Imágenes bíblicas de Jerusalén

La Escritura menciona a Jerusalén ochocientas diez veces. Las referencias se dividen en tres categorías: la ciudad de Salem, la capital de Judá (Yerushalem), y la Nueva Jerusalén (todavía profetizada) que tiene sus orígenes en el cielo.

La primera mención de Jerusalén aparece en Génesis 14: 18 después de una guerra local en la que dos grupos de reyes menores lucharon entre sí. La batalla tuvo como resultado la captura de Lot, sobrino de Abram, que vivía en Sodoma, por Quedorlaomer y sus reyes aliados, Tidal, Amrafel y Arioc.

Cuando Abram (que luego se llamó Abraham) se enteró del destino del hijo de su hermano, armó a 318 criados nacidos en su casa. Aunque Abram no era un militar, ideó un plan para derrotar a Quedorlaomer y a los otros reyes dividiendo a sus hombres en varios grupos para atacar a los invasores por la noche. Los encontró en Dan, los atacó y los persiguió hasta Hoba, al oeste de Damasco. No solo liberó a Lot, sino que también rescató a los prisioneros de Sodoma y recuperó todo el botín que Quedorlaomer y los otros tres reyes habían llevado (Gen. 14).

El rey de Sodoma le dijo a Abram que solo quería que le entregara las personas, y que Abram podía quedarse con todos los bienes incautados a los cuatro reyes. Pero Abram se negó a recibir ningún bien del botín y le explicó al rey de Sodoma que había jurado a Dios que no aceptaría nada para no ser acusado de que el rey de Sodoma lo había enriquecido, pues él sabía que era el Dios del cielo quien lo había bendecido en gran manera (Gén. 14: 22-24).

Entonces Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, salió de su ciudad y bendijo proféticamente a Abram. Reconociendo a Melquisedec como sacerdote de Dios, Abram le dio el diezmo de todo lo que tenía (vers. 18-20). Varios años después del encuentro con Melquisedec, Abraham ofreció en sacrificio a su hijo Isaac en el monte Moriah, una de las colinas en los alrededores de Jerusalén (Gén. 22). Muchas personas pueden no darse cuenta de que Dios tenía a sus fieles seguidores esparcidos alrededor del mundo antiguo. Así que, incluso en esta primera etapa de la existencia de Salem, el Señor sabía que su pueblo estaba allí, cuidado por el sacerdote Melquisedec.

Es importante tener en cuenta que el nombre ‘Salem’ significa ‘paz’. El concepto de paz se conserva en el nombre extendido por el cual conocemos este lugar, Jerusalén, que significa ‘Ciudad de paz’. La única otra mención del nombre Salem en el Antiguo Testamento se encuentra en Salmos 76: 2, que lo vincula con Sión, otro nombre común para Jerusalén.

No sabemos cuándo Dios decidió que Salem se convertiría en Jerusalén y en un lugar especial en la tierra para él y su pueblo. Sin embargo, es significativo que antes de que los israelitas tomen posesión del lugar, Dios se refirió varias veces a un lugar donde pondría su nombre. Probablemente la primera ocasión aparece en Éxodo 20: 24, aunque es más una declaración general que una referencia específica a la ciudad. Más relevantes son varios pasajes en Deuteronomio 12: 4 al 14. Estos versículos son especialmente significativos cuando se leen a la luz de la dedicación del Templo de Salomón, que fue henchido con la presencia de Dios (1 Rey. 8).

Jerusalén ha tenido una historia llena de altibajos durante cientos de años y más de un cambio de nombre. Como ya se señaló, al principio se llamó Salem, pero eso puede haber sido una contracción del nombre completo que conocemos como Jerusalén, o más correctamente, Yerushalem. ‘Shalem’ está vinculado con el nombre de Dios, y ‘yeru’ tiene el sentido de ‘una piedra fundamental’.

Al principio de la ocupación de Canaán por parte de Israel, Josué derrotó a la ciudad de Hai. Como resultado, el pueblo de Gabaón buscó la paz con Israel. El rey de Jerusalén en ese momento era, curiosamente, un hombre llamado Adonisedec, que pudo haber sido un descendiente de Melquisedec. Adonisedec temía que los israelitas lo atacaran y lo derrotaran, por lo que hizo un llamamiento a otros cuatro reyes locales para que lo ayudaran (Jos. 10).

Históricamente, los jebuseos, una rama de los amorreos, ocuparon Jerusalén. Los ejércitos de Judá atacaron la ciudad después de la muerte de Josué, derrotando a los jebuseos, pero estos la repoblaron algún tiempo después y le cambiaron el nombre a ‘Jebús’. No fue hasta poco después de que David fue ungido rey sobre todo Israel que derrotó definitivamente a los jebuseos. En ese momento, David hizo de la fortaleza de Sión su ciudad y construyó la gran Jerusalén a su alrededor (2 Sam. 5: 6-7; 1 Crón. 11: 4-9).

En el año 605 a. C., el ejército del rey Nabucodonosor destruyó Jerusalén y el Templo, y llevó a la mayoría de sus habitantes como cautivos a Babilonia. Unos setenta años después, el rey Ciro del Imperio Persa aprobó el regreso de un contingente a Jerusalén para reconstruir el Templo. Alejandro Magno, gobernante de los griegos, asumió el control de Jerusalén en 332 a. C., pero los romanos derrotaron a sus sucesores en la batalla de Corinto en 146 a. C. Herodes el Grande no solo agregó nuevos edificios a la ciudad de Jerusalén, sino que también comenzó a remodelar el segundo Templo, especialmente su plataforma.

Durante su ministerio en la tierra, Cristo lloró sobre esta ciudad cuya historia podría haber sido muy diferente si los israelitas hubieran obedecido a Dios como Moisés les había dicho antes de que entraran en la Tierra Prometida (Mat. 23: 37-39; Deut. 27: 11–30: 20). Sin duda, el evento más significativo en la historia terrenal de Jerusalén no tuvo lugar dentro de la ciudad sino fuera de sus muros: la crucifixión de Cristo, quien así llegó a ser el Salvador del mundo (Heb. 13: 12-13).

La destrucción casi total de Jerusalén por el ejército romano en el año 70 d. C. marcó el final de la ciudad como el centro del culto y los rituales judíos. Desde entonces, varios poderes han controlado el Medio Oriente, incluyendo a los persas, los árabes y los cruzados. El Imperio Otomano gobernó Jerusalén y gran parte del Medio Oriente desde 1516 a 1917. Después de la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña tomó el control de esa área y permaneció hasta que Israel se convirtió en un estado independiente en 1948.

Hoy en día el Monte del Templo es el lugar más sagrado del judaísmo y el tercer lugar más sagrado del Islam. Jerusalén también es un lugar importante para los cristianos porque Jesús enseñó en el Templo y fue crucificado fuera del muro de la ciudad. Pero el Nuevo Testamento desvía la atención de la Jerusalén terrenal a una nueva ciudad en el cielo, principalmente en Apocalipsis 21 y 22. La carta de Pablo a los Gálatas y el libro de Hebreos también se refieren a la Jerusalén celestial.

En Gálatas 4: 21 al 31, Pablo contrasta a las personas que viven bajo alguno de los dos pactos. El primero, un pacto ‘terrenal’ basado en el desempeño humano, se compara con la descendencia de Agar. Pablo dice que este pacto corresponde a «la Jerusalén actual» (vers. 25); en otras palabras, la Jerusalén del tiempo de Pablo. Inmediatamente declara: «Pero la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre» (vers. 26). Este segundo pacto incluye a los «hijos de la promesa» (vers. 28). Pablo concluye su argumento en el versículo 31, en el que dice: «De manera, hermanos, que no somos hijos de la esclava, sino de la libre». Esta última referencia está vinculada con el versículo 26. Al leerlos juntos, se ve que, en términos espirituales, aquellos que viven en el segundo o nuevo pacto, son efectivamente hijos de la Jerusalén que descenderá del cielo (Apoc. 21: 2).

Hebreos 12: 22 declara que aquellos que han aceptado a Cristo no están en el estado temeroso de sus antepasados que se reunieron delante del Sinaí cuando Dios les habló (vers. 18-21) sino que se han «acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial». Así que, por estos pasajes es claro que la naciente iglesia no solo sabía muy bien que ‘su’ Jerusalén llegaría a su fin, sino que podía esperar una Jerusalén infinitamente más maravillosa que descendería del cielo para ser su morada para siempre.

Una lectura reflexiva de Apocalipsis 21 revela que la Nueva Jerusalén será una ciudad como ninguna otra. La Jerusalén terrenal casi no ha sido una ciudad de paz. Pero la ciudad celestial será una morada de paz eterna. Sus dimensiones son abrumadoras, y no está hecha de materiales inferiores. En cambio, su impacto en los redimidos será de asombro, pues Juan dice que estará «ataviada como una esposa hermoseada para su esposo» (Apoc. 21: 2).

La pregunta que cada uno de nosotros debe hacerse es: ¿Seré ciudadano de esa Jerusalén celestial?