Si la salvación es por gracia, ¿por qué debería importar nuestro estilo de vida?

Alberto R. Timm

El cristianismo contemporáneo se ha volcado cada vez más hacia un concepto existencialista de la religión. Para muchos cristianos, el sentido de estar relacionado místicamente con Cristo es mucho más importante que cualquier compromiso concreto con la voluntad revelada de Dios. Muchos creen hoy que los aspectos importantes de la obediencia derivan automáticamente de esa relación con Cristo, sin mayor participación del esfuerzo humano. Lo que no ocurre automáticamente es considerado irrelevante para la espiritualidad.

Contrariamente a algunos adventistas que están aceptando esa perspectiva más light de la religión, ¿por qué la Iglesia Adventista del Séptimo Día continúa abogando por un estilo de vida distintivo? ¿Por qué la iglesia continúa recomendando a sus miembros que no fumen, no beban y no usen drogas; que se abstengan de carne y grasa de cerdo, y de sangre de animales; que no asistan a los bailes, las discotecas, los cines y otros lugares de diversión; que eviten el uso de joyas, y se vistan en forma decorosa y modesta; y que sean, en la medida de lo posible, vegetarianos?

Si la salvación, en las palabras de Pablo, es «por gracia», «por medio de la fe» y «no por obras» (Efe. 2: 8, 9), ¿qué razón habría para mantener tal estilo de vida? Después de todo, ¿no dicen muchos hoy que lo que importa es el interior de la persona y no lo exterior? En el intento de responder a estas preguntas, el presente artículo menciona diez pilares sobre los cuales se apoya el estilo de vida adventista.

La verdadera religión se refleja exteriormente

La Biblia enfatiza el hecho de que la verdadera religión se manifiesta exteriormente, a través de buenas obras. Cuando Pablo afirmó que la salvación es «por gracia» y «no por obras», también dijo que somos salvos «en Cristo Jesús para buenas obras» (Efe. 2: 8, 9). Queda evidente, por lo tanto, que somos salvos «no por obras» como base de nuestra salvación, sino «para buenas obras» como resultado de nuestra salvación.

Cristo destacó que la relación personal con él, para ser genuina, debe producir frutos exteriores (Juan 15: 1-5). Al destacar que el cristiano debe ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mat. 5: 13-16). Cristo también aseveró «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (vers. 16). Esto significa que «las buenas obras» del cristiano deben ser visibles y que, al ser percibidas, llevarán a otros a glorificar a Dios.

La Biblia menciona a varias personas cuyo comportamiento exterior evidenciaba su relación con Dios, por ejemplo, el pueblo de Israel percibió que la piel del rostro de Moisés resplandecía «después que hubo hablado con Dios» (Éxo. 34: 29, 35). Samuel era reconocido como «un varón de Dios» (1 Sam. 9: 6). La mujer sunamita comentó con su esposo, respecto de Eliseo: «Este que siempre pasa por nuestra casa es un santo hombre de Dios» (2 Rey. 4: 9). Los líderes judíos, «viendo la valentía de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se admiraban; y les reconocían que habían estado con Jesús» (Hech. 4: 13). Por lo tanto, la verdadera religión se refleja en el comportamiento externo.

La dimensión práctica de la obediencia deriva de un compromiso personal con la Palabra de Dios

En todas las confesiones religiosas cristianas hay personas sinceras que viven en comunión con Cristo y que están genuinamente motivadas para la obediencia. Pero los diferentes estilos de vida cristianos dejan claro que la obediencia en si es directamente proporcional al grado de conocimiento de la palabra de Dios y del compromiso con ella. Si Cristo, que es nuestro ejemplo perfecto, «aprendió lo que es la obediencia» (Heb. 5: 8), ¿por qué muchos cristianos hoy insisten en que la obediencia es automática?

Aquellos que «no recibieron el amor de la verdad para ser salvos» (2 Tes. 2: 10) y que no están siendo santificados por la Palabra de verdad (Juan 17: 17) reivindican una relación con Cristo destituida de un genuino compromiso con «la voluntad» del «Padre que está en los cielos» (Mat. 7: 21). Atraídos por el existencialismo religioso, esos profesos cristianos prefieren seguir los dictados de su propia conciencia antes que someterse a los principios normativos de la Palabra de Dios.

Cuando una persona acepta a Cristo como Salvador personal, la verdadera motivación para la obediencia es implantada por la gracia de Dios en su corazón. No existe lugar para méritos personales, pues «Dios es el que» produce en nosotros «así el querer como el hacer» (Fil. 2: 13), y «toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces» (Sant. 1: 17). Pero, no podemos olvidar que la obediencia práctica solo se concreta por medio de la aceptación de Cristo como Señor de la vida. El gran problema de muchos cristianos hoy es que están dispuestos a aceptar a Cristo como Salvador personal, pero no como Señor de sus vidas.

El ser humano es un todo indivisible

La filosofía griega, que influyó mucho sobre nuestra cultura occidental, enseñaba que el ser humano está compuesto por un alma inmortal (superior) aprisionada en un cuerpo mortal (inferior). Tal concepción contribuyó al desarrollo de una visión fragmentada y atomizada de la realidad. En consecuencia, la religión pasó a ser considerada por muchos apenas como un aspecto de la existencia humana, que se evidencia en servicios religiosos públicos o en momentos de devoción personal.

Desde el punto de vista bíblico, sin embargo, el ser humano es un todo indivisible. Sus facultades físicas, mentales y espirituales están interrelacionadas. Lo que afecta a una afecta también a las demás. Esto significa que la verdadera religión no puede ser confinada apenas a una especie de misticismo interior. Abarca todas las dimensiones de la existencia humana y es un principio interior que se refleja exteriormente.

Sobre la base de esta visión integral del ser humano, Elena G. de White declara que «se juzga el carácter de una persona por el estilo de su vestido. El gusto refinado y la mente cultivada se revelarán en la elección de atavíos sencillos y apropiados».1 Ella también asevera que «en un pan bien hecho hay más religión de lo que muchos se figuran».2 Solo una religión vivida de manera que abarque todos los aspectos del ser puede alumbrar «a todos los que están en casa» (Mat. 5: 15).

El cristiano genuino acepta solamente los componentes de la cultura que no están en conflicto con los principios de la Palabra de Dios

Una de las mayores tentaciones del pueblo de Dios, a lo largo de los siglos, siempre fue la de acomodarse a los valores de conducta de la cultura en que vive. Ese fue el problema de los israelitas en el pasado (véase Éxo. 34: 10-17; Deut. 7: 1-11), y continúa siendo la gran debilidad del cristianismo contemporáneo. Muchos cristianos argumentan que necesitan asimilar el lenguaje, la música y las prácticas de la cultura predominante a fin de comunicar mejor el evangelio al mundo. Es obvio que necesitamos comunicar el evangelio en un lenguaje comprensible para las personas que nos rodean. Pero jamás deberíamos olvidar que «al conformarse la iglesia con las costumbres del mundo, se vuelve mundana, pero esa conformidad no convierte jamás al mundo a Cristo».3

Uno de los principios de conducta más importantes está en la oración de Cristo por sus seguidores: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal» (Juan 17: 15). El verdadero cristiano no está en contra de la cultura ni tampoco es una víctima de la cultura, sino que es un poderoso agente transformador de la cultura. Toda vez que los componentes de la cultura están en conflicto con los principios de la Palabra de Dios, la postura del cristiano siempre debe ser como la de Pedro y los demás apóstoles: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech. 5: 29).

Los principios morales y religiosos están por encima de los gustos y las preferencias personales

El pecado entró en el mundo cuando Eva decidió colocar sus gustos personales por encima de la palabra de Dios. En lugar de obedecer la orden divina (Gén. 2: 15-17), ella decidió usar lo que le parecía «bueno para comer», «agradable a los ojos» y «codiciable para alcanzar la sabiduría» (Gén. 3: 6). Valiéndose de ese mismo criterio de evaluación, la sociedad existencialista y posmoderna en que vivimos ha negado los valores absolutos de la religión, de modo que los gustos y las preferencias personales puedan reinar por encima de cualquier principio normativo.

En el libro Testimonios para los ministros, páginas 472 a 475, se describe una reunión que tuvo Satanás con sus ángeles para trazar planes a fin de entrampar al pueblo de Dios de los últimos días. Una de las principales estrategias establecidas fue la de usar a individuos inteligentes y capaces, que pertenezcan al propio pueblo de Dios, para convencer a sus hermanos y hermanas en la fe de que «los requerimientos de Cristo son menos estrictos de lo que una vez creyeron, y que asemejándose al mundo podrán ejercer más influencia sobre los mundanos»4 ¿No es exactamente eso lo que ha ocurrido en algunos círculos adventistas, en los que la cultura contemporánea, la aceptación popular y los gustos personales determinan la elección del vestuario, la música, las películas y otros aspectos de la conducta?

Necesitamos permitir que los principios normativos de las Sagradas Escrituras nos ayuden a vivir más plenamente en conformidad con la voluntad de Dios (véase Mat. 7: 21-23).

El cristiano genuino vive para la gloria de Dios

La base del conocimiento para los griegos estaba en el conocimiento de sí mismos. Con un enfoque semejante, el humanismo moderno continúa pregonando hoy que la solución para los problemas del hombre está en él mismo. Este concepto antropocéntrico, centralizado en el propio ser humano, es la base de los libros de autoayuda publicados en los últimos años.

Por contraste, el cristianismo bíblico declara que la solución para los problemas del hombre está fuera de él, es decir, en Dios. Esto implica, en primer lugar, que el hombre necesita negarse a sí mismo (Mat. 16: 24-26), pues «la entrega del yo es la sustancia de las enseñanzas de Cristo»5 y «la guerra contra nosotros mismos es la batalla más grande que jamás hayamos tenido».6 En otras palabras, el yo necesita morir a fin de que Cristo pueda vivir en nosotros (Gál. 2: 19, 20).

Cuando esa experiencia ocurre. todos los aspectos de la vida (físico, mental y espiritual) son redireccionados hacia la gloria de Dios. En las palabras de Pablo; «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que no sois vuestros?, pues habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Cor. 6: 19, 20). «Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor. 10: 31).

El cristiano genuino imita los buenos ejemplos bíblicos

En la Biblia encontramos varias ocasiones en las que la consagración de la vida a Dios llevó a modificar el comportamiento exterior de las personas. Cuando Jacob y su familia se reconsagraron al Señor en Betel, se deshicieron de los «dioses ajenos» que tenían y «los zarcillos que estaban en sus orejas» (Gén. 35: 2-4). Después de rededicarse al Señor, «los hijos de Israel se despojaron de sus galas desde el monte Horeb» (Éxo. 33: 6). La vida de renuncia abnegada de Juan el Bautista, el precursor del primer advenimiento de Cristo, fue un constante reproche para la sociedad ostentosa de sus días (Mat. 3: 4; véase 2 Rey. 1:8). Las reformas religiosas llevadas a cabo por Nehemías demostraron lo que se puede hacer cuando alguien se compromete más con los principios divinos que con sus intereses personales (véase Neh. 13: 15-29).

La iglesia necesita hoy personas verdaderamente comprometidas, que imiten menos a los héroes de los medios y más a los buenos ejemplos bíblicos.

El cristiano genuino respeta los símbolos de la religión

Ciertos componentes de la religión pueden no ser meritorios para la salvación, pero el cristiano genuino los acepta como símbolos de su dedicación a Dios y de su unión con la comunidad de creyentes. Por ejemplo, la práctica del lavamiento de pies que antecede a la Santa Cena no posee ningún poder inherente, pero representa un compromiso personal con el ejemplo de humildad dejado por el Maestro (Juan 13: 1-17).

Existen, por otro lado, algunas prácticas que pueden no ser intrínsecamente pecaminosas, pero que deben ser abandonadas por lo que representan. Por ejemplo, el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal no era venenoso en sí, pero fue escogido por Dios como una prueba de obediencia (Gén. 2: 15-17; 3: 1-13). También la abstención del uso de joyas y adornos exteriores es recomendada en las Escrituras como símbolo de renuncia personal y de consagración del corazón a Dios (véase 1 Ped. 3: 3, 4).

Debemos reconocer, por lo tanto, que incluso en situaciones aparentemente lícitas, el verdadero cristiano posee sensibilidad espiritual suficiente para percibir que no todo conviene y no todo edifica (1 Cor. 10: 23).

El cristiano genuino está consciente de que vive hoy en el Día antitípico de la Expiación

Un sincronismo de contenido de los libros bíblicos de Levítico, Daniel, Hebreos y Apocalipsis revela que estamos viviendo hoy en el Día antitípico de la Expiación. En el antiguo ceremonial judío, mientras el sumo sacerdote ejecutaba los rituales para la purificación del Santuario terrenal, los israelitas debían afligir su alma en consagración especial al Señor (véase Lev. 16: 29-31).

Hoy, de acuerdo con Elena G. de White, «Cristo está purificando el Templo celestial [Heb. 9: 23] de los pecados del pueblo, y nosotros debemos trabajar en armonía con él sobre la tierra, purificando el templo del alma de su contaminación moral».7

El cristiano genuino vive hoy en la expectativa del inminente regreso de Cristo

La expectativa del regreso inminente de Cristo genera una preparación especial y un estilo de vida acorde con tal expectativa (1 Juan 3:1-3). En contraste, la pérdida de esta expectativa influye negativamente sobre el comportamiento humano (Mat. 24: 42-51). Pero los verdaderos cristianos adventistas se abstienen hoy de todo aquello que no quisieran estar usando cuando regrese Jesús.

Comentando la vida de Enoc, Elena G. de White declara: «En medio de un mundo condenado a la destrucción por su iniquidad, Enoc pasó su vida en tan íntima comunión con Dios que no se le permitió caer bajo el poder de la muerte. El piadoso carácter de este profeta representa el estado de santidad que deben alcanzar todos los que serán “comprados de entre los de la tierra” (Apoc. 14: 3) en el tiempo de la segunda venida de Cristo. […] Como Enoc, el pueblo de Dios buscará la pureza de corazón y la conformidad con la voluntad de su Señor, hasta que refleje la imagen de Cristo».8

Conclusión

Se puede dividir a los profesos cristianos entre aquellos que viven una religión basada en la pregunta anticristiana: «¿Puedo hacer esto y aquello, y todavía ser salvo?» y aquellos cuya conducta es guiada por la pregunta cristiana: «¿Cuál es la mejor manera de vivir el cristianismo?». Necesitamos dejar de lado la mediocridad espiritual y de conducta, a fin de buscar los más elevados ideales del cristianismo. La iglesia y el mundo necesitan menos retórica y más ejemplos vivos del poder transformador de la gracia de Dios.

Se cuenta la historia de un niño que tenía una conducta especial en el aula, diferente de sus indisciplinados compañeros. Cierto día, la maestra le preguntó por qué su comportamiento era diferente. El niño respondió que la razón era, simplemente, que él era hijo de un rey. Sorprendida, la maestra le pidió que le explicara qué quería decir con eso. El niño, entonces, le dijo que anteriormente había vivido en un pequeño país del que su padre era el rey y su madre la reina. Pero, un día los ejércitos enemigos invadieron el pequeño país y prendieron a sus padres. En la fila de fusilamiento, ellos solicitaron permiso para hablar por última vez con su hijo. Se los autorizó a hacerlo, y el padre le dijo: «Mi hijo, tu padre y tu madre seremos fusilados, y tú serás llevado a un país extranjero. Pero, no importa donde estés, nunca, te olvides de que eres hijo de un rey».

Es por esa razón —concluyó el niño— que tengo que ser diferente; pues soy hijo de un rey.

Que el Señor nos bendiga para que nuestro estilo de vida demuestre que somos realmente hijos de un Rey, el Rey del universo. «Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor. 10: 31).

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1 Elena G. de White, La educación (Buenos Aires: ACES, 1978), p. 248.

2 Elena G. de White, Consejos sobre el régimen alimenticio (Buenos Aires: ACES, 1969), p. 303.

3 Elena G. de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires: ACES, 1993), p. 563.

4 Elena G. de White, Testimonios para los ministros (Buenos Aires: ACES, 1977), p. 474.

5 Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: ACES, 1986), p. 481.

6 Elena G. de White, El camino a Cristo (Buenos Aires: ACES, 1986), p. 42.

7 Elena G. de White, «The Danger of Talking Doubt» Review and Herald (11 de febrero de 1890), p. 81.

8 Elena G. de White, Patriarcas y profetas (Buenos Aires: ACES, 1985), p. 77.