TABLA DE CONTENIDOS
Capítulo 1: Quédate aquí primero
Capítulo 2: Vive la Palabra de Dios
Capítulo 3: Confía en el cuidado de Dios
Capítulo 4: Comparte el mensaje
Capítulo 5: Repara altares rotos
Capítulo 8: Deja atrás el carruaje
Capítulo 9: Escucha el susurro
Capítulo 10: Llama a tu Eliseo
Capítulo 12: Deja ir a tu Eliseo
DEDICATORIA
Al Creador de los cielos y la tierra. Al Dios vivo, que todavía llama, provee y envía a su pueblo. Esta es tu historia en Elías y en nosotros ahora.
POR QUÉ ESCRIBÍ ESTE LIBRO
El Dios de Elías hizo promesas que cumplió. Él confrontó los pecados de aquellos a quienes amaba. Él proporcionó abundantemente de la nada. Él trajo lluvia al suelo reseco y fuego en contestación a la oración. Se preocupaba por los desanimados. Él desafió con un susurro. Él redimió y envió a los desesperanzados y a los temerosos. Él no ha cambiado. Nosotros sí.
He vivido gran parte de mi vida con poca fe en un dios pequeño. Oraba con poca expectativa de que Dios escuchara y respondiera a mis oraciones. Cuando escuché su voz, rápidamente le expliqué por qué no podría haber sido él. Cuando preguntaba algo sobre mí que iba más allá de mi lógica, algo que confrontaba mi comodidad, yo actuaba como si no hubiera escuchado, o trataba de compensar mi desobediencia al dar algo, pero no aquello que había pedido.
Desde mis primeros recuerdos, cuando era niño, he creído en Dios y he querido servirle. Mis padres me enseñaron que Dios era alguien para amar y que me amó primero. Ellos me enseñaron que Dios era alguien a quien debía obedecer y esa obediencia era el camino de la luz y de la verdadera felicidad. ¡Por esto estoy eternamente agradecido!
A medida que transitaba la adolescencia y era dueño de mi propia fe, atesoré el tiempo del culto diario con Dios, con su Palabra y en oración. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, subconscientemente coloqué a Dios en una caja junto a mis pequeñas expectativas de lo que él podía hacer y haría en mi vida, mi familia y mi mundo.
Pacientemente, el Dios vivo del cielo y de la tierra, me persiguió y me llamó con urgencia para que lo conociera más. Así, ha hecho y continúa haciendo añicos mi ordenada caja de pequeñas expectativas sobre quién es él y qué hará hoy.
Este Dios creador, vivo y amoroso, me impresionó a que escribiera este libro para llamar a jóvenes y mayores a descubrir que el Dios de Elías ¡aún vive hoy! Este Dios nos llama a redescubrirlo y a vivir fielmente para él, sin temores. ¡Esta es la hora!
Capítulo 1
QUÉDATE AQUÍ PRIMERO
«Y Elías tisbita, que era de los habitantes de Galaad, dijo a Acab: “¡Vive Jehová, Dios de Israel, delante de quien estoy, seguramente no habrá rocío ni lluvia estos años, excepto por mi Palabra”» (1 Reyes 17: 1).
Elías entró audazmente en la corte real de Acab, un rey guerrero empeñado en destruir la adoración al Dios creador. No tuvo invitación del rey ni convocatoria de la familia real. ¿Por qué fue hasta allí?
Elías era un hombre con una misión. Fue enviado por Dios. Tenía un mensaje que entregar.
Este mensajero atravesó los controles de seguridad como si no estuvieran ahí. No tenía miedo. No se sentía atraído por el esplendor, la riqueza, la posición, la fama ni los halagos.
Se acercó valientemente al sorprendido monarca y entregó su mensaje sin hacer una reverencia, como indicaba la costumbre, ni entregar regalos. Su voz sonó como un toque de trompeta: «Vive Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi Palabra» (1 Reyes 17: 1). Una vez pronunciado este mensaje, de diez segundos de duración, se fue.
Salió tan abruptamente como había entrado. Toda la corte quedó aturdida. Los sirvientes reales observaron estupefactos, con la boca abierta, mientras el profeta se alejaba. Ciertamente, el rey no estaba acostumbrado a recibir ese trato. Cuando recuperó la compostura, el mensajero había desaparecido.
¿Quién era este Elías? ¿Había nacido en la familia “correcta”? ¿Llevaba un apellido que exigía respeto? ¿Qué sabemos de él?
Las Escrituras pintan un cuadro sombrío de este hombre. “Un varón velludo, y ceñía sus lomos con un cinto de cuero (2 Reyes 1: 8). Su nombre era “Entonces Elías tisbita, que era de los moradores de Galaad...” (1 Reyes 17: 1). Su nombre significa “El Señor es mi Dios”. Llevaba un manto o capa sobre los hombros.1
Eso es todo. Sabemos su nombre, su lugar de procedencia, su manera de vestir y que tenía abundante vello. Esa lista no parece la receta para un hombre extraordinario.
Galaad era una región montañosa al este del Río Jordán. Su nombre significa monte del testimonio o montaña de la alianza. Galaad no es Jerusalén, ni Belén, ni Jericó. Aunque mencionado en otros lugares en las Escrituras, no es un lugar con mucho reconocimiento.
Entonces, ¿qué hizo que Elías se destacara? Las Escrituras lo explican: «Vive Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi Palabra» (1 Reyes 17: 1). Elías sabía dónde estaba: en la presencia de Dios. Conocía la majestad del Eterno; su fuerza y poder, su amor y gracia, su sabiduría y cuidado. Dado que había pasado tiempo en la presencia de Dios, no se acobardó ante la presencia del hombre.
¿Vives asombrado por Dios? ¿Pasas suficiente tiempo a solas con él, en su Palabra, las Escrituras, y en oración como para maravillarte de su carácter y su poder?
Puedes descubrir a este Dios por ti mismo en los siguientes pasajes de la Biblia. Lee atentamente estos textos para descubrir quién es este Dios vivo a través de la historia: Salmo 23; 27: 1; 32: 7-8; 40: 1-5; 46: 1; 103; 104; 139.
Cuando realmente llegamos a conocer a Dios por quién es él, nos sentimos asombrados. Cuánto más descubrimos sobre él, más hay para saber. Su carácter es impecable, su amor es incomparable, sus tiempos son perfectos, su cuidado no tiene igual. ¿Cómo podemos crecer en el conocimiento y la experiencia del Dios del universo?
***
En 2012, observé el bullicio de las primeras horas de la mañana desde la azotea del hotel donde se realizaba una convención en la que era orador. Estaba en Yakarta, Indonesia. Desde la mezquita cercana, la llamada del Imán a la adoración se extendía por todo el vecindario. Escuché y esperé a aquellos a quienes había invitado a acompañarme.
Algún tiempo después, varias decenas de delegados, de varios países, se reunieron conmigo para orar. Yo leí las Escrituras y, luego, todos nos dispersamos por la azotea para orar. Incliné la cabeza, cerré los ojos y comencé a orar cómodamente al Dios que conocía.
Después de unos minutos, el sonido de un llanto silencioso me sobresaltó. Abrí los ojos y vi a un grupo de creyentes, provenientes de un país lejano y con poca libertad religiosa, orando. Nunca olvidaré lo que presencié en aquella ocasión.
Allí, arrodillada sobre la grava del techo, con las Escrituras descansando sobre una repisa a su lado, había una mujer cuyas manos se extendían al cielo, en profunda oración. Mientras lloraba, parecía estar pidiendo algo a Dios. Había gran intensidad e intimidad en su oración. No tenía ninguna duda de que ella sabía que se estaba comunicando directamente con el mismo Dios... y que él la estaba escuchando.
Pensé en cómo yo solía pronunciar oraciones informales y cómodas. Me di cuenta de que la mujer creyente, que acababa de contemplar en oración, tenía una relación con Dios mucho más profunda de lo que yo jamás había experimentado. «¿Cómo puedo tener el tipo de relación que ella tiene con Dios?», me pregunté.
Aquella noche, en mi habitación del hotel, le pregunté a Dios cómo podía desarrollar una relación más profunda con él. ¡Tenía sed de mucho más! Pero no tenía una idea clara de por dónde empezar.
Mientras oraba, Dios me impresionó para que leyera Isaías. 50: 4: «Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que escuche como los sabios».
Dios me mostró que él me despertaría cada mañana, si yo lo invitaba a hacerlo cada noche. Pero yo era escéptico. ¿Dios realmente me despertaría para que pasara tiempo con él? ¿Qué pasaba si me quedaba dormido y perdía mi cita para hablar con él por la mañana? Mi mente estaba plagada de dudas e incertidumbres.
Leí Isaías 50: 4 una y otra vez. Creía que este pasaje era la Palabra de Dios. Creía que Dios puede volver a hacer hoy lo que hizo en el pasado. Entonces, ¿por qué me fue tan difícil renunciar al despertador y confiar en que Dios me despertaría?
Me di cuenta de que decir que creo en la Palabra de Dios y actuar en consecuencia son dos cosas muy diferentes. La Escritura dice: «Tú crees que hay un Dios; bien haces; también los demonios creen y tiemblan» (Santiago 2: 19). Cuando digo que creo en Dios, pero no actúo según su Palabra, mi creencia no es diferente a la de un demonio. ¡Muy aleccionador!
Me acerqué a la mesita de noche y apagué la alarma de mi reloj. Con las luces apagadas y acostado boca arriba, me pregunté si Dios haría por mí lo que su Palabra afirmaba que podía hacer. Elegí creer... y me quedé dormido.
Unas horas más tarde, me desperté. «¿Por qué he despertado?», me pregunté aun adormecido. Miré el reloj y me lamenté. Apenas era pasada la medianoche. Entonces lo recordé. Le había pedido a Dios que me despertara tan temprano o tan tarde como él quisiera, para pasar más tiempo con él, con su Palabra y en oración.
Salí de la cama y me arrodillé en oración. Me sentí un poco incómodo orando fuera de mi horario normal de culto. Comprendí que no estaba a cargo de ese tiempo, así que no estaba seguro de lo que debía decirle a Dios. Oré por unos minutos y, luego, regresé de nuevo a la cama para dormir.
Muy temprano en la mañana, me desperté de un sueño profundo. Atontado, miré el reloj. Faltaba mucho para mi horario habitual de levantarme. Me estaba preparando para dormir un poco más, cuando Dios susurró a mi corazón: «¿No me pediste que te despertara?»
Oré para que Dios enviara el Espíritu Santo para enseñarme mientras leía las Escrituras. Leí, y leí y leí. De vez en cuando miraba el reloj, porque estaba acostumbrado a estar siempre apurado en mi tiempo a solas con Dios. Mientras oraba en base a la lectura de la Biblia, esperaba en Dios para entender lo que el Espíritu Santo diría a mi mente y mi corazón acerca de la lectura.
¡Hice un descubrimiento impactante! Descubrí que cuando tenía tiempo, sin prisas, a solas con Dios, con su Palabra, y en oración, ¡Dios tenía mucho más para decir de lo que yo pensaba! Así, comenzó la aventura de pedir a Dios, cada noche, que se encargara de despertarme, conforme al tiempo que él quisiera pasar enseñándome.
Ha pasado casi una década desde que comencé a pedirle a Dios que me despierte cada mañana. Mañana tras mañana me ha despertado, ya sea que estuviera en Camboya, Brasil, Canadá o en cualquier otro lugar. ¡Me asombra que me despierte para pasar tiempo, sin prisa, con él, en su Palabra y en oración, sin importar si tengo cuatro, diez o incluso dieciséis horas de diferencia respecto de mi zona horaria normal!
Dios me ha despertado cada mañana, sin despertador, desde hace más de ocho años. En esos momentos, Dios me llama a su presencia, para estar en su Palabra, y experimentar las maravillas de su majestad, poder y amor insondable. La primera acción del día debe ser experimentar la impresionante presencia de Dios. Solo así no nos sentiremos intimidados por nada ni por nadie más.
Que cada mañana, lo primero sea conocer a Dios.?
1 Véase 1 Reyes 19: 19.
Capítulo 2
VIVE LA PALABRA DE DIOS
«Vino a él Palabra del Señor, diciendo» (1 Reyes 17: 2).
Elías salió de la corte de Acab, habiendo entregado fielmente el mensaje que Dios le había dado para compartir. ¿Y ahora qué? No tenía ninguna duda de que Acab lo estaría buscando, ¡y no para felicitarlo! La gente común no se enfrentaba al rey sin consecuencias. Había un costo: prisión, tortura y, a menudo, la muerte. ¿Adónde debía huir?
Las Escrituras dicen: «Vino a él una palabra de Jehová, que decía: “Apártate de aquí, vuelve al oriente y escóndete en el arroyo Querit, que está frente al Jordán” [...] Él partió» (1 Reyes 17: 2, 3, 5).
Dios le habló a Elías. Elías escuchó.
Dios dijo: «Apártate». «Él partió».
Esas dos palabras son profundas. No podríamos culpar a Elías si hubiera acudido a algunos amigos de confianza para que lo aconsejaran sobre este asunto. Si Elías hubiera corrido hacia una fortaleza o a un reino lejano que, con gusto, brindara protección a un enemigo del rey de Israel, lo hubiéramos comprendido.
Pero Elías no hizo eso. Dios habló su Palabra para él, ¡y él fue! Dado que Elías pasaba tiempo en la presencia de Dios y vivía maravillado por el Dios viviente, pudo obedecer cuando Dios le habló.
¡Qué fácil es enmascarar la desobediencia expresando nuestra necesidad de poseer mayor claridad antes de obedecer! A menudo, recibimos claramente la voluntad de Dios, pero decimos que necesitamos orar antes de avanzar. Orar es bueno, pero cuando entendemos un mensaje como la Palabra del Señor para nosotros, debemos actuar.
***
Eran las 3:00 a.m. del 22 de noviembre de 2016, cuando Dios me despertó. No fue una voz audible, sino más bien la voz suave y apacible de Dios en mi mente y mi corazón. Sabía que era él. Cada mañana, él cumple Isaías 50: 4 al despertarme para que nos encontremos.
Salté de la cama, me puse ropa abrigada, tomé mi Biblia y una linterna, y salí a la noche estrellada. Me dirigí hacia el bosque, entre las rocas, cerca de la montaña. Coloqué mi Biblia sobre un tocón delante de mí. Allí, me arrodillé y oré, pero nada sucedió.
Sabía que Dios me había llamado a orar. Por meses, mi esposa Abril y yo habíamos estado pidiendo la guía de Dios para entender cómo podíamos servirle mejor. En ese momento, yo servía a tiempo completo en el ministerio en Clovis, California, y, al mismo tiempo, dirigía una organización internacional sin fines de lucro, dedicada a ayudar a padres que desearan educar a sus hijos como discípulos de Jesús. Nuestros ministerios, tanto locales como globales, estaban creciendo, pero no sabíamos qué hacer para sostener este crecimiento.
Allí, bajo las mismas estrellas que él creó, le pregunté a Dios: «¿Por qué me despertaste y me llamaste para orar? ¿Qué hay en tu corazón?» No hubo respuesta.
El aire estaba tranquilo y fresco, las estrellas brillaban, la noche era oscura. Esperé confundido. «Quizás debería volver a la cama. No escucho nada», pensé dentro de mí. Pero no pude rendirme. Cuando sabes que Dios te está llamando, debes seguir adelante hasta que sepas que has oído lo que él quiere decirte. Yo agradecí Dios por sus bendiciones y lo alabé por quién es. Confesé mis pecados y le pedí a Dios que quitara cualquier cosa de mi corazón, de mi vida, que le desagradara. Pedí fe para escuchar todo lo que él quisiera decirme.
Sentí paz mientras esperaba en Dios. «¡Afírmame en este momento de oración con tu Palabra escrita!», supliqué. «Muéstrame un pasaje de las Escrituras que pueda recordar más tarde, cuando me sienta tentado a apartarme de lo que tú me llamas a hacer».
Aguardé en silencio. Entonces la voz suave y apacible de Dios me llevó a Eclesiastés 3. Tomé mi Biblia en la oscuridad y la abrí para buscar ese capítulo, con la ayuda de mi linterna. ¡Cuando encendí mi linterna sobre mi Biblia, me sorprendí! ¡Mi Biblia ya estaba abierta en Eclesiastés 3!
Eclesiastés 3 trata sobre el tiempo perfecto de Dios. Dios tiene un tiempo perfecto para todas las cosas. Todo es hermoso en su tiempo. «¿Por qué me diriges a este capítulo?», le pregunté a Dios. Él habló a mi corazón: «Porque ha llegado la hora». «¿La hora de qué?», volví a preguntar, un poco confundido. «Es hora de que tú y Abril pongan los pies sobre las aguas del Jordán»2.
En los siguientes minutos, Dios me dijo que era hora de renunciar al ministerio remunerado. Era hora de que sirviéramos como voluntarios de tiempo completo y fuéramos libres de ir a cualquier lugar, en cualquier momento, a cualquier precio, ¡conforme a su llamado!
«¿Cómo voy a mantener a mi familia?», le pregunté a Dios, con incredulidad. Luego, le pregunté si debía primero encontrar patrocinadores que se comprometieran a proporcionar un salario anual viable, con el cual cubrir los gastos familiares.
La respuesta de Dios no se hizo esperar: «No. Si haces eso, tú te llevarás el crédito por proveer tu propio salario, y también tendrán crédito quienes te financien».
Ahora mi corazón latía con fuerza. Dios no solo me estaba pidiendo que me alejara de mi seguridad y mi salario, sino también que no intentara garantizar los recursos básicos para cubrir mis necesidades. «¿Cómo podría funcionar esto?», me preguntaba.
«Tendrás que dar este paso por fe. Solo cuando avances por fe y te apartes de tu seguridad podrás ver cómo proveeré para ti». Dios me ofrecía un desafío: «¡Tengo urgencia en mi corazón de que hagas esto!»
Ojalá pudiera decirte que exclamé inmediatamente: «¡Sí, señor! ¡Trato hecho!» Pero no lo hice. Por el contrario, le pregunté a Dios si lo había escuchado bien. Su respuesta fue afirmativa. Nuevamente, pregunté si realmente quería que hiciera algo tan increíble. «Sí» fue su respuesta.
¿Creer y actuar o dudar y desobedecer? Una elección difícil. Sin embargo, Dios me dio fuerzas para creer y actuar.
Caminé penosamente a casa, en el pálido amanecer de un nuevo día, luchando en mi mente y buscando la manera de contarle a mi querida esposa lo que acababa de suceder. Las dudas me atacaron. El temor a las críticas de parte de familiares, amigos y colegas desafiaba mi fe en Dios y su Palabra.
Crucé la puerta de nuestra casa y, cautelosamente, me dirigí al dormitorio. Mi esposa se estaba despertando. Bostezando y sonriéndome, me preguntó:
–¿Nos dio Dios una respuesta?
–¡Sí! –respondí–. Pero será mejor que oremos primero.
–No te sientas bajo presión de estar de acuerdo con lo que voy a contarte –dije con ternura–. Dios habló. Él es capaz de hablar contigo tanto como lo hace conmigo. Oremos ahora para que Dios nos guíe.
Nos arrodillamos y unimos nuestras manos en oración. Nos entregamos a Dios, le agradecimos por su cuidado durante los años pasados y le pedimos que nos guiara en unidad.
Al levantarnos, Abril dijo:
–Bueno, ¿qué te dijo Dios?
Entonces, le conté la historia de Dios despertándome a las 3:00 a.m., de mi oración bajo las estrellas, del mensaje de Dios en Eclesiastés 3, y de mi Biblia, que se abrió exactamente en ese capítulo en medio de la oscuridad. Le dije que Dios nos estaba llamando a dejar el ministerio remunerado con el objetivo de servirle como voluntarios de tiempo completo, libres de ir a donde él nos llamara para compartir los mensajes dados a través su Palabra escrita.
Abril me miró con lágrimas en los ojos y la paz de Dios brillando en su rostro.
–Si eso es lo que Dios ha dicho, ¡eso es lo que haremos!
Yo no podía creerlo. Estaba listo para cualquier cosa, excepto para eso. Dios se había adelantado y había preparado el corazón de mi esposa.
Sabía que si hubiéramos hablado del llamado de Dios aquella mañana, las dudas hubieran dominado nuestras mentes. Y si hubiéramos hablado con otros, pondríamos en peligro nuestra rápida disposición a obedecer.
Nos arrodillamos nuevamente para agradecerle a Dios por ser el Dios que aún habla, y pedimos fortaleza para obedecer rápidamente.
Aquella mañana, salimos tras tomar un desayuno rápido. Más tarde, entregué mi renuncia, que entraría en vigor 39 días después. Durante aquellos 39 días terminamos la obra local que Dios nos había encomendado y nos preparamos para la aventura que nos esperaba en 2017. «¿Cómo proveería Dios?», nos preguntábamos.
Vivamos la vida conforme a la Palabra escrita de Dios.
2Lee Josué 3: 10 al 17 para conocer la historia de Israel y el cruce del río Jordán.
Capítulo 3
CONFÍA EN EL CUIDADO DE DIOS
«Y él fue, e hizo conforme a la Palabra de Jehová; pues se fue y asentó junto al arroyo de Querit...» (1 Reyes 17: 5).
Elías caminó rápidamente a través del hermoso y fecundo campo de Israel, cruzó el Jordán y se dirigió hacia un pequeño arroyo llamado Querit. Debió haberse preguntado por qué este sería el lugar donde Dios cuidaría de él, tal como le había prometido: «Beberás del arroyo; yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer» (1 Reyes 17: 4).
Las orillas de este pequeño arroyo se convirtieron, por algún tiempo, en el hogar de Elías. La primera noche, debió haberse sentado allí, saboreado la paz, mientras escuchaba el gorgoteo del arroyo corriendo sobre las piedras. Conforme se acercaba el momento de la cena, elevó sus ojos al cielo, intentando ver a los cuervos prometidos.
Los cuervos deben haberle resultado una fuente inesperada de la providencia de Dios ya que son carroñeros y se alimentan, principalmente, de carne de animales muertos. Es decir, se alimentan de lo que, muchas veces, está podrido y cubierto de moscas y gusanos.
Quizás Elías bromeó para sus adentros: «¿Qué tipo de cena podría traerme un cuervo?» Sin embargo, la Palabra de Dios nunca falla. Las Escrituras dicen: «Los cuervos le traían pan y carne por la mañana y por la tarde, y bebía del arroyo» (vers. 6).
La sequía que había profetizado a Acab ocurrió. A medida que transcurrían los meses, sin siquiera una gota de lluvia, el arroyo proporcionó al fugitivo profeta el agua que tanto necesitaba. Elías observó con preocupación la disminución de la corriente, que pasó de ser un arroyo balbuceante a un estrecho curso de agua.
Los cuervos lo alimentaron constantemente, pero un día, el arroyo Querit se secó. Las Escrituras dicen: «Pasados algunos días, se secó el arroyo, porque no había llovido sobre la tierra» (vers. 7).
¿Qué haces cuando vas al lugar que Dios te dice, pero los cuidados que él prometió desaparecen? Elías debe haberse sentido tentado a idear su propio plan. Después de todo, Dios no había dejado establecido un plan en caso que el arroyo se secara. Elías podría haber representado sus opciones usando piedras, ubicadas en la arena seca del lecho del arroyo.
Podría haber pensado en la probabilidad de trasladarse a otros lugares que contaran con suministro de agua. Podría haberlo hecho... pero lo cierto es que Elías no abandonó el lugar al cual Dios lo había enviado. Él confió en que Dios le mostraría, según su tiempo perfecto, qué hacer a continuación.
Y efectivamente, ¡Dios lo hizo! Cuando el arroyo se secó y hubo una necesidad desesperada de que algo sucediera rápido, la Palabra del Señor se hizo presente: «“Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y allí morarás: he aquí yo he mandado allí a una mujer viuda que te sustente”» (vers. 9).
¡Dios habló justo a tiempo! Elías recibió indicaciones sobre qué hacer y quién cuidaría de él. Solo había un problema: Sarepta, el lugar que Dios le indicaba, estaba lleno de adoradores de Baal. ¿Por qué lo enviaría Dios a un lugar conocido por la adoración a un dios falso? ¿Y por qué una viuda, en tierra extranjera, desearía cuidar de él, un profeta fugitivo de un Dios que su pueblo no adoraba?
Pero, nuevamente, Elías obedeció. Inmediatamente después de recibir la indicación de Dios, las Escrituras testifican: «Entonces él se levantó y fue a Sarepta» (vers. 10). Allí, se encontró con una viuda que estaba recogiendo leña. Cuando le pidió un poco de pan: «Ella respondió: Vive Jehová Dios tuyo, que no tengo pan cocido; que solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una botija: y ahora recogía dos leños, para entrar y aderezarlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y muramos» (vers. 12).
«¿Cómo es que esta mujer me será de ayuda?», puede haber reflexionado Elías, mientras recordaba el mensaje recibido. «Dios dijo que ella me ayudaría».
Por su fe en la Palabra de Dios, Elías le pidió a la viuda un pedazo de pan. Luego, profetizó: «No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La tinaja de la harina no escaseará, ni se disminuirá la botija del aceite, hasta aquel día que Jehová dará lluvia sobre la faz de la tierra» (1 Reyes 17: 13-14).
La fe en el cuidado de Dios es como arrojar una piedra en un estanque. Allí, en el lugar donde la pequeña piedra golpea el agua, las ondas se expanden por toda la superficie del estanque. La fe de Elías impactó la fe de la viuda.
Hablando de la viuda, la Escritura dice: «Entonces ella fue, e hizo como le dijo Elías; y comió él, y ella y su casa, muchos días. Y la tinaja de la harina no escaseó, ni menguó la botija del aceite, conforme a la Palabra de Jehová que había dicho por Elías» (vers. 15, 16).
***
Tras renunciar al ministerio remunerado, Abril y yo pusimos a prueba nuestra fe. Así, le dijimos a Dios: «¡Envíanos a donde quieras que vayamos!» Su respuesta nos sorprendió: «Lacombe, Alberta, ¡Canadá!»
Enviamos toda nuestra documentación al gobierno de Canadá, para trasladarnos al lugar donde Dios nos estaba llamando. Tras meses de espera para obtener los permisos adecuados para mudarnos, nos enfrentamos a un dilema. Nuestra hija, Jessica, necesitaba empezar la escuela en un par de semanas, pero nos dijeron que tendríamos que esperar cuatro o cinco meses para recibir los permisos.
Sin embargo, Dios dijo: «¡Tengo urgencia de que te mudes a Canadá! Necesito que realices un reavivamiento allí antes de que comience el año escolar». En oración, expresé por qué eso no me parecía posible en ese momento. Sin embargo, Dios nos desafió: «¡Vayan y pongan sus pies en el Jordán! ¡Caminen a la frontera por fe!»
Con amabilidad, nuestros amigos nos aconsejaron no dejar nuestra casa para viajar mil millas al norte y cruzar la frontera de Canadá, sin tener un permiso en mano.
–Si te dicen que obtener los permisos demorarán de cuatro a cinco meses más, entonces eso es lo que demorará –afirmaban.
Pero Dios dijo: «¡Vayan!»
Así que empacamos todo lo que pudimos en un camión de mudanzas y regalamos el resto. Yo conduje el camión y Abril condujo nuestra camioneta, detrás a mí.
Jessica iba de un vehículo al otro para brindarnos compañía. Nos dirigimos al norte por fe, seguros de que Dios obraría un milagro antes de llegar a la frontera que divide los Estados Unidos y Canadá. Nos animamos unos a otros:
–Aunque los funcionarios canadienses dijeron que los permisos pueden demorar entre cuatro o cinco meses, ¡Dios puede hacer cualquier cosa! Seguramente, enviará nuestros permisos en los próximos días. ¡Antes de que lleguemos a la frontera!
Así que viajamos a través de grandes bosques, tierras baldías y largos caminos donde no vimos a nadie. Cada día, revisábamos nuestro correo electrónico con entusiasmo, para ver si Dios había hecho un milagro. De momento, no había nada.
¡Por fin llegó el gran día! Nos encontrábamos a una milla de la frontera. Allí nos detuvimos y revisamos nuestro correo electrónico con gran esperanza y expectativa por un milagro. ¿Adivina qué? ¡No había nada!
–¿Qué hacemos ahora Señor? –preguntamos en oración.
–Pongan los pies en el Jordán. Vayan y crucen la frontera –nos impresionó Dios al corazón.
Continuamos nuestro viaje hasta la frontera, sintiéndonos unos tontos. Estacioné y entré en la oficina, limpia y fresca. El oficial de aduanas revisó nuestra documentación.
–Ustedes no tiene permiso del gobierno de Canadá para mudarse al país. ¿Dónde está su permiso? –preguntó, con preocupación,
–Todavía no tenemos el permiso. Nos dijeron que demoraría entre cuatro y cinco meses –contesté, con valentía.
–¡Acompáñenme! –dijo el oficial de control fronterizo.
Lo seguimos hasta el camión
–¿Desde dónde han venido? ¡Espero que todavía tengan un hogar al que pueden volver! Me es imposible hacer nada para ayudarlos a mudarse a Canadá si no tienen los permisos.
Sacudió la cabeza y se alejó. ¡Y eso fue todo! Nos miramos unos a otros sin comprender qué estaba sucediendo. Suponíamos que el resultado sería diferente. Suponíamos que, al poner nuestros pies en el Jordán, Dios dividiría las aguas. Oré en silencio: «¡Dios, ayúdanos! Ayúdanos a cruzar esta frontera. ¡Estamos aquí por la fe en tu mandato!» En ese mismo instante, el oficial se dio la vuelta y regresó, como si hubiera escuchado mi silenciosa oración al Cielo.
–¿Qué esperabas que hiciera hoy por tu familia? –preguntó con incredulidad.
–No sé si crees en Dios o no, pero Dios nos ha llamado como familia a mudarnos a Canadá para ayudar a otras familias a orientar a sus hijos para que sean discípulos de Jesús.
El oficial nos miró fijo, con el rostro impasible.
–¡Sígueme! –ordenó.
Durante una hora, este oficial, que había afirmado que era imposible cruzar la frontera, trabajó para encontrar una solución. Luego de dos horas, buscó a otro oficial y, luego, a otro, para pedirles ayuda. Así, tres agentes fronterizos trabajaron incansablemente para encontrar la manera de que ingresáramos a Canadá, después de decir que era completamente imposible en nuestra situación. Tras cinco horas de espera, el oficial llamó desde su escritorio:
–¡Familia MacLafferty!
Nos acercamos al escritorio. Escuchamos un sonido seco mientras sellaba rápidamente cada pasaporte.
–¡Bienvenidos a Canadá!
¡No podíamos creerlo! ¡Cuánta felicidad!
–Oficial, no sé si usted es creyente, pero ¿le molestaría si le doy las gracias a Dios aquí por haberlo utilizado para efectuar este milagro? –pregunté, con una gran sonrisa.
Él miró cautelosamente a la izquierda, luego a la derecha y dijo, en voz baja:
–¡Sígueme!
Nos acompañó hasta nuestra camioneta y se volvió hacia nosotros. Yo lo miré a los ojos y dije:
–¡Dios acaba de hacer un poderoso milagro a través de usted hoy!
Su expresión era extraña. Con palabras entrecortadas, expresó:
–Usted no lo sabe, pero yo solía creer en Dios. Sin embargo, en el último tiempo, me sentí desanimado con Dios y la iglesia, y renuncié a ambos. Hoy elijo creer en Dios otra vez. Iré a casa al finalizar mi turno y le contaré a mi esposa lo que Dios hizo hoy, pese a que era imposible. Volveremos a creer en Dios y haremos de nuestro hogar un lugar para adorarlo.
Admirados ante este Dios vivo, todos inclinamos la cabeza para orar. Nos despedimos del oficial y conduje hacia Canadá con menos de U$100 para gastar. No teníamos hogar ni trabajo, pero Dios nos estaba llamando y confiábamos en su cuidado.
Confía en Dios mientras aceptas su llamado.
Capítulo 4
COMPARTE EL MENSAJE
«Y acercándose Elías a todo el pueblo, dijo: ¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió Palabra» (1 Reyes 18:21).
Pasaron muchos días en Sarepta. Dios proveyó para Elías a través de la generosidad de la viuda. Las semanas se convirtieron en meses y los meses en años. Entonces, cuando menos lo esperaba, Dios llamó.
«Y sucedió que después de muchos días la Palabra del Señor vino a Elías en el tercer año, diciendo: “Ve, muéstrate a Acab, y Yo enviará lluvia sobre la faz de la tierra”» (1 Reyes 18: 1).
Ahora, el rey Acab era la última persona a la que Elías quería ver. Abdías, siervo de Acab, testificó: «¡Vive Jehová, tu Dios!, que no ha habido nación ni reino adonde mi señor no haya enviado a buscarte, y cuando respondían: “No está aquí”, hacía jurar a reinos y a naciones que no te habían hallado» (vers. 10).
Elías era un hombre perseguido; el criminal más buscado en la nación de Israel. Acab odiaba a Elías porque lo había desafiado y lo veía como el responsable por la sequía que había traído sufrimiento y muerte a su reino.
Entonces, Dios llamó a Elías para que visitara a Acab, ¡el hombre que lo quería muerto! Elías obedeció inmediatamente. «Fue, pues, Elías a mostrarse a Acab. En Samaria el hambre era grave» (vers. 2). En el camino, Elías se encontró con Abdías y lo envió a buscar a Acab.
¿En qué estaba pensando Elías? No tenía un centavo. Su única posesión era lo que vestía. La nación lo odiaba. Era un fugitivo que convocaba al rey a un encuentro. ¿Por qué?
Una vez más, se nos recuerda que, antes de presentarse ante los reyes terrenales, Elías estuvo en la corte del Rey de reyes. Elías no se intimidaba ante el poder o la posición humana. Si Dios mismo lo había enviado a encontrarse con Acab, ¡se enfrentaría al rey sin miedo!
El rostro de Acab se contrajo de ira al ver a su archienemigo. Tanto así, que lanzó esta pregunta: «¿Eres tú el que perturbas a Israel?» (vers. 17). El rey esperaba que Elías se encogiera de miedo, pero Elías no reaccionó así. En cambio, dijo: «Yo no he perturbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, al abandonar los mandamientos de Jehová y seguir a los baales» (vers. 18). Elías no retrocedió, sino que enfrentó el pecado con la justicia de Dios.
Con valentía, el profeta fugitivo tomó el control de la situación y ordenó al rey: «Envía, pues, ahora y reúneme a todo Israel en el monte Carmelo, y los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel» (vers. 19).
Elías habló con la autoridad de Dios. Él conocía a Aquel que lo había llamado. Permaneció en reverencia ante el Dios vivo. No se limitó a pronunciar el mensaje que Dios le dio: lo vivió. Y Acab obedeció. «Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y reunió a los profetas en el monte Carmelo» (vers. 20).
Elías se paró en el monte Carmelo y observó mientras sus compatriotas avanzaban hacia la cima del monte desde todas partes de Israel. Como un ejército de hormigas saliendo de un hormiguero perturbado, vinieron llenos de ira contra el profeta a quien culpaban de la sequía. Con actitud hostil, rodearon a Elías, quien se mantuvo firme.
En aquel momento, Elías podría haberse disculpado por su mensaje y, tal vez, salvar su vida. Esta era una oportunidad para suavizar su mensaje y ganar algunos amigos. Pero la historia fue otra. «Y acercándose Elías a todo el pueblo, dijo: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió Palabra”» (vers. 21).
Elías convocó al pueblo a decidir a quién seguirá y expuso las opciones: Dios o Baal. No ofreció una posición media, ni intermedia, ni indecisa ni neutra.
***
Abril y yo llegamos a Lacombe, Alberta, un jueves por la noche. Dios proveyó dos habitaciones en la casa de un amigo, donde podíamos quedarnos por algunos días. La siguiente mañana, Dios me llamó a estudiar su Palabra escrita y orar. Le pregunté a Dios qué tenía preparado para mi primer día en la nueva ciudad. Dios me pidió que visitara una iglesia grande, en la ciudad, me presentara como un recién llegado en el área y les comunicara que había recibido el urgente pedido de Dios de convocar a la congregación, y a la comunidad, a un reavivamiento.
Respondí explayando todas las razones por las que eso no sería bien recibido por los líderes de la iglesia.
–Dios, los líderes pensarán: “¿Quién es este? ¿Un extraño llamándonos a un reavivamiento?” Se sentirán ofendidos cuando sugiera que tienen una gran necesidad espiritual. Dios, ¿no sería mejor hacerme amigo de ellos primero, y luego sugerirles que organicemos un reavivamiento juntos?
«Tienes que convocar a esta iglesia a un reavivamiento. Es urgente. ¡Ve esta mañana!», me desafió Dios.
Después del desayuno, conduje hasta la iglesia y, al ingresar, pedí ver el pastor. Este se presentó, junto a su equipo. Yo también me presenté, y les conté que acababa de mudarme a la ciudad y que, esa mañana, había recibido el llamado de Dios para visitar esa iglesia con una invitación. El pastor y su equipo me miraron con curiosidad. Temblé por dentro; pero antes de verme más tentado a ceder a mis dudas y huir de ese lugar, solté:
–Dios me llamó para hacer un reavivamiento de la fe en esta iglesia.
–¿Y cuándo sucederá eso? –preguntó el pastor, con cautela.
Era un viernes por la mañana. Les expliqué que Dios tenía urgencia de presentar un reavivamiento antes de que los estudiantes iniciaran el año escolar.
–El reavivamiento debería comenzar el próximo domingo –concluí.
–¿Domingo? ¿Este domingo?
El equipo se quedó sin palabras
–Esta es una iglesia grande y solemos planificar en detalle tales eventos. Necesitamos muchos, muchos meses para organizar un reavivamiento y comunicarlo a toda la congregación.
El pastor levantó la mano para pedir la palabra.
–No quisiera que perdamos la oportunidad de recibir aquello que Dios tiene preparado para nosotros. Propongo que nos arrodillemos ahora mismo y pidamos la dirección de Dios en este asunto.
Me uní al pastor y su equipo en oración. Después de orar, nos pusimos de pie y formamos un círculo. Cada uno expresó la necesidad de un reavivamiento, pero también mostraron preocupación por la concurrencia a un evento anunciado con tan escasa antelación.
–No podemos ofrecerte mucho. No tenemos disponibilidad por la tarde. Solo podemos ofrecerte una sala a las 6:00 a.m., a partir de este domingo y durante una semana completa. Pero debemos advertirte que probablemente te sientas muy decepcionado dada la escasa concurrencia. Deberás conformarte si logras reunir a tres o cuatro personas. ¡Esta es una comunidad muy ocupada!
–¡Acepto la sala disponible a las 6:00 a.m. a partir de este domingo! –respondí con alegría.
Me retiré de la iglesia, aun preguntándome si alguien vendría a las reuniones.
Aquel domingo, a las 6:00 a.m., un grupo de más de treinta personas llegó a la iglesia en busca de un reavivamiento. Los concurrentes habían salido de sus hogares, sus granjas o sus empresas para asistir. Algunos tuvieron que salir sin desayunar, pero no les importó. Tenían hambre de Dios.
Cada día, Dios traía a más personas. Juntos leímos la Palabra de Dios, lo alabamos, confesamos nuestros pecados y nos arrepentimos. Las personas se disculparon unas con otras, pusieron sus asuntos en orden y se volvieron a Dios, y solo a Dios. En la última reunión, había más de cien personas a primera hora de la mañana. Dios tiene un tiempo para cada llamado. ¡Cuando Dios te envía, comparte el mensaje!
Convoca sin miedo a tu familia y a tu comunidad a seguir a Dios.
Capítulo 5
REPARA ALTARES ROTOS
«Y él reparó el altar de Jehová que estaba arruinado» (1 Reyes 18: 30).
Elías planteó las reglas de la competencia: los sacerdotes de Baal invocarían a su dios; y él invocaría el nombre del Señor. Quien respondiera con fuego sería reconocido como Dios. La gente estuvo de acuerdo. Los sacerdotes de Baal deben haberse sentido nerviosos.
Estos ministros del culto a Baal prepararon sus sacrificios y clamaron toda la mañana pidiendo que escuchara sus oraciones. Lloraron toda la tarde. Incluso se infligieron cortes en el cuerpo para llamar la atención del ídolo, pero no hubo respuesta.
Elías, al igual que el pueblo, observó con interés a los sacerdotes de Baal que ministraban ante un altar impresionante y bien mantenido. Sin lugar a dudas, la adoración a Baal tenía pompa, emoción, grandeza y apoyo popular... pero carecía de un Dios vivo. Y el pueblo lo notó.
Elías miró el altar de Dios. Estaba desolado, abandonado; las piedras estaban esparcidas. Los altares derribados comunican la idea de debilidad de los dioses del pasado, su derrota y muerte; una imagen muy distinta a la del Dios vivo.
«Entonces dijo Elías a todo el pueblo: “Acercaos a mí”. Todo el pueblo se le acercó, y Elías arregló el altar de Jehová que estaba arruinado» (1 Reyes 18: 30). Levantó el altar con doce piedras, una por cada tribu de los hijos de Jacob, «al cual había sido dada palabra de Jehová» (vers. 31).
El altar que Elías construyó era simple, en marcado contraste con las impresionantes estructuras de piedra empleadas en la adoración a Baal. Elías no construyó ese altar para impresionar a la multitud que lo rodeaba, sino para alabar a Dios.
Hoy en día, tenemos varios “altares rotos”. Muchos de nuestros hogares son lugares para comer, dormir, ducharse y entretenernos, pero no para adorar a Dios. En algunos casos, la tecnología se ha convertido en nuestro altar, es decir, nuestro lugar de asombro. A veces, cuando se trata de adorar al Dios vivo, el altar del hogar no es más que un montón de “piedras esparcidas”.
***
A miles de kilómetros de nuestra casa, donde el viento trae la arena del desierto en lugar de nieve a las rutas, una pareja esperaba para hablar conmigo después de un sermón sobre el llamado de Dios a nuestros hogares. Eran profesionales, estaban bien vestidos y parecían exitosos en todos los sentidos.
Sin embargo, mientras me acercaba, percibí tristeza y problemas profundos en sus ojos. Ambos contaban con los atributos del éxito y la admiración de su comunidad, pero su matrimonio se caía a pedazos. Estaban demasiado ocupados como para dedicar tiempo al otro, a sus hijos o a Dios. Su consulta fue directa:
–¿Es Dios capaz de reparar tantos años de daño?
Nos arrodillamos y oramos. Ambos se humillaron ante Dios y renovaron su entrega a él, pidiendo recibir los dones del amor y el perdón, y comprometiéndose a hacer del hogar un lugar de adoración familiar.
Dios escuchó sus oraciones, bendijo lo que había sido roto y derramó su Espíritu sobre ellos para llenarlos de amor por el otro. Ellos decidieron hacer del hogar un lugar para adorar a Dios, todos los días. Sin embargo, cuando comenzaron con la práctica de reunir a la familia para adorar a Dios en el hogar, los niños presentaron resistencia.
–¿Estamos obligados a hacer esto? –cuestionaron.
La realidad era que, hasta ese momento, el tiempo en familia había estado lleno de conflictos. Por este motivo, los niños no podían siquiera imaginar que pasar tiempo juntos podría ser agradable y, mucho menos, divertido.
La pareja invitó a sus hijos, día tras día, pacientemente, a participar de la lectura de una historia de las Escrituras y orar juntos. En oración, le pidieron a Dios que los ayudara para que el tiempo de adoración en la familia fuera un momento especial. ¡Y Dios escuchó sus oraciones!
En ocasiones, la adoración familiar se tornaba incómoda, pero, lentamente, y por la gracia de Dios, se transformó en una ocasión tolerablemente interesante. Con el correr de los meses, el culto familiar pasó a ser un precioso momento para compartir amor y fortalecer los vínculos, mientras Dios derramaba su paz. El altar familiar al Dios verdadero, aunque no hecho de piedras, fue reparado. Aquel hogar es hoy un lugar de paz, descanso y amor.
Lejos de este lugar, al sur, una ocupada pareja llena de amor por el otro y por Dios luchaba para continuar adorando a Dios como familia. Sus hijos estaban cursando la universidad y era imposible coincidir en un mismo lugar, al mismo tiempo. Mientras la pareja oraba, Dios los iluminó con una idea para reconstruir su “altar familiar”. Cada día, a través de un grupo en una red social digital, esta familia comparte de forma escrita lo que descubren acerca de Dios en su Palabra.
La reparación de altares rotos es diferente en cada hogar. No importa cuán dispersas estén las piedras, ni cuán fragmentado esté el hogar, Dios tiene la clave para convocar a cada familia.
Haz de tu hogar un lugar para adorar a Dios.
Capítulo 6
CLAMA POR FUEGO
«”Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, Jehová, eres el Dios, y que tú haces que su corazón se vuelva a ti”» (1 Reyes 18: 37).
El pueblo se apretujó alrededor de Elías, mirando el altar de piedra, anteriormente derribado, pero ahora reparado y a punto. Lo observaron mientras cavaba una zanja alrededor del altar, y mientras preparaba la leña y el sacrificio. Miraron con incredulidad cuando Elías ordenó que se echaran cuatro cántaros de agua sobre el sacrificio, la leña y el altar. Para sorpresa de todos, Elías ordenó que le trajeran cuatro cántaros más de agua para derramar. Luego, pidió cuatro cántaros más, e hizo lo mismo.
La leña, que antes estaba seca, estaba ahora empapada con agua preciosa que corría hacia abajo, a los lados del altar, y llenaba completamente la zanja. Sin lugar a dudas, era poco probable encender allí una sola chispa y, mucho menos, hacer fuego.
De esta manera, Elías preparó el escenario para lo que él sabía que Dios haría. Se aseguró de que la gente entendiera que era humanamente imposible iniciar fuego. Estos preparativos centraron deliberadamente la atención de la gente en Dios y en lo que solo Dios podría hacer.
Era evidente para todos que los sacerdotes de Baal habían fracasado. En este punto, la pregunta que ocupaba todas las mentes, excepto la de Elías, era: «¿Podría el Señor Dios hacer algo mejor?»
«Cuando llegó la hora de ofrecer el holocausto, se acercó el profeta Elías y dijo: “Jehová, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu siervo y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, Jehová, eres el Dios, y que tú haces que su corazón se vuelva a ti”» (1 Reyes 18: 36, 37).
Elías arriesgó todo y clamó al Señor Dios pidiendo que respondiera a su oración, mediante el fuego. Él sabía cuál sería su destino en manos de la multitud infiel si Dios guardaba silencio. ¡Oró para que Dios hiciera lo que él sabía que era la voluntad de Dios!
Elías había estado en la presencia de Dios. En soledad, había orado y dedicado tiempo, sin prisas, para conocer la voluntad de aquel que lo llamó. Ahora, en público, actuó: elevó su oración y vivió su vida con total confianza en el Dios Vivo, que fue, es y siempre será.
En el exacto momento en que Elías terminó su oración, Dios contestó: «Entonces cayó fuego de Jehová y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y hasta lamió el agua que estaba en la zanja» (vers. 38). Todo lo que estaba sobre el altar, el agua y hasta el altar mismo de piedra fueron completamente consumidos. ¡No quedó nada!
Esta respuesta del Señor, Dios del cielo, provocó, a su vez, una clara respuesta de parte de la multitud. Nadie pensó en Elías en ese momento. Solo pensaron en Dios. «Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: “¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!”» (vers. 39)
¡Es hora de que el fuego de Dios vuelva a caer! No me refiero al fuego que quema la madera, la piedra y el agua, sino el fuego del Cielo que consume el orgullo, la lujuria, el fariseísmo y la incredulidad. Nosotros necesitamos que el fuego del Cielo queme nuestra amargura hacia aquellos que nos han hecho daño, y el orgullo, que nos impide desarrollar una relación sana con Dios y con nuestro prójimo.
Muchos años después de que Elías pidiera fuego, otro hombre llegó y habitó a orillas del Río Jordán. Desde allí, le recordaba al pueblo la hazaña del profeta en el Carmelo. Este hombre usaba un vestido confeccionado «de pelo de camello, tenía un cinto de cuero alrededor de su cintura» (Mateo 3: 4) y clamaba: «“¡Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”» (vers. 2).
Su nombre era Juan el Bautista. Él profetizó: «Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento, pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mateo 3: 11).
Inmediatamente después de que Juan proclamó la venida del Mesías, Jesús entró en escena. «Entonces Jesús vino de Galilea al Jordán, donde estaba Juan, para ser bautizado por él» (vers. 13). Con Dios, todo es cuestión de tiempo.
Jesús, el carpintero, fue bautizado por Juan. «Y Jesús, después que fue bautizado, subió enseguida del agua, y en ese momento los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma y se posaba sobre él. Y se oyó una voz de los cielos que decía: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”» (vers. 16, 17).
Juan dijo que el Mesías, que vendría detrás de él, «os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mateo 3: 11). Jesús mismo fue bautizado con el Espíritu Santo. Como él bautizaría a otros con el Espíritu Santo, sería primero bautizado por agua y el mismo Espíritu. «Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto […]. Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea, y se difundió su fama por toda la tierra de alrededor» (Lucas 4: 1, 14).
Este mismo Jesús, después de morir en la cruz y resucitar de la tumba, pero antes de regresar al cielo, profetizó: «Porque Juan ciertamente bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días» (Hechos 1: 5). Diez días después, el día de Pentecostés, todos los creyentes estaban reunidos en un solo lugar. «De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (Hechos 2: 2-4).
Los creyentes que eran tímidos, temerosos o marginados, debido a todo tipo de pecados pasados e historias oscuras, fueron llenos del Espíritu Santo. Oraron, se humillaron y se arrepintieron. Ahora estaban llenos, hasta rebosar, con el regalo que Jesús había prometido. Hablaron con audacia en los idiomas de los muchos peregrinos que se habían reunido en las calles para la Pascua. La multitud testificó: «“¿Cómo, pues, los oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?”» (Hechos 2: 8).
Pedro, quien había declarado públicamente que no sabía nada de Jesús, cuando en realidad lo había seguido durante tres años, se puso del lado de los discípulos. Pedro, el discípulo que había guardado silencio cuando la multitud gritó: «“¡Crucifícale!”» alzó su voz y declaró con firmeza: «“En los postreros días —dice Dios—, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños”» (Hechos 2: 17).
Este Pedro, que una vez estuvo lleno de sí mismo, sumergido en su propia agenda, ahora estaba lleno del Espíritu Santo. Arriesgó su vida para comunicar el mensaje recibido por el Espíritu Santo. La multitud se conmovió y clamó:
«“Al oír esto, se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles:
–Hermanos, ¿qué haremos?
Pedro les dijo:
–Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo, porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llame» (Hechos 2: 37-39).
¡Es hora de que el fuego vuelva a caer!
***
Una mujer se acercó tímidamente a Abril y a mí durante el fin de unas reuniones de reavivamiento que desarrollamos en una pequeña iglesia, al otro lado de las praderas de Alberta, en Canadá.
–¿Le gustaría visitar mi iglesia y hacer un llamado al reavivamiento allí? –preguntó–. ¡Necesitamos desesperadamente un reavivamiento!
–Dígale al pastor de su iglesia que se comunique conmigo. Si Dios nos llama a ir a su iglesia, iremos –le aseguré.
Pasaron los meses. Nada ocurrió, pero oramos por esa iglesia.
Un día, el pastor me llamó, me invitó a visitar la iglesia y a dialogar con los líderes. Conduje por la nieve, orando mientras viajaba. Entré en la iglesia temblando a causa del frío. Caminé por un pasillo oscuro y, finalmente, llegué a una habitación donde un pequeño grupo de líderes desanimados estaba sentado, formando un círculo, esperándome para hablar.
Después de una breve oración, me invitaron a hablar. Compartí mi testimonio sobre lo que Dios había hecho en otras iglesias y escuelas. Hablé del amor de Dios y de su gracia. Expuse, con alegría, el poder de Dios para llamar a todos al arrepentimiento, al perdón y a vivir vidas transformadas. El grupo escuchó en silencio absoluto. Demasiado silencio.
–Por favor, cuéntenme sobre su iglesia –les pedí.
–Bueno… –comenzó uno–, realizar una semana de reavivamiento espiritual no servirá.
Otras voces intervinieron:
–¡Estamos demasiado ocupados durante la semana como para concurrir a la iglesia más de una o dos noches!
–Estamos completamente fragmentados por la cultura y los países de donde venimos. No nos unimos para nada.
Finalmente, otro líder lo resumió:
–Aquí no habrá ningún reavivamiento.
Contuve el aliento, hice una oración en mi mente y respondí:
–Dios puede hacer cualquier cosa. Nada es imposible para Dios.
Los líderes miraron el suelo, me agradecieron por venir y me acompañaron a la puerta. Pero Dios se movió en el corazón de uno o dos de esos líderes, que comenzaron a orar. Oraron y oraron. Y Dios escuchó. ¡Recibí una invitación para realizar un reavivamiento! ¡Dios nos llamó!
Antes de realizar el reavivamiento, les pedimos que organizaran grupos, con la mayor cantidad de personas posibles, para orar , recibir capacitación y convertirse en líderes de grupos pequeños. Ellos estuvieron de acuerdo. Finalmente, llegó la primera noche de reavivamiento. Ingresé en la espaciosa iglesia, donde esperaba encontrar a treinta o cuarenta compañeros de oración.
Una persona, con mucha energía, estaba preparando todo para la reunión. Finalmente, ocho o nueve personas aparecieron. Muchos llegaron tarde y explicaron que no era la mejor noche para una reunión. Oramos con ellos, los instruimos y nos fuimos de la iglesia, sintiéndonos muy preocupados.
Dios nos impresionó para visitarlos nuevamente, así que fuimos, oramos y brindamos una capacitación. La iglesia se comprometió a invitar más personas. La noche señalada, llegamos con mucha esperanza y expectativa. Se habían hecho anuncios desde el frente, durante el servicio de adoración. Sin embargo, ¡la concurrencia fue menor que la primera vez! Pero nos arrodillamos, oramos y reclamamos las promesas de Dios. Uno de los líderes advirtió:
–Llevamos años sin poder reunirnos en la iglesia durante más de uno o dos días seguidos. Pasado este fin de semana, tendrás suerte si tres o cuatro personas asisten al reavivamiento.
Un niño pequeño, al que llamaré Dex, estaba sentado al lado de su madre en nuestro círculo de oración. Agitó su mano en el aire para saludarme y llamar mi atención.
–¿Puedo ser un pequeño líder de grupo? –preguntó.
Dex era joven, muy joven, pero tenía más pasión por el reavivamiento que todos los adultos juntos.
–¡Claro que puedes! –le aseguré–. Colabora con tu mamá. ¡Ustedes pueden trabajar juntos!
Su sonrisa era más grande que la luna. Los ojos de su madre estaban brillantes y relucientes por las lágrimas. Dios susurró en mi corazón: «…y un niño los pastoreará» (Isaías 11: 6).
¡Por fin llegó la noche del reavivamiento! Dex y su mamá se sentaron adelante, junto a otras personas, formando un círculo con las sillas. Mientras yo predicaba sobre el reavivamiento, ellos dirigían a su pequeño grupo en la lectura de la Palabra y en la oración. El Espíritu Santo estaba presente.
–¡Mañana por la noche vendrán menos personas! –prometió un asistente, con un suspiro, mientras salía.
Cada día, algunos de nosotros nos dedicábamos a orar por cada miembro de esa iglesia, ya fuera que asistieran regularmente o no. Le pedimos a Dios que tocara el corazón de cada persona con el amor y el poder del Espíritu Santo, y que hiciera lo que sólo él podía hacer.
La noche siguiente, tuvimos más concurrencia. Personas que normalmente mantenían distancia se acercaron, con cautela, y se sentaron formando pequeños grupos. Dado que provenían de diferentes culturas y nacionalidades, y estaban acostumbrados a sentarse solo con miembros de su mismo grupo, las conversaciones eran superficiales y poco fluidas. Pero ellos vinieron... y Dios obró.
–Mañana comienza la semana laboral, así que supongo que seremos tres o cuatro –predijeron unos líderes leales, con desánimo.
Pero, los creyentes continuaron orando para que el Espíritu Santo llamara a su pueblo durante la semana laboral. Las personas concurrían todas las noches, no dos o tres, sino muchas. Jóvenes y viejos. Personas con su ropa de trabajo. Personas que no asistían a la iglesia desde hacía mucho tiempo.
A medida que el Espíritu Santo tocaba corazones, las personas comenzaban a circular por el salón, hablaban con quienes nunca antes habían hablado y se sentaban a comer juntos antes de las reuniones. Personas que estaban enojadas unas con otras se sinceraron y se pidieron perdón. Personas de corazón duro recibieron el amor de Dios, algunos por primera vez.
Cayó fuego del Cielo. No era el fuego que consume las piedras, sino el fuego de Dios que ilumina la oscuridad, da calor, combate el frío y reúne a los que estaban dispersos para formar la familia de Dios una vez más.
¡Pide fuego! Pídele a Dios, diariamente, que el Espíritu Santo transforme completamente tu vida y la de aquellos que conoces.
Capítulo 7
ESCUCHA LA LLUVIA
«Entonces Elías dijo a Acab: “Sube, come y bebe; porque ya se oye el ruido de la lluvia”» (1 Reyes 18: 41).
Elías oró. El fuego cayó. La gente exclamó:
–¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!
Pero la tierra todavía estaba tan seca como el polvo del desierto. Es posible que Elías haya raspado su sandalia en la agrietada tierra, pensando. Quizás miró a su alrededor por un momento. Las consecuencias de tres años de sequía y de muerte estaban por todas partes: arbustos secos arremolinándose en la montaña, árboles secos que no daban sombra, huesos dispersos de todas las criaturas que no sobrevivieron luego de que los arroyos se secasen. Es probable que Elías haya recordado cuando la Palabra del Señor vino a él, en Sarepta: «“Ve, muéstrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra”» (1 Reyes 18: 1). Había llegado la hora de la lluvia prometida.
Elías se acercó al rey Acab. El profeta sabía que caminar por fe no se limitaba a pedir fuego del cielo. Con autoridad, confiando en la palabra de Dios, Elías ordenó a Acab: «“Sube, come y bebe; porque ya se oye el ruido de la lluvia”» (1 Reyes 18: 41).
Imagínate a Acab, con las cejas arqueadas y el rostro elevado hacia el cielo, en busca de alguna señal de lluvia. No había ninguna. Agudizó su oído, pero solo escuchó los vientos inquietos sobre las rocas. Podría haber reflexionado: «¿Por qué Elías me está pidiendo que coma y beba? No hay nada que celebrar. No veo ni escucho nada que siquiera insinúe que se acerca la lluvia».
Pero Elías se mantuvo firme, obviamente esperando que el rey obedeciera y celebrara la lluvia, que aún no había caído. El rey, acostumbrado a imponer obediencia, obedeció. Pronto, comenzó la fiesta. «Acab subió a comer y a beber. Pero Elías subió a la cumbre del Carmelo y, postrándose en tierra, puso el rostro entre las rodillas» (1 Reyes 18: 42). Elías se humilló ante Dios, y oró con la expectativa de que Dios enviara lluvia, tal como había enviado fuego, inmediatamente después de una oración de fe.
«Luego dijo a su criado:
–Sube ahora y mira hacia el mar.
Él subió, miró y dijo:
–No hay nada.
Pero Elías le ordenó de nuevo:
–Vuelve siete veces» (1 Reyes 18: 43).
Elías oró con la misma fe que cuando oró pidiendo fuego del cielo. Pero nada sucedió. No había ninguna nube en el cielo. Fue una dolorosa prueba de fe. Una cosa es ejercitar tu fe, con valentía, frente a una multitud. Eso da miedo y es difícil. Elías podría haber perdido la vida. Pero orar en secreto, por lo que Dios ya te dijo que sucedería, y no recibir nada, es peligroso. Elías podría haber perdido su fe.
Pero Elías siguió orando y enviando a su criado para comprobar si, al otro lado del mar Mediterráneo, había alguna señal de nubes que se acercaban. Elías no se rindió. ¿Por qué? Porque le estaba pidiendo a Dios que hiciera lo que había prometido hacer. Dios había prometido traer lluvia y Elías estaba decidido a orar hasta que Dios cumpliera su promesa.
«A la séptima vez el criado dijo:
—Veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube del mar.
Elías dijo:
—Ve y dile a Acab: “Unce tu carro y desciende, para que la lluvia no te lo impida”» (1 Reyes 18: 44).
Elías oró hasta que Dios le concedió una mínima evidencia de que estaba respondiendo a su oración. La evidencia era escasa: solo una pequeña nube. Pero era suficiente para un hombre que creía que Dios cumplía lo que había prometido.
Elías envió inmediatamente a su criado para advertir al rey: «“Unce tu carro y desciende, para que la lluvia no te lo impida”» (1 Reyes 18: 44). Elías volvió a arriesgar su reputación al ordenar al rey que interrumpiera la comida, recogiera sus cosas y bajara de la montaña antes de que llegara la lluvia… ¡incluso antes de que cayera una gota!
Elías obró por fe. Vivió por fe en el poder de Dios para hacer lo imposible. Al dar un paso por fe, Dios lo honró. «Entre tanto, aconteció que los cielos se oscurecieron con nubes y viento, y hubo un gran aguacero. Subió a su carro Acab y se fue a Jezreel» (1 Reyes 18: 45).
Debemos escuchar el sonido de la lluvia antes de que llegue. «“En los postreros días —dice Dios—, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños» (Hechos 2: 17) «Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de consuelo y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado» (Hechos 3: 19, 20).
***
A mitad de la semana de reavivamiento en la iglesia de Dex, Abril y yo convocamos a una jornada de ayuno y oración para la mañana siguiente, en la iglesia. Creímos, por fe, que Dios estaba listo para hacer mucho, mucho más por su pueblo.
Al día siguiente, nos dirigimos a la iglesia con entusiasmo. La gente concurría de noche, cuando nadie esperaba que lo hicieran, así que sabíamos que Dios podía traer a su pueblo en pleno día para ayunar y orar por más. Llegamos justo antes del mediodía y notamos que éramos el único coche en el estacionamiento.
–Bueno, quizás estacionaron atrás para hacer más espacio –comentamos entre nosotros.
Entramos en la iglesia y estaba tan silenciosa como una tumba. No había nadie. El reloj dio las doce. Nos arrodillamos y oramos para que Dios hiciera cosas poderosas para su gloria. Los minutos pasaron. Nadie apareció.
Entonces la puerta se abrió con un chirrido. Alzamos la vista, pero no vimos a nadie. ¿Era esto algún tipo de broma cruel? Luego miramos hacia abajo ¡Y vimos a Dex!
–¡Hola Dex! ¿Qué estás haciendo aquí hoy? –pregunté, sorprendido.
Dex me miró, muy desconcertado.
–Bueno, hoy estoy ayunando y orando. ¿No es eso lo que se suponía que debíamos hacer?
–¡Sí! ¡Claro que sí! –respondí con sorpresa.
Me quedé estupefacto. Aquí estaba este niño, que cursaba los grados inferiores de la escuela primaria, en la iglesia para orar ¿Dónde estaban todos los demás?
–Dex –le pregunté–. ¿Por quién quieres orar? Abril y yo oraremos contigo.
Sin perder un segundo, Dex nos miró directamente a los ojos y dijo:
–He venido a orar por mi papi, para que Dios hable a su corazón y forme parte de este reavivamiento.
Me aclaré la garganta. Yo sabía que su papá no quería ni tenía intenciones de concurrir. Todas las noches, Dex y su mamá dirigieron su pequeño grupo juntos, sin él.
–De acuerdo, Dex. ¡Puedes empezar! –lo animé.
Dex clamó para que Dios trajera a su papá a formar parte del reavivamiento y para hacer de su hogar, un hogar feliz. Dex oró con expectativa, con esperanza, con fe en que Dios podía y haría cualquier cosa. Mientras orábamos, escuchamos que la puerta se abría y se cerraba. Alguien se acercó hasta donde estábamos orando y cayó de rodillas. Abrí un ojo para ver quién acababa de unirse a nuestra oración. ¡Era el papá de Dex, que se había arrodillado junto a su hijo! Con los ojos llenos de asombro, Dex miró a su padre.
–Papi, estábamos orando para que vinieras. ¡Dios te trajo aquí!
Más tarde, el padre de Dex nos comentó que no tenía intenciones de concurrir a la iglesia para orar o ayunar, ni ese ni ningún otro día. Pero, de repente, Dios movió su corazón para que concurriera a la iglesia a orar. Después de eso, vino noche tras noche. ¡Escucha la lluvia!
Actúa según las promesas de la Palabra de Dios, incluso cuando no veas nada.
Capítulo 8
DEJA ATRÁS EL CARRUAJE
«Pero la mano de Jehová estaba sobre Elías, que se ciñó la cintura y corrió delante de Acab hasta llegar a Jezreel» (1 Reyes 18: 46).
Elías vio cómo las nubes oscurecían el cielo, los relámpagos destellaban y comenzaba a llover. Quizás sonrió cuando vio al rey Acab precipitarse salvajemente en su carro, tirado por caballos, por la escarpada montaña. Es posible que haya notado que Acab lo dejaba allí y que debería bajar la montaña, bajo la lluvia, por su cuenta. Por supuesto, no era costumbre de la realeza ofrecer un aventón a la gente común… ni siquiera a un profeta del Dios vivo.
Sin embargo, las Escrituras declaran algo inesperado: «Pero la mano de Jehová estaba sobre Elías» (1 Reyes 18: 46). ¿A qué se refiere con “la mano del Señor”? El Salmo 139: 7 al 10 nos da la respuesta:
«¿A dónde me iré de tu espíritu?
¿Y a dónde huiré de tu presencia?
Si subiera a los cielos, allí estás tú;
y si en el seol hiciera mi estrado, allí tú estás.
Si tomara las alas del alba
y habitara en el extremo del mar,
aun allí me guiará tu mano
y me asirá tu diestra».
La Palabra de Dios compara el Espíritu de Dios con la mano del Señor. El Espíritu Santo hace que las cosas sucedan. Él es alguien, no algo; es la mano invisible sobre el pueblo de Dios, liderando y guiando. El hombre no le dice al Espíritu de Dios qué hacer; el Espíritu de Dios le dice al hombre qué hacer. El Espíritu de Dios está al mando del creyente que sigue a Dios con total entrega.
Cuando la mano del Señor vino sobre Elías, fue fortalecido por el Espíritu de Dios para hacer aquello que no había planeado hacer, y que no tenía poder para hacer por sí mismo. Logró lo que probablemente nunca hubiera deseado hacer.
Elías recibió poder para correr bajo el aguacero, en medio del barro, en la oscuridad de la tormenta, delante del carro y los caballos que llevaban al hombre que lo odiaba. Elías no discutió ni le sugirió a Dios que, tal vez, sería una bendición que Acab tuviera un accidente y perdiera la vida en el descenso de la montaña. Simplemente, corrió como nunca antes había corrido, no por un kilómetro, sino por más de 27 kilómetros, para guiar al malvado rey, con seguridad, a su cómodo palacio en Jezreel.
A través del tiempo, el Espíritu del Señor ha visitado a su pueblo para darle poder para hacer lo que no podría hacer de otra manera:
«Entonces el espíritu de Jehová vino sobre Gedeón, y cuando éste tocó el cuerno, los abiezeritas se reunieron con él» (Jueces 6: 34). El Espíritu del Señor le dio a Gedeón, un guerrero asustado, coraje para tocar la trompeta, movilizar un ejército y enfrentar circunstancias imposibles. «Entonces el espíritu de Jehová vino sobre Jefté, y éste recorrió Galaad y Manasés. De allí pasó a Mizpa de Galaad, y de Mizpa de Galaad pasó a los hijos de Amón» (Jueces 11: 29). El Espíritu del Señor proporcionó a Jefté el coraje para regresar al lugar de su rechazo, levantarse y convertirse en quien Dios lo había llamado a ser.
«Y estaba allí Jahaziel (…) sobre el cual vino el espíritu de Jehová en medio de la reunión; y dijo: “No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios”» (2 Crónicas 20: 14, 15). El Espíritu del Señor le dio poder a Jahaziel para levantarse y hablar, para ser la voz del coraje y la fe ante la crisis y la expectativa de fracaso.
«La mano de Jehová vino sobre mí, me llevó en el espíritu de Jehová y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos […]. Profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron y se pusieron en pie. ¡Era un ejército grande en extremo!» (Ezequiel 37: 1, 10). El Espíritu del Señor vino sobre Ezequiel y le dio poder, en una visión, para llamar a los huesos secos a vivir y ser un ejército para Dios.
«Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre, y Elisabet, llena del Espíritu Santo, exclamó a gran voz: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”» (Lucas 1: 41, 42). El Espíritu Santo llenó a Elisabet y le otorgó sabiduría de Dios para ser la primera en declarar, con valentía, la identidad profetizada del bebé que nacería de María.
El Espíritu de Dios te toma tal como eres, acude al lugar en el que estés y hace, en ti y a través de ti, aquello que tú no tienes poder para ser ni hacer por ti mismo.
***
Era una noche de invierno fría y amarga aquí en Canadá. La voz del pastor en el teléfono sonaba muy cansada.
–Necesitamos desesperadamente que Dios traiga un reavivamiento aquí!
Ya era tarde. Oramos de rodillas en busca de dirección. El Espíritu Santo me impresionó a ser muy audaz.
–Reúnan a sus líderes mañana, viernes, por la noche, y acudamos a Dios en oración. Veamos si estarían dispuestos a tener un reavivamiento a partir del sábado por la noche –propuse.
–¡Se supone que mañana en la noche habrá una tormenta de nieve! –respondió el pastor, con preocupación–. No sé si puedo conseguir que alguien concurra avisando con tan poca antelación y con tan mal tiempo.
–Estoy dispuesto a cruzar la pradera en coche para orar contigo y tus líderes, si ustedes así lo desean –le ofrecí.
La noche siguiente, Abril y yo conducimos en medio de las nevadas que dejaban, en ocasiones, una visibilidad de casi cero. Un pequeño grupo de líderes estaba acurrucado en la iglesia, tratando de mantenerse en calor. Oramos y reclamamos las promesas de Dios de despertar a su pueblo, llamarlos y transformarlos. Dios impresionó nuestros corazones. ¡Acordamos iniciar un reavivamiento en el peor de los climas!
El Espíritu de Dios calentó nuestro corazón y nos guio, con seguridad, en cada noche de nieve, incluso cuando fuimos cegados por camiones dobles que pasaron a nuestro lado. A menudo, nos preguntábamos: ¿Por qué Dios quiere hacer este reavivamiento ahora? ¿No podría haber esperado a la primavera? Pero, vez tras vez, el Espíritu Santo hablaba a nuestros corazones y reafirmaba la urgencia.
Una disputa entre dos familias dividió a la iglesia. Algunos tomaron posición a favor de una familia y otros apoyaron a la otra familia en cuestión. Cada noche se percibía una tensión en el aire, derivada de mucha amargura y dolor. Todos escucharon el llamado de Dios, en la Biblia, a regresar a él y perdonarse los unos a los otros. Las dos familias en cuestión esperaban que fuera la otra la que diera el primer paso para pedir perdón.
Una noche, allí en la iglesia, compartí un mensaje sobre el poder del Espíritu Santo para hacernos una cirugía de corazón tal que eliminara nuestra amargura, o cualquiera otra cosa que nos mantuviera alejados unos de otros y de Dios.
Hice un llamado a aquellos que necesitaban esta cirugía de corazón; los insté a humillarse ante Dios y pedir esa cirugía del corazón en ese momento. Esa noche, vi cómo las dos familias en desacuerdo tomaban caminos separados para salir de la iglesia, tal como lo venían haciendo las otras noches.
–¿Cuánto tiempo más, Señor? –suspiré. ¡Cuánto anhelaba ver a Dios sanar a ambas familias! Junto a Abril, caminé por la nieve hasta llegar a nuestra camioneta. Justo cuando abrí su puerta, ella recordó que había dejado algunos platos en la cocina de la iglesia.
–Iré a buscarlos –dije, y corrí de regreso a la iglesia.
Cuando doblé en la esquina, entré a la cocina y tuve el susto de mi vida. Allí, delante de mí, estaban las dos madres de las dos familias enfrentadas manteniendo una conversación seria. Retrocedí, de puntillas, y salí de la cocina tan rápido como pude.
–¿Dónde están los platos? –preguntó Abril, mientras yo saltaba dentro de la camioneta.
–No pude traer los platos. Creo que Dios está trabajando en la cocina ahora mismo –respondí.
Luego, le conté que las dos mujeres, que habían procurado mantener distancia la una de la otra, estaban hablando. Oramos y oramos de camino a casa, a través de la nieve. Oramos para que el Espíritu Santo hiciera lo que ninguna mujer tenía el poder de hacer por sí misma. Antes de llegar a casa, recibimos la llamada telefónica de una de las madres y pudimos escuchar el resto de la historia. La madre más joven había estado trabajando en la cocina, después del reavivamiento, y quedó muy sorprendida al ver a la otra madre caminar directamente hacia ella, con la intención de hablar. Por un momento, sintió un calor especial en el corazón. «¡Seguro que viene a disculparse!» pensó para sí misma. «¡Guau! ¡Dios está haciendo lo imposible!»
La madre mayor se acercó a la menor y le dio una gran sorpresa ya que procedió a marcarle todos sus errores. La madre joven no podía creerlo. «¿Ninguna disculpa? ¿Ningún “lo siento”?» La ira brotó en su interior. La amargura de los años la abrumaron y huyó de la cocina, llorando.
Pero el Espíritu de Dios estaba obrando. «¿Acaso no pediste una cirugía de corazón?», le preguntó el Espíritu Santo. Dios la desafió a hacer lo que no quería hacer, y el Espíritu de Dios le dio poder para hacer lo imposible. En silencio, mientras las lágrimas caían por su rostro, miró hacia arriba y hacia abajo buscando lo que necesitaba: una toalla y una palangana. Llenó la palangana con agua tibia, agarró la toalla limpia y entró tímidamente en la cocina con el corazón acelerado.
La madre mayor todavía estaba allí. Se dio vuelta y quedó con la boca abierta mientras la joven mamá se arrodillaba a sus pies. Suavemente, quitó las botas de la madre mayor, lavó con ternura cada pie y los secó con la toalla. Nadie dijo una palabra. Dios estaba allí, acercándose a sus dos preciosas hijas.
–¡Lamento mucho cómo te he lastimado! ¿Podrías perdonarme, por favor? –preguntó la madre joven. El Espíritu de Dios derritió ambos corazones. Se abrazaron, se perdonaron y oraron.
El Espíritu Santo cortó la amargura que se interponía entre ellas y sanó, en un momento, lo que podría haber separado a las madres por el resto de la vida.
El marido de la madre joven se enteró de esto, más tarde, esa noche, y el Espíritu de Dios ablandó su corazón. Al día siguiente, ofreció el mismo regalo al marido de la madre mayor. ¡Lavó los pies del hombre, los secó con una toalla y pidió perdón con sinceridad! Dos hombres voluntariosos se hicieron hermanos ese día.
El Espíritu del Señor está preparado para hacer en ti lo que nunca podrás hacer solo: transformar tu corazón, sanar tus amarguras y librarte a fin de que seas quien Dios te ha llamado a ser. En ocasiones, el Espíritu Santo te sorprenderá llevándote a lugares donde no irías solo, o haciéndote decir lo que nunca te atreverías a decir. Y a veces… ¡te ayudará a dejar el carruaje atrás!
Depende del poder del Espíritu Santo en cada momento.
Capítulo 9
ESCUCHA EL SUSURRO
«¿Qué haces aquí, Elías?» (1 Reyes 19:13).
Elías corrió delante del carruaje de Acab, bajo la lluvia, todo el camino a Jezreel, y probablemente se desplomó, exhausto, a la altura de la puerta principal de la ciudad. Quizás puso su manto sobre su cabeza para protegerse de la tormenta.
Mientras tanto, el rey Acab se abría camino hacia el palacio para informar a su esposa Jezabel de todos los acontecimientos del día. Ella había nacido y crecido en una de las fortalezas del culto a Baal. Para Israel, era la campeona de la adoración a Baal. Ella escuchó, con creciente irritación, cómo Elías había ordenado a su marido que reuniera a Israel en el Carmelo y cómo había iniciado una contienda entre Baal y el Señor Dios. Se sentía profundamente preocupada con la exhibición pública de la incapacidad de los sacerdotes de Baal para crear una «respuesta creíble de Baal» a través del fuego.
Jezabel se estremeció al enterarse que Elías había reconstruido el altar derribado al Señor Dios. Se llenó de ira cuando Acab detalló cómo el Señor Dios respondió la oración de Elías con fuego. ¡Cuando se enteró del fin de sus profetas, su hostilidad no tenía límites! El tamborileo constante de la tan esperada lluvia sobre el tejado de la residencia del palacio real no hizo nada para disminuir su deseo de deshacerse de Elías de una vez y para siempre.
Imagina al profeta cansado, desplomado contra la muralla de la ciudad, bajo la lluvia. De pronto, una mano lo estrecha bruscamente y lo despierta. Elías levanta la capa para ver quién es: ¡un mensajero real! ¡Quizás su corazón saltaba de alegría! Tal vez pensó que el rey y la reina lo estaban invitando al palacio para arrepentirse de sus caminos y regresar al Señor Dios. Pero no sería así.
Las Escrituras dicen: «Entonces envió Jezabel a Elías un mensajero para decirle: “Traigan los dioses sobre mí el peor de los castigos, si mañana a estas horas no he puesto tu persona como la de uno de ellos”» (1 Reyes 19: 2). Sorprendido, miró cómo el mensajero escapaba bajo la lluvia. La lluvia fría goteaba sobre su cabeza y se deslizaba por su nariz. Estaba hambriento, frío y mojado. Desanimado por el desafío de Jezabel y la cobardía de Acab, Elías reflexionó sobre su triste destino. Si la reina tenía oportunidad de llevar a cabo sus planes, pronto, él estaría muerto.
El miedo se apoderó de su corazón. Dudas sobre el valor de lo que había sucedido durante el día se deslizaron en su mente. Quizás todo había sido en vano. Tal vez, nada haría que el pueblo de Dios regresara a él. «Viendo Elías el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida» (vers. 3).
Elías se enfrentó a un rey enojado sin miedo. Se levantó contra la multitud y desafió, sin temor, a sus compatriotas a elegir a quién adorarían. Hasta donde él sabía, estaba solo cuando clamó por fuego del cielo. Hasta donde podía ver, solo él había clamado a Dios por la lluvia.
Pero ahora, incluso después de ver la poderosa mano de Dios, Elías corrió. Cruzó a trote la ciudad, hacia los pueblos y pequeñas aldeas. Corrió hacia el desierto. Completamente desesperado, exclamó: «“Basta ya, Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres”» (vers. 4). Dios envió un ángel dos veces para alimentar al desanimado, suicida profeta. «Se levantó, pues, comió y bebió. Fortalecido con aquella comida anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios» (vers. 8).
Elías subió la alta montaña. El Monte Carmelo estaba muy lejos, tanto en términos de distancia como de pensamientos. Quizás le parecía que Dios también estaba muy, muy lejos. «Allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Llegó a él Palabra de Jehová, el cual le dijo: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (vers. 9).
Esa era la última pregunta que el profeta fugitivo quería oír. Elías respondió defendiéndose ante Dios. Defendió su celo y enumeró los pecados de sus compatriotas. Penosamente, concluyó gimiendo: «“Solo yo he quedado y me buscan para quitarme la vida”» (vers. 10).
Dios no discutió con su desanimado seguidor, sino que lo llamó: «“Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová”» (vers. 11). Elías, cansado, obedeció. «En ese momento pasaba Jehová, y un viento grande y poderoso rompía los montes y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Tras el viento hubo un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto» (vers. 11-12).
Elías conocía esa voz apacible y delicada. Él sabía que el Señor Dios lo estaba llamando con un suave susurro. «Cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con el manto, salió y se puso a la puerta de la cueva. Entonces le llegó una voz que le decía: —¿Qué haces aquí, Elías?» (vers. 13).
Dios sabía que Elías todavía no había respondido a una pregunta profunda. ¿Por qué estaba donde estaba, tan lejos del último lugar donde Dios lo había llamado? Le había dado a Dios excusas, pero no una respuesta verdadera.
Hasta este punto, Elías sólo se había movido cuando Dios le había ordenado que se moviera. Su forma de vida diaria era aprovechar el momento. Dios le dijo que se detuviera dondequiera que Dios le indicara. Su vida había sido un continuo testimonio de la fidelidad y el poder de Dios para que su pueblo viva fielmente.
Elías ofreció la misma pobre lista de excusas. Dios escuchó pacientemente, sin interrumpirlo ni exasperarse. Dios escuchó al hombre que consideraba como a un hijo muy amado. Entonces, Dios reveló su gracia al descarriado Elías. Él podría haberle dicho al seguidor cansado que había fracasado o que era mejor que se retirara del ministerio. Pero Dios tiene lugar en su reino para los seguidores que corren por el camino equivocado, se rinden y se sientan cuando deberían mantenerse de pie.
¡Dios le susurró a Elías que tenía mucho más para hacer! Así que, envió a Elías a discipular y guiar a un hombre joven. Y, antes de que Elías dejara la montaña, Dios susurró una vez más: «Pero haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal y cuyas bocas no lo besaron» (vers. 18).
***
Doug corría lo más rápido que podía en la dirección equivocada. Unos años antes, había buscado a Dios en su ciudad, desde el oriente hasta el occidente, y lo había encontrado. Encontró la verdad acerca del Dios vivo, pero no había vivido esa verdad de Dios.
Ganaba mucho dinero, conducía un buen camión, tenía muchos amigos bebedores, una hermosa casa, esposa y familia. Con el tiempo, se separó de su esposa y se distanció de sus hijos; se degradó en sus hábitos y adicciones, que lo convirtieron en un esclavo indefenso.
Un día, el Señor Dios le susurró al corazón. Dios llamó a Doug para que considerara la forma destructiva en que estaba viviendo y volviera a él con todo su corazón. Dios prometió darle a Doug un corazón nuevo y ser su fuerza para apartarlo de todo lo que lo tenía encarcelado.
Doug se sintió desanimado y temió perderlo todo, pero mantenía la esperanza. Eligió escuchar la voz suave y delicada de Dios. Le entregó todo lo que era y todo lo que tenía al Señor Dios. Condujo su camioneta hasta su casa, tomó algunas bolsas de basura y las llenó con cualquier cosa que comprometiera su relación con Dios. Tiró DVDs, CDs, revistas y cualquier otra cosa que lo alejara del Dios vivo. Limpió toda su casa. Solo faltaba un lugar... y Doug no quería entrar allí. Era su garaje. El Espíritu de Dios desafió a Doug a entregar toda su vida, no una parte de ella. No la mayor parte. Todo.
Doug entró al garaje y se detuvo frente a un hermoso refrigerador lleno de las bebidas alcohólicas que él y sus amigos tanto disfrutaban. Movido por el poder del Espíritu Santo, Doug arrastró el refrigerador hasta su camioneta y, sin nadie más que Dios para ayudarlo, lo subió a la parte trasera de la camioneta.
Temiendo verse tentado a tomar un último trago, salió a toda velocidad desde su casa hasta el basurero de la ciudad. Allí, tiró las bolsas de basura y, luego, empujó el refrigerador, lleno de bebidas alcohólicas, fuera del camión. Lo vio caer al vertedero y se marchó. Era un hombre libre.
Dios libera a su pueblo para que pueda adorarlo, tener relaciones amorosas y sentir la alegría de servirlo. Dios le dio a Doug amor por su Palabra y por la oración. También, Dios le dio amor por su esposa e hijos; gentileza y paciencia para ver a Dios restaurar su matrimonio y su familia. Desde hace más de un año, Doug y su esposa tienen el gozo de servir a Dios juntos y compartirlo alrededor del mundo. Escucha el susurro.
Permite que Dios desafíe tu situación actual y redirija tu vida.
Capítulo 10
LLAMA A TU ELISEO
«Elías pasó ante él y echó sobre él su manto» (1 Reyes 19: 19).
Elías regresó a Israel, en humildad, pero fortalecido al conocer el amor y la gracia del Señor Dios. Sí, había corrido en la dirección equivocada en el mismo momento en que Dios estaba listo para atraer a todo Israel a un reavivamiento. Pero Elías sabía que Dios siempre cuidaba de él. Así, fue empoderado a continuar trabajando como mensajero del Dios viviente.
Mientras caminaba penosamente por las colinas y los valles de Israel, quizás haya sonreído ante el toque de verde brotando en los campos. Las lluvias infundían nueva vida a la tierra. Se distinguía cómo los pequeños arroyos cobraban fuerza día a día. «Partió de allí Elías y halló a Eliseo hijo de Safat, que estaba arando. Delante de él iban doce yuntas de bueyes, y él conducía la última. Elías pasó ante él y echó sobre él su manto» (1 Reyes 19: 19).
El manto de Elías era más que una polvorienta y raída prenda que olía a innumerables fogatas. Era el símbolo de la autoridad y del llamado de Dios en la vida de Elías. Elías vio a Eliseo y supo lo que debe hacer: tenía que llamarlo para que lo siguiera.
De manera tal que Elías echó su manto sobre los hombros del joven Eliseo y siguió caminando, como si nada fuera de lo común hubiera sucedido. Sin embargo, el significado del manto no pasó desapercibido para Eliseo, quien entendía que representaba el llamado de Dios a seguir a Elías. «Entonces dejó los bueyes, salió corriendo detrás de Elías y le dijo: —Te ruego que me dejes besar a mi padre y a mi madre; luego te seguiré» (vers. 20).
Elías puso a prueba al joven. Le dio a Eliseo una oportunidad de rechazar el llamado. Él exclamó a Eliseo: «Ve, vuelve; ¿qué te he hecho yo?» (1 Reyes 18: 20). Pero Eliseo estaba dispuesto a avanzar y ser quien Dios lo llamaba a ser, y «después se levantó, se fue tras Elías y lo servía» (vers. 21).
Elías tuvo que humillarse a sí mismo y colocar su manto sobre hombros más jóvenes. Tuvo que someterse al plan de Dios de levantar un líder joven, que pronto lo reemplazaría, y rendirse a la verdad de que era prescindible y que la obra de Dios continuaría bien sin él.
***
Una mañana, muy temprano, mientras oraba en el campo, Dios trajo la profecía de Hechos 2: 17 a mi mente: «En los postreros días —dice Dios—, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán». Profetizar es compartir la Palabra de Dios, por el poder de Dios, al pueblo a quien Dios te envía para compartirlo.
“Dios, ¿qué quieres que haga para ayudar a tus hijos e hijas a profetizar?”, pregunté. Dios me impresionó para que comenzara a instruir a niños y jóvenes a fin de que predicaran la Palabra de Dios de forma práctica. Empecé capacitando a dos adolescentes a través de la oración y el estudio de la Biblia. Luego, Dios me encargó hacer lo mismo con los niños y otros jóvenes.
Solicité que el niño o adolescente concurriera con uno o ambos padres. Oramos juntos y planificamos un mensaje en base al mensaje de Dios en su Palabra. El niño o joven preparaba el mensaje conmigo durante cinco sesiones. Por su parte, los padres trabajaban con el niño entre sesiones. Finalmente, predicaba en equipo con el niño o joven.
En una iglesia, encontré resistencia. Algunos no estaban a gusto con que niños y jóvenes prediquen y enseñen sobre la Palabra de Dios. Por este motivo, se fueron y no regresaron.
Recuerdo a Darla, una joven adolescente tímida, enamorada de Dios, pero con gran temor de hablar en público. Ella tenía unos trece años en ese momento. Me di cuenta de que miraba, desde el otro lado de la habitación, mientras yo entrenaba a su hermano mayor para que predicara conmigo unas semanas más tarde. Entonces, crucé la habitación y le pregunté:
–Darla, pareces muy interesada en lo que tu hermano mayor está haciendo. ¿Quisieras aprender a predicar la Palabra de Dios?
–¡Nunca podría hacer eso! –respondió, aterrada.
–Darla –pregunté suavemente–. ¿Pasas tiempo, cada día, con Dios en su Palabra y en oración?
–Oh, sí. La mayoría de los días –respondió en voz baja.
–Entonces –dije–, ¡Dios te ha dado algo para compartir! ¿Podrías orar durante la próxima semana acerca de la posibilidad de predicar la Palabra de Dios conmigo?
Ella estuvo de acuerdo. Después de orar durante una semana por Darla, le pregunté:
–¿Cuál es tu respuesta después de orar durante una semana? ¿Predicarás conmigo?
–¡Dios quiere que lo haga! –respondió en voz baja.
–¡Excelente! –dije con alegría–: Preparémonos para predicar juntos la semana que viene.
–¡Una semana! –exclamó–. ¡Pensé que tal vez podríamos prepararnos para predicar dentro de seis meses o un año!
–¡Este es el momento! –la animé.
Me reuní cinco veces con esta niña y sus padres. Juntos oramos pidiendo un mensaje del Señor. Estudiamos la Palabra y nos preparamos para predicar en equipo.
Cuando nos paramos frente a la iglesia, Darla estaba absolutamente aterrorizada, pálida y nerviosa. Sus manos agarraban el podio con todas sus fuerzas. Predicamos la Palabra juntos, y cada vez que esta chica extremadamente tímida hablaba, la audiencia literalmente se inclinaba hacia ella, como si intentara atrapar todo lo que la improbable oradora tenía para decir acerca de Dios. Llegamos a la conclusión y Darla habló nuevamente. Respiró hondo y observó aterrorizada el mar de caras frente a ella.
–¿Saben por qué estoy predicando la Palabra de Dios hoy? –preguntó a la audiencia–. No es para complacer a mis padres ni al pastor. Este es el último lugar donde querría estar. Estoy predicando hoy por amor a Dios y por su amor por mí. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas
–Predico la Palabra porque amo Dios y quiero que lo ames y lo conozcas, también. Si Dios puede ayudarme a predicar la Palabra, y ustedes saben que soy la persona más tímida de toda la iglesia, entonces, ¿cómo no los ayudará a hacer lo mismo?
La pregunta se elevó ante el público y se instaló incómodamente en los corazones de jóvenes y ancianos, trayendo a muchos la convicción de que ya no debían estar en silencio. En ese momento, Darla simplemente se sentó. No había nada más que decir.
Un hombre tranquilo, que estaba a punto de jubilarse, se acercó a mí después del servicio. Miró a ambos lados, para asegúrese de que nadie estuviera escuchando, antes de hablar.
–Si Dios pudo hablar a través de Darla hoy, ¿crees que podría hablar a través de mí? –preguntó tímidamente.
Dos semanas después, estaba predicando la Palabra.
Un día, una abuela, encorvada por la edad, se acercó a mí apoyándose pesadamente en su bastón.
–¡Necesito hablar con usted acerca de estos niños y jóvenes que predican la Palabra! –pidió resueltamente.
Suspiré y me preparé para recibir más críticas.
–¡Inclínate aquí para que pueda decirle algo al oído! –ordenó.
Me incliné hasta quedar a su altura. Ella ahuecó mi oreja con sus manos artríticas y susurró:
–¿Sabe una cosa? Estos jóvenes que están predicando… Bueno, ¡el asunto es que predican mejor que usted!
Sonreí, la abracé y le dije:
–¡Alabado sea Dios! ¡Esta es la mejor noticia que podrías haberme dado!
Llama a tu Eliseo.
Pregúntale a Dios a quién está llamando para reemplazarte. ¡Invita a esa persona a unirse a ti!
Capítulo 11
CRUZA TU JORDÁN
«Tomó entonces Elías su manto, lo dobló y golpeó las aguas, las que se apartaron a uno y a otro lado, y ambos pasaron por lo seco» (2 Reyes 2: 8).
Elías y el joven Eliseo caminaron juntos por los senderos y las calzadas de Israel durante varios años. Eliseo observó y aprendió mientras Elías llamaba al pueblo a la fe del Señor Dios. Elías continuó confrontando a Acab y, más tarde, también al rey Ocozías, con la verdad de Dios.
Un día aparentemente normal, Elías le pidió a Eliseo que se quedara mientras él viajaba a Betel. Pero Eliseo era un fiel discípulo de Elías. Quería ayudar, aprender y crecer a partir de todos y cada uno de los momentos posibles. «Eliseo respondió: —¡Vive Jehová y vive tu alma, que no te dejaré!» (2 Reyes 2: 2). Entonces viajaron juntos.
De alguna manera, Eliseo había entendido que Dios tenía la intención de llevarse a Elías ese mismo día. Por este motivo, estaba decidido a saborear hasta el último momento con su mentor y amigo.
En Betel, Elías le pidió a Eliseo que se quedara allí mientras viajaba a Jericó. Nuevamente Eliseo dijo: «No te dejaré». Y viajaron juntos a Jericó. En Jericó, Elías le pidió a Eliseo que se quedara allí mientras Dios lo enviaba al Jordán. Eliseo respondió: «No te dejaré» (vers. 6). Así que caminaron juntos hacia el Jordán.
Cincuenta jóvenes de los hijos de los profetas observaron cómo Elías y Eliseo se acercaban al agitado río Jordán. Elías podría haberles pedido a los jóvenes que le consiguieran un barco para cruzar el río. También podría haber buscado río arriba y río abajo el lugar más estrecho para cruzar.
El Jordán era una barrera hacia donde el Espíritu de Dios estaba guiando a Elías y a Eliseo. El río estorbaba el camino, pero Elías quería cruzarlo a la manera de Dios y no por su propio poder. «Tomó entonces Elías su manto, lo dobló y golpeó las aguas, las que se apartaron a uno y a otro lado, y ambos pasaron por lo seco» (2 Reyes 2: 8).
Los cincuenta jóvenes, hijos de los profetas, observaron con la boca abierta mientras Elías golpeaba el rio Jordán con su manto. Golpeó las aguas por fe en el poder omnipotente de Dios, con la expectativa de que Dios las separaría para ellos. ¡Y Dios lo hizo! Elías cruzó tranquilamente. ¡Eliseo cruzó el río asombrado!
El manto de Elías era un símbolo del poder y la autoridad de Dios, tal como lo fue la vara de Moisés. No había magia ni poder en el manto; todo el poder y la autoridad provenían de Dios. El mensaje era innegable: ¡ningún río, ningún desafío que se interponga en el camino de lo que Dios nos ha llamado a hacer es más grande que el Dios que nos llamó! Los ríos son para cruzarlos... ¡a la manera de Dios!
***
Teníamos que cruzar un río cuando nos mudamos a Canadá. Llegamos a Lacombe, Alberta, con menos de cien dólares en efectivo, y eso era todo. Nuestro “río a cruzar” era la necesidad de encontrar una vivienda para alquilar de inmediato.
–¡Vamos a buscar una casa para alquilar! –le dije a mi esposa, después de unos días con unos amables amigos.
Abril me miró con grandes signos de interrogación en sus ojos.
–¿Qué tipo de casa estamos buscando? ¿En el rango de menos de cien dólares? –preguntó.
–Oremos para que Dios nos ayude a encontrar la casa que él quiere que tengamos, y confiemos en eso. Él proveerá los fondos para alquilarla.
Abril, Jessica y yo comenzamos a buscar un lugar para vivir. Sabíamos que faltaban solo unas pocas semanas para la primera nevada, así que encontrar vivienda estaba en la cima de nuestra lista de prioridades. Finalmente, encontramos una casa linda y pequeña que fue del agrado de Abril. Estaba cerca de la escuela de Jessica, del almacén, el banco y la oficina de correos.
–Si hay mal tiempo, puedo llegar fácilmente al lugar que necesite, incluso si las carreteras están resbaladizas –dijo Abril.
El dueño nos informó el valor del alquiler mensual y nos dijo que necesitaba la misma cantidad en calidad de depósito de seguridad. ¡Quedamos atónitos! En comparación con la vivienda anterior, en la que habíamos pasado tanto tiempo, era un lugar mucho más pequeño, pero el precio era más alto de lo que estábamos acostumbrados a pagar. Oramos y Dios nos impresionó con que habíamos encontrado el lugar adecuado para vivir. Pero ¿de dónde íbamos conseguir tanto dinero? No teníamos ni idea. ¡Seguimos orando y Dios nos impresionó a dar un paso al frente en el proverbial “río Jordán” y cruzarlo! Llamamos al dueño, que nos dijo:
–Si realmente desean alquilar, será mejor que lo hagan rápido.
–¡Excelente! –respondí–. Estaré allí mañana por la tarde, a las 7:00 p.m., para firmar los papeles.
–De acuerdo. Y trae el valor del alquiler y el depósito de seguridad –añadió el dueño amablemente.
–Sí, señor –respondí en voz baja.
Esa noche oramos y oramos. A la siguiente mañana, oramos y reclamamos las promesas de Dios de que se ocuparía de todas nuestras necesidades. Reclamamos Filipenses 4: 19: «Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús».
Temprano en la mañana, fui a predicar a unas reuniones de reavivamiento. Eran las 5:58 a.m. y estaba abriendo mi Biblia sobre un pequeño podio, mientras la gente se reunía para orar. Estaba preparándome para empezar la reunión cuando un hombre se acercó, me tomó por el cuello y me sacó al pasillo. Solo habíamos estado en Canadá unos pocos días. Mi mente se aceleró pensando en la posibilidad de haberle hecho algún mal a alguien como para causar que me sacaran públicamente del cuello, en una reunión de oración. Estaba completamente desconcertado. El hombre bajó la voz y dijo:
–Esta mañana estaba caminando por mi casa a oscuras para llegar a esta reunión de oración. Cuando pasé frente a la televisión, Dios me impresionó fuertemente para que me detuviera, extendiera la mano encima del televisor y tomara el dinero que tenía allí. En ese lugar guardo el dinero que gano de mis trabajos. Entonces, en la oscuridad, tomé todo el dinero que había y lo metí en este sobre. Dios me dijo que lo necesitabas.
Sacó un sobre de su bolsillo y lo metió en el bolsillo de mi chaqueta. Luego, me dio un empujón firme y dijo:
–Ahora, regresa allí y llámanos a un reavivamiento. ¡Lo necesitamos por aquí!
Llegué a casa y le entregué el sobre a Abril. Ella lo abrió y empezó a contar los billetes. Sus ojos se abrieron mucho.
–¡Guau! ¡Después de devolver el diezmo de esto a Dios, tenemos suficiente para pagar el depósito de seguridad!
–¡Impresionante! –respondí.
Mi querida y práctica esposa preguntó suavemente:
–¿Qué pasa con el resto de la suma que necesitamos en unas horas? Todavía falta el primer mes de alquiler.
–¡Lo sé! –respondí–. Demos gracias a Dios por darnos el depósito de seguridad. Pidámosle que nos proporcione el resto de lo que necesitamos.
Durante las siguientes horas, fuimos a la oficina de correos para ver si Dios nos había enviado algún dinero. Nada. Revisamos nuestros mensajes de correo de voz, de correo electrónico y de texto. No había nada.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Abril–. Es hora de que vayas, firmes los papeles y pagues el primer mes de alquiler.
–¡Voy a poner mis pies en el Jordán! –respondí.
Mi corazón latía con fuerza cuando me detuve en la oficina de alquileres para conocer al propietario. Toqué el sobre, que contenía la mitad de lo que necesitábamos.
–Dios –me aventuré–. Puedes multiplicar este dinero como multiplicaste los cinco panes de cebada y los dos peces. Necesitamos tu ayuda.
Toqué el timbre. El dueño me recibió y preguntó abruptamente:
–¿Trajiste el dinero para pagar el alquiler y el depósito?
No podía mentir. Respondí:
–Aquí está el dinero que traje.
Nos sentamos en la mesa de la cocina, donde coloqué el sobre con el dinero en efectivo para el depósito de seguridad y, lentamente, lo empujé hacia el dueño. Observé ese sobre como un halcón. Yo sabía que Dios tenía el poder de duplicar mi dinero. “¡Esto sería todo un milagro!”, me dije a mí mismo.
El dueño empezó a contar el dinero contenido en el sobre. Yo anhelaba ver cómo Dios iba a dividir las aguas para el cruce del río. Cuando el dueño hubo contado la cantidad de billetes de cien dólares que pagarían el valor del depósito de seguridad, se detuvo. Miró nuevamente el sobre, buscando el resto del dinero. No había nada más.
Me miró fijamente a los ojos, sin sonreír. Esperaba una explicación o una excusa por traer solo la mitad de lo requerido. No me moví ni dije nada.
–Bueno, ¿esto es todo lo que trajiste?
–¡Sí, señor! Es todo lo que traje –respondí.
–Mmm…
Se quedó mirando la solitaria e insuficiente pila de billetes de cien dólares.
–Te diré lo que haremos. Tomaré esto como depósito de seguridad y te daré el primer mes de alquiler gratis. Firmemos el contrato de alquiler.
¡No podría haber firmado más rápido! ¡Cruzamos nuestro río y Dios separó las aguas! ¿Qué río necesitas cruzar en tu vida en este momento? ¿Qué se interpone en tu camino para hacer lo que Dios te está llamando a hacer? Cruza tu río.
Camina a través de los obstáculos por fe en la autoridad de la Palabra de Dios.
Capítulo 12
DEJA IR A TU ELISEO
«Alzó luego el manto que se le había caído a Elías, regresó y se paró a la orilla del Jordán» (2 Reyes 2: 13).
Elías cruzó el río y luego hizo una pregunta que a menudo olvidamos preguntarle a la próxima generación: «Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea arrebatado de tu lado» (2 Reyes 2: 9).
Eliseo no pidió casas o tierras o dinero para su cuenta bancaria. Pidió lo que sabía que el Señor Dios poseía. Él sabía que Dios era dueño de todo lo que hay en los cielos y en la tierra.
Elías hizo la pregunta porque le importaba darle a su discípulo, a su alumno, todo para asegurar el éxito del llamado de Dios en su vida. Elías estaba dispuesto a dar, así como había recibido de Dios; por eso esperó hasta escuchar la respuesta de su joven seguidor.
Eliseo no perdió tiempo en responder. Él no necesitaba un día para pensar ni orar por ello. Sabía qué era aquello que más anhelaba, así que lo pidió con valentía. «Te ruego que me dejes una doble porción de tu espíritu» (2 Reyes 2: 9). Este fue el grito de su corazón. Esto era lo que más anhelaba recibir. Eliseo quería convertirse en la clase de hombre que vio en Elías. Vio el Espíritu de Dios en la vida de Elías, y quiso duplicar esa bendición. Quería ser conmovido, guiado y transformado por el Espíritu de Dios. Elías respondió:
«—Cosa difícil has pedido —le respondió Elías—. Si me ves cuando sea separado de ti, te será concedido; pero si no, no.
Aconteció que mientras ellos iban caminando y hablando, un carro de fuego, con caballos de fuego, los apartó a los dos, y Elías subió al cielo en un torbellino» (2 Reyes 2:10-12).
¡Cómo se emocionó al ver a Elías irse al cielo en un torbellino! Debió haberse quedado mirando, forzando la vista, hasta que no pudo verlo más. Recogió su ropa con angustia. Su maestro, su amigo, su mentor ya no estaba. ¿Quién lo guiaría ahora? ¿Quién conduciría a Israel a Dios? A unos pocos metros de distancia, tal como había caído del cielo, yacía el manto de Elías. El profeta había soltado aquello que hablaba de su autoridad y liderazgo espiritual, y lo había dejado para quien ocuparía su lugar.
Es posible que Eliseo se haya inclinado para recogerlo, solo para doblarlo, tomando distancia de aquello que Elías se había echado sobre sus hombros cuando lo llamó años atrás. «¿Quién soy yo para tomar el manto de Elías?», puede que se haya cuestionado a sí mismo.
Elías había prometido que, si Eliseo lo veía partir, recibiría lo que había pedido: una doble porción de su espíritu. ¡Esperar! Es posible que Eliseo se haya dicho a sí mismo: «¡Lo he visto irse, así que he recibido una doble porción del espíritu de Elías!».
Eliseo «alzó luego el manto que se le había caído a Elías, regresó y se paró a la orilla del Jordán» (2 Reyes 2: 13). Se aferró al manto, probablemente aun mojado ya que Elías lo había usado para golpear el río momentos antes. Se paró frente al río Jordán, con el Espíritu del Señor Dios sobre él, y supo exactamente lo que debía hacer. Los cincuenta hijos de los profetas lo observaban con gran curiosidad. ¿Qué haría Eliseo?
«Después tomó el manto que se le había caído a Elías, golpeó las aguas, y dijo: “¿Dónde está Jehová, el Dios de Elías?” Apenas hubo golpeado las aguas del mismo modo que Elías, éstas se apartaron a uno y a otro lado, y Eliseo pasó» (2 Reyes 2: 14).
Eliseo tomó el manto de Elías porque fue impulsado por el Espíritu del Señor. Eliseo tomó ese manto y golpeó con él las aguas porque era libre de ser quien el Señor Dios lo había llamado ser. Golpeó las aguas con una fe joven, feroz, en aquel que está dispuesto a dividir las aguas para su pueblo… mientras avanzaba valientemente con la mirada enfocada en la gloria de Dios.
A una sola voz, los hijos de los profetas, que habían sido testigo del poder de Dios en Eliseo, exclamaron: «El espíritu de Elías reposó sobre Eliseo» (2 Reyes 2: 15).
***
Marcus es un Eliseo en mi vida. Volé a su país, donde lo conocí por primera vez. Él tenía hambre de conocer a Dios personalmente, de convocar a su comunidad de fe a un reavivamiento y al discipulado de las nuevas generaciones.
Me hizo muchas preguntas, muchas de las cuales yo nunca había pensado antes. A veces, tuve que pedirle tiempo para orar por sabiduría. Me preguntó qué hacía en ciertas situaciones y el porqué de algunas decisiones. Recibí la impresión de Dios de que Marcus era un Eliseo, y de que Dios me estaba llamando a invertir mi vida en él.
–¿Qué puedo hacer por ti? –le pregunté.
Se tomó bastante tiempo para responder. Más tarde, me llamó desde su país:
–Tengo una gran petición para hacerte. Me gustaría visitarte y quedarme en tu casa por cuatro o cinco días, para ser parte de lo que haces y ver cómo vives. ¿Sería esto posible para ustedes?
Dijo que quería crecer como discípulo y ser un hacedor de discípulos. Abril y yo respondimos:
–¡Sí! ¡Ven y quédate con nosotros!
Nunca habíamos conocido a alguien que nos pidiera quedarse con nosotros con el propósito de participar en nuestras actividades y conocer cómo vivíamos cotidianamente. Tenemos vidas bastante simples. Nos preocupaba que mi Eliseo, Marcus, nos visitara y se decepcionara.
Finalmente, Marcus vino a nuestra casa. Comió con nosotros y participó del culto familiar. Se unió a Abril y a mí en nuestras caminatas diarias. Permaneció a mi lado mientras visitaba a la gente, oraba con ellos y llevaba a estudiantes y maestros para que ministraran a la gente de la ciudad. Me acompañó mientras asesoraba a los líderes. Me observó mientras salía de casa temprano en la mañana, con mi linterna y Biblia en la mano.
–¿Adónde vas? –preguntó.
–¡Voy a encontrarme con Dios! –respondí.
–¿Puedo ir contigo?
– Sí. Ven.
Marcus caminó trabajosamente, bajo las estrellas, para orar conmigo. Alabamos a Dios por su magnificencia, le agradecimos por sus bendiciones esa semana, confesamos nuestros pecados, pedimos y recibimos por fe el nuevo bautismo del Espíritu Santo para ese día. Buscamos a Jesús en las Escrituras y esperamos las órdenes de Dios para ponernos en marcha ese día. Cada mañana, comenzamos el día de la misma manera.
Una semana después, Marcus se fue. Más tarde, nos confesó que no obtuvo lo que había venido a buscar. Originalmente, había venido con la idea de aprender técnicas de discipulado. Sin embargo, se fue con algo que le cambió la vida... Esa semana, Dios lo ayudó a aprender una lección que recordaría todos los días de su vida. Marcus escribió:
La lección que fue escrita en mi corazón esa semana fue: A la hora de discipular a otros, quienes somos en Cristo es más importante que nuestras habilidades de discipulado.
Marcus regresó a su casa. Empezó a reunirse con Dios, temprano, cada mañana. Pasó tiempo diario, sin prisas, en las Escrituras y en oración. Pidió y recibió el bautismo del Espíritu Santo día a día. ¡Encontró una experiencia viva con Dios!
La gente anhelaba tener la relación que él tenía con Dios. Un día, me di cuenta de que no podía aceptar una importante sesión de entrenamiento en el Lejano Oriente. Mis anfitriones para el evento se sintieron muy decepcionados cuando les comuniqué que enviaría a un Eliseo, Marcus, en mi lugar. Les aseguré que él caminaba con Dios y que contaba con todo mi apoyo.
Marcus fue en mi lugar y quedó encantado al enterarse de que su audiencia era un grupo especial de inmigrantes de su propio país. El Espíritu Santo habló a través de él con poder, moviendo los corazones del pueblo con su testimonio. Los anfitriones del evento estaban emocionados y testificaron de la mano de Dios en Marcus. ¡Libera a tu Eliseo!
¡Se mentor de tu Eliseo! ¡Orienta esa persona para que vaya más allá de ti!
EPÍLOGO
¿Y si…?
¿Qué pasaría si te reunieras con Dios antes de reunirte con los demás?
¿Qué pasaría si vivieras cada día de tu vida según la Palabra de Dios?
¿Qué pasaría si confiaras en que Dios proveerá para que logres aquello que te llamó a hacer?
¿Qué pasaría si te atrevieras a llamar a familiares, amigos, compañeros de trabajo y desconocidos para que sigan a Dios?
¿Qué pasaría si repararas el altar roto de tu hogar?
¿Qué pasaría si llamaras a Dios cada mañana para que te llene del fuego del Espíritu Santo?
¿Qué pasaría si escucharas por fe la lluvia prometida, antes de que caiga?
¿Qué pasaría si corrieras la carrera de la vida con el poder de Dios y no el tuyo?
¿Qué pasaría si escucharas todos los días la suave y apacible voz de Dios?
¿Qué pasaría si invitaras al Eliseo que Dios puso en tu corazón a que se una a ti?
¿Qué pasaría si te mantuvieras firme frente al obstáculo que tienes delante y lo atravesaras por la autoridad de Dios?
¿Qué pasaría si, después de ser mentor de tu Eliseo, lo liberaras?