Frank Hasel
A veces pensamos que el insuperable sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz es todo lo que hace falta para nuestra salvación. Si bien su muerte sustitutiva ciertamente es la fundación para el perdón de nuestros pecados, nuestra redención carecería de algo significativo sin la resurrección de Jesús. Él no podría interceder por nosotros como nuestro Sumo Sacerdote en el santuario celestial si todavía estuviera en la tumba. Y si no estuviera vivo, no podría volver con poder y gloria para devolverles la vida a todos los que han depositado su confianza en él.
La resurrección y la salvación
Tenemos que entender que nuestra salvación no estaría completa sin su resurrección, ni tampoco estaría completa sin nuestra resurrección. Si simplemente se nos perdonaría los pecados, pero permaneceríamos muertos en la tumba, estaríamos en la situación más desafortunada, ¡y ciertamente no tendríamos la vida eterna! Si no tuviera lugar la resurrección de los justos muertos, ciertamente, la muerte reinaría y estaríamos perdidos para siempre. Sin la resurrección, no podríamos vivir por la eternidad con nuestro Salvador.
Piensa: Nosotros, los seres humanos pecadores, separados de Dios voluntariamente a través de nuestros pecados y, por consiguiente, convertidos en sus enemigos (Rom. 5: 8, 10), somos justo la razón por la que Jesús vino a esta tierra. Nuestro pecado es la razón por la que se convirtió en uno de nosotros plenamente, aunque sin pecado (Heb. 4: 15). ¿Por qué estuvo dispuesto Jesús a sufrir por nosotros la cruel muerte de la crucifixión? Existe solo una explicación: Lo hizo por puro amor. Se hizo hombre porque desea pasar la eternidad con nosotros. De hecho, en Jesucristo, Dios se unió tanto a la humanidad que Jesús estará unido con la raza humana para siempre (1 Tim. 2: 5). ¡Qué pensamiento tan maravilloso! El deseo divino de estar unido para siempre a aquellos que han pecado y se han apartado de la fuente del amor y de la vida se puede cumplir solo si existe una resurrección de los justos.
Esta resurrección no es para las personas que confían en su propia justicia, sino que es la resurrección de todos aquellos que han confiado en la sangre expiatoria de Jesús, que creen que su única esperanza reside solamente en la muerte y en la resurrección de Jesucristo. Aquellos que han hecho de los méritos de Jesús el fundamento de su salvación viven con la esperanza de la resurrección de entre los muertos porque confían que seguirán el ejemplo de su Maestro, quien también murió. Sin embargo, Jesús no se quedó en el sepulcro, sino que resucitó «al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15: 4). El poder de la muerte fue vencido por el esplendor y la gloria de su resurrección. «Si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria», escribía el apóstol Pablo, nosotros seguiríamos en nuestros pecados e incluso «también [estarían] perdidos los que murieron en Cristo» (1 Cor. 15: 17-18, NIV). Pero Jesús vive y tiene el poder de salvar a todos los que confían en él. Vista desde esta perspectiva, la esperanza de la resurrección es el punto culminante y el cumplimiento de todos nuestros anhelos. Vivir con Jesús, pasar la vida eterna con él, la fuente misma de la vida, es el telos (la ‘finalidad’ o ‘cumplimiento’, en griego, ver Rom. 10: 4, RVC) de nuestras aspiraciones y también es el objetivo de su amor. Jesús desea, profunda y afectuosamente, pasar la eternidad con nosotros. Para que esto pase, es necesario que tenga lugar la resurrección de todos los creyentes que murieron confiando en su palabra en el transcurso del gran conflicto cósmico.
La naturaleza de la muerte
Piensa: Sin la oscura y cruel realidad del pecado en este mundo, no habría necesidad de una resurrección de los muertos. El apóstol Pablo nos dice que la muerte es la consecuencia del pecado (Rom. 6: 23). La muerte es una realidad siniestra que acecha a todo ser humano.1 Todo el mundo se ve afectado por ella. Hombres y mujeres, ricos y pobres, viejos y jóvenes se enfrentan a sus terribles consecuencias. Nadie puede evadirla: la muerte es inevitable. Lo que hace que sea tan temible es su naturaleza definitiva e irrevocable, humanamente hablando. Experimentamos la reversión de la vida como algo permanente que no se puede cambiar. A pesar de todo el conocimiento médico y de los avances científicos modernos, no podemos evadirla o revertirla. Una vez que ocurre, no se puede hacer nada al respecto.
Una triste consecuencia de la muerte es que representa el fin de la vida tal como la conocemos y, por lo tanto, supone una separación de todo lo viviente. Como tal, la muerte es completamente disruptiva y violenta para todas las relaciones. ¡Por eso es la experiencia futura más aterradora que los seres humanos tenemos que afrontar! Nos deja prácticamente indefensos, completamente vulnerables y desesperadamente solos. Quizás por eso la reversión de la muerte, nuestra resurrección a una vida eterna, nos recuerda que vivimos solo por la gracia. No podemos contribuir en nada a nuestra resurrección. Dependemos totalmente de Dios para que él realice este milagro. Por esta razón, la resurrección de los justos es la experiencia futura más gozosa que los creyentes viviremos. Es nuestra esperanza, la expresión de la gracia absoluta de Dios, de su omnipotencia y de su amor supremo.
El amor versus la muerte
El amor vivificador de Dios es la única respuesta apropiada a la horrible experiencia de la muerte. No habría resurrección sin el amor de Dios. ¡El amor es la razón fundamental por la que viviremos y tendremos vida eterna! El amor nos creó. El amor fue el motivo por el que Cristo estuvo dispuesto a dar su vida por nosotros. Y, en última instancia, el amor de Dios es incluso más fuerte que la muerte.2 El amor divino encontrará su máximo cumplimiento en la existencia de la creación de Dios reunida con su Redentor, para siempre. Será el antídoto contra la muerte. El mal ya no existirá, no habrá más separación por la muerte. No habrá más dolor, ni lágrimas (Apoc. 21: 4-5). En cambio, experimentaremos la vida como ha de ser. Habrá vida con alegría plena y felicidad eterna. Nuestros corazones darán gloria solo a Dios y se regocijarán en él porque es la fuente y el sustentador de toda forma de vida. En otras palabras, como pueblo resucitado, experimentaremos lo que la Biblia denomina shalom: un sentimiento de paz y armonía que impregna toda la creación de Dios. El estado original del jardín del Edén será finalmente restaurado.
Comparado con el amor, ningún otro sentimiento es tan intenso como la agonizante experiencia de la muerte. No es de extrañar que la muerte y la manifestación del dolor, del sufrimiento y de la pérdida que conlleva sean un tema prominente y recurrente en la literatura, en el cine y en la música. La realidad de la muerte nos hace llorar. ¿Por qué? Nos sentimos así porque, en la muerte, la vida cesa, y nuestros cuerpos humanos se tornan inertes y fríos y finalmente se desintegran. Volvemos al polvo, al mismo material que Dios usó para formar a los primeros seres humanos creados (Gén. 2: 7).
El sabio Salomón escribió bajo inspiración que, en este estado de inconsciencia, no hay «obra, ni trabajo ni ciencia ni sabiduría» (Ecl. 9: 10). La muerte carece de todo lo que marca y define la vida. Como tal, supone el final de todas las relaciones amorosas activas. Pone fin a la vida que todos anhelamos vivir. Sin embargo, Dios nos creó a los seres humanos para vivir y amarnos unos a otros. Fuimos creados para disfrutar de la vida en comunión con los demás y, sobre todo, con nuestro Dios creador. Por lo tanto, para el Dios trino, que tiene vida y comunión en sí mismo, la muerte es «el postrer enemigo» (1 Cor. 15: 26).
Dios sabe que la experiencia de la muerte es aterradora. Entiende la tristeza y el dolor que esta provoca. Dios mismo, en su propio hijo Jesucristo, estuvo dispuesto a sufrir los dolorosos efectos de la muerte y el momento de separación cuando Jesús murió por nuestros pecados en la cruz. Si bien nosotros nacimos para vivir, Jesús nació para morir por nosotros. Sin su muerte en la cruz, Jesús no podría ser el Mesías de las Sagradas Escrituras (cf. 1 Cor. 15: 3) y la Biblia sería incorrecta. Sin su muerte, no habría tenido lugar su resurrección, y nosotros no podríamos experimentar nuestra resurrección. La resurrección es la inversión de la muerte y de todas sus consecuencias negativas.
Si la muerte es la experiencia humana más aterradora, la resurrección será nuestra experiencia más gozosa. Lo que la muerte ha separado por causa del pecado, la resurrección divina lo reúne. La muerte ha roto todas nuestras relaciones, pero la resurrección de Cristo restaura la comunión con Dios y con los redimidos. La muerte acaba con la vida y trae desesperación, pero la resurrección crea nueva vida y restaura la esperanza. ¡Qué alegría volver a reunirnos con aquellos a quienes amamos y anhelamos volver a ver!
¿Qué pasará en la resurrección y cuándo tendrá lugar?
Debido a que la muerte pone fin a nuestra existencia corporal, en la resurrección de Dios, cuando Jesús vuelva con poder y gloria, recibiremos un cuerpo nuevo (cf. 1 Cor. 15: 42, 44; 1 Tes. 4: 14-18). Así como el cuerpo de Jesús tras su resurrección era real, tangible, pero no restringido (cf. Mat. 28: 9; Mar.16: 12; Luc. 24: 30-31, 36-43; Juan 20: 19-20; 25-27; 21: 1-14), nuestros nuevos cuerpos resucitados no se verán limitados ni obstruidos por los efectos del pecado, sino que reflejarán una nueva existencia corporal perfecta y reconocible. Cristo es la primicia de los que están durmiendo en la tumba. Bíblicamente hablando, no hay otra existencia humana salvo la existencia corporal. No existimos solo virtualmente en la mente de Dios. Existimos en una dimensión creacional que es real y será muy real en la mañana de la resurrección.3
De esta manera, «la muerte [es] devorada por la victoria» (1 Cor. 15: 54, NVI). En la resurrección, se pondrá fin al reino de la muerte y, finalmente, la propia muerte será erradicada4 y el amor de Dios triunfará. Se instaurará una vida que ya no será corrompida por el pecado ni perturbada por sus consecuencias mortales. Se trata de una vida sin lágrimas de tristeza y dolor (Apoc. 21: 4). La esperanza de la resurrección aparece incluso en el Antiguo Testamento (Job 14: 7-17). Sigue in crescendo en el pasaje sobre el Redentor (Job 19: 23-27) y aparece en las profecías escatológicas de Isaías 25: 8-9 y Daniel 12: 2.
Sin embargo, la esperanza de la resurrección alcanza su máxima expresión en el Nuevo Testamento. Se promulga en los Evangelios y en las Epístolas (Mat. 22: 31-32; Luc. 20: 27-38; Juan 11: 24; 1 Cor. 15: 51-53; 1 Tes. 4: 13-18; Heb. 11: 19). El apóstol Pablo nos dice que, así como todos mueren en Adán (Rom. 5: 12, 14-15), en Cristo, los que creen en él serán vivificados (Rom. 5: 17-19; Hech. 24: 15; 1 Cor. 15: 22). Todos los creyentes disfrutarán de la vida eterna (Juan 3: 16; 5: 25-29; 6: 39-40; 1 Cor. 15: 20-23; 1 Ped. 1: 3) que se transformará en vida inmortal tras la resurrección de la Segunda Venida de Cristo, un acontecimiento visible universalmente que estará acompañado por el sonido de la trompeta y la voz del arcángel.5 Entonces, aquellos que han muerto confiando en el Señor serán llamados de sus tumbas a una vida nueva y eterna (1 Cor. 15: 51-53; 1 Tes. 4: 13-18) y los que estén en vida en ese momento serán transformados y glorificados. Esta transformación será instantánea cuando Cristo vuelva con poder y gloria (1 Tes. 4: 16-17).
Sin embargo, la resurrección de los justos en la Segunda Venida de Cristo no es la única resurrección de la que habla el Nuevo Testamento.6 También habrá una resurrección de los injustos o malos (Hech. 24: 15; Juan 5: 28-29). Según Apocalipsis 20: 5, 7-10, esta segunda resurrección de los injustos no tiene lugar en la Segunda Venida de Cristo, sino al final de los mil años, del milenio, cuando Satanás haya sido liberado. Entonces, todas las personas injustas serán destruidas para siempre junto con el autor y el instigador del mal, Satanás, y la Tierra será creada de nuevo para reflejar el diseño original de Dios, no contaminado por el pecado.
La esperanza de la resurrección
Esta bienaventurada esperanza ya llena nuestra vida de gozo aquí y ahora. Le da al creyente una actitud apropiada y realista hacia la muerte. Aunque no negamos la muerte ni nos acobardamos ante ella, la muerte sigue recordándonos que nuestras decisiones en esta vida decidirán nuestro destino eterno. Tener fe en Jesús nos ofrece esperanza más allá de la tumba. Sabemos que la muerte no tendrá la última palabra. La resurrección de Jesús ha roto la proscripción irreversible de la muerte y ha restaurado la esperanza más allá del dolor y de la triste realidad de la separación terrenal.
Los cristianos que creen en la Biblia no ven la muerte como amiga. En cambio, ven la muerte como el último enemigo que será derrotado por Cristo. Por lo tanto, la terrible realidad de la muerte no tendrá la última palabra sobre nuestra existencia humana porque sabemos que la muerte no prevalecerá. ¡Jesús es el vencedor! Este entendimiento de la resurrección llena la vida de gozo triunfante y de agradecimiento por lo que Dios ha hecho por nosotros y por lo que solo él puede hacer, y lo hará indudablemente, cuando vuelva con poder y gloria. Aquellos que experimentarán esta resurrección serán personas que honran y glorifican solo a Jesucristo. Él es nuestro salvador quien no solo murió por nosotros, sino que también resucitó de entre los muertos y, por lo tanto, puede resucitar a todos los que confían en él. Podemos llenarnos de admiración y asombro ante lo que Jesús hará en la resurrección por nosotros, porque la resurrección es tan gloriosa y hermosa como Dios mismo.
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1 Sobre la siniestra realidad de la muerte, el morir y la esperanza de la resurrección, véase Frank M. Hasel, “Death Shall be no More” en Adventist World, vol. 12, nº 10 (octubre 2016): págs.14-15. Las siguientes ideas expresan algunas de mis reflexiones en este artículo.
2 Elena G. White declaró que «Satanás no puede retener los muertos en su poder cuando el Hijo de Dios les ordena que vivan» (El deseado de todas las gentes, pág. 320).
3 En las palabras de Elena G. White, «Todos salen de sus tumbas de igual estatura que cuando en ellas fueran depositados. Adán, que se encuentra entre la multitud resucitada, es de soberbia altura y formas majestuosas, de porte poco inferior al del Hijo de Dios. Presenta un contraste notable con los hombres de las generaciones posteriores; en este respecto se nota la gran degeneración de la raza humana. Pero todos se levantan con la lozanía y el vigor de eterna juventud» (El conflicto de los siglos, pág. 627).
4 Niels-Erik A. Andreasen (2000). Death: “Origin, Nature, and Final Eradication”. En Raoul Dederen (Ed.), Handbook of Seventh-day Adventist Theology (pág. 328). Hagerstown, MD: Review and Herald.
5 John C. Brunt (2000). “Resurrection and Glorification”. En Raoul Dederen (Ed.), Handbook of Seventh-day Adventist Theology (pág. 348). Hagerstown, MD: Review and Herald.
6 Brunt, pág. 348.