal acusación, por lo tanto la narración claramente establece que la mujer había sido sorprendida «en el acto mismo» (Juan 8: 4). El adulterio era uno de los tres pecados más graves para un judío; este prefería morir antes que ser sorprendido en un acto de idolatría, de homicidio o de adulterio. A continuación, los escribas y fariseos hacen referencia a la ley de Moisés: «En la Ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?» (vers. 5). Dos pasajes en el Pentateuco tratan de estas leyes: Levítico 20: 10 y Deuteronomio 22: 22-24. Levítico 20: 10 declara: «Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos». No se identifica el método. La ley en Deuteronomio 22: 22-24 requería el apedreamiento solamente si la muchacha era una virgen comprometida para casarse. En la historia que estamos analizando, no se hace mención de tal circunstancia, ni tampoco hay un hombre presente para recibir también la pena de muerte. Tampoco ocurre en la puerta de la ciudad. No cabe duda de que los escribas y fariseos estaban manipulando un tanto la ley. La narración nos dice que el verdadero motivo era probar a Jesús «para poder acusarle» (vers. 6). Pero lo cierto es que, a pesar de las excusas y manipulaciones de sus acusadores, ¡la mujer era culpable!
En este punto, puedes agregar ese pecado del cual te has estado preguntando si la sangre de Jesús es capaz de cubrir: ¿Adulterio, aborto, orgullo, robo, homicidio del cuerpo o del alma, mentiras, maltrato de los hijos, suficiencia propia, etcétera? Estoy segura de que tienes algo que añadir; si piensas que no, bueno, lee 1 Juan 1: 10. Ahora que tú y yo sabemos que somos tan culpables como la mujer adúltera, podemos comprender que esta declaración se aplica a todos nosotros: «Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3: 23). Ahora estás lista para experimentar lo que experimentó la mujer adúltera ese día. ¡Solo los que conocen las malas noticias pueden regocijarse con las buenas!
Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más» (Juan 8: 10-11). ¿Ves? Jesús detuvo este apedreamiento y, pocos días más tarde, el único que estaba calificado para arrojar la piedra la arrojó, pero sobre sí mismo y, al hacerlo, tomó sobre sí el castigo que ella merecía, el que todos merecemos. Cuando Jesús colgaba de la cruz, Juan registra que dijo: «¡Consumado es!» (Juan 19: 30). ¿Qué era lo que se había consumado? Se había consumado toda condenación para los que creen en Jesús, porque el Hijo de Dios, que era sin pecado, había tomado sobre sí la pena de muerte que merecía la humanidad. Todo el sistema de sacrificios de las Escrituras judías señalaba hacia ese preciso momento. No es extraño que en el primer capítulo de este Evangelio, Jesús sea presentado como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1: 29). Jesús siempre nos habla en el mismo orden: primero, «no te condeno»; luego, «vete y no peques más». Dios quiere que vivamos vidas saludables para su gloria y para nuestra felicidad. Pero nunca cambia el orden, nunca dice: «No peques más y entonces no te condenaré». Él ya pagó nuestra pena de muerte sobre la cruz. Si aceptas esto, ya no eres condenada; si lo rechazas, eres condenada como culpable: «El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios» (Juan 3: 18).
RESPONDAMOS AL MARAVILLOSO AMOR DE DIOS
Hay días, que en ocasiones se tornan semanas, meses y años, cuando nos sentimos condenados, culpables y acusados. A veces, son otros quienes nos condenan; otras, nos condenamos a nosotros mismos. La culpa es una pesada carga que nos incapacita y nos impide llegar a ser lo que Dios desea que seamos. Te animo, en el nombre de Jesús, el mismo que detuvo el apedreamiento en la corte del templo, a que hoy mismo te veas libre de ella.
Respondamos a su gracia. Primero, coloquémonos en el medio de la corte del templo. ¿Lista? Esta visualización quizá te sea útil. Siéntate en el suelo, cierra los ojos e imagínate que te encuentras en medio del atrio. Sabes que eres culpable, quizá nadie más lo sabe. Escucha la sentencia de que debes morir; estas son las malas noticias. Ahora confiesa tu pecado, reclama la sangre de Jesús en tu favor y escucha la respuesta de Jesús: «Ni yo te condeno; vete, y no peques más». Estas son las buenas noticias. Deja tu carga a los pies de la cruz. Levántate y comienza a vivir una vida con el pleno potencial que el Espíritu Santo te puede dar, para gloria de Dios. ¡Ahora estás lista para seguir adelante! Escribe este versículo (Salmo 103: 12) en un papel y pégalo en el espejo en que te miras cada mañana: «Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones» (Salmo 103: 12). ¡Su gracia es suficiente! ¡Y su amor es maravilloso!