La nueva Jerusalén desciende a la Tierra: La batalla final de Satanás

Elias Brasil de Souza

Este estudio trata sobre los momentos finales del conflicto de los siglos tal como aparece descrito en la Biblia y explicado en los escritos de Elena White. La siguiente presentación se organiza en tres apartados. El primer apartado ofrece un breve resumen de los eventos finales y proporciona el contexto necesario para la subsiguiente discusión. El segundo apartado aborda la batalla final de Satanás y el juicio ejecutivo. El tercer apartado se ocupa con el descenso de la Nueva Jerusalén, la capital de la tierra nueva. Una breve conclusión resume algunos de los puntos principales de este ensayo.

Los eventos finales del conflicto de los siglos

Apocalipsis 20–22 ofrece una imagen general de los eventos finales basada en Ezequiel 38–48 e Isaías 24–27, entre otros textos del Antiguo Testamento. El espacio no nos permite hacer una exégesis de los pasajes bíblicos relacionados con cada evento, pero una visión general será suficiente para el estudio que nos ocupa. Hay que tener en cuenta que la Segunda Venida de Jesús es el acontecimiento central de la escatología bíblica y pone en marcha una serie de eventos que culminan con la resolución del conflicto de los siglos. A la venida de Jesús, los fieles muertos de todas las épocas «serán resucitados incorruptibles» (1 Cor. 15: 52) y los fieles que están en vida serán «transformados» (1 Cor. 15: 52). Así, vestidos de inmortalidad, todos los santos serán llevados a encontrarse con Jesús en el aire y ascender con él al cielo (1 Cor. 15: 50-58; 1 Tes. 4: 13-18) donde pasarán mil años (milenio) participando en el juicio de los impíos.

Si bien la Segunda Venida de Cristo trae consigo la resurrección y la transformación de los creyentes, también acarrea la destrucción de la bestia, del falso profeta y de los injustos que están en vida. Por lo tanto, todos los injustos que están vivos cuando Jesús regrese serán destruidos por la gloria de su aparición. Junto con los injustos muertos de todos los siglos, permanecerán en las tumbas hasta la segunda resurrección que tendrá lugar al final del milenio (Apoc. 19: 19-21).

Sin embargo, en conformidad con el plan de Dios, Satanás sobrevivirá a los eventos catastróficos provocados por la Segunda Venida. Pasará los mil años que transcurrirán entre las dos resurrecciones restringido a este planeta despoblado, y contemplará los efectos devastadores de su rebelión en la Tierra. Finalmente, al cumplirse los mil años, Dios resucitará a la incontable multitud de los injustos muertos. Elena G. White ofrece esta siniestra descripción de la segunda resurrección:

Al fin de los mil años, Cristo regresa otra vez a la tierra. Le acompaña la hueste de los redimidos, y le sigue una comitiva de ángeles. Al descender en majestad aterradora, manda a los muertos impíos que resuciten para recibir su condenación. Se levanta su gran ejército, innumerable como la arena del mar. ¡Qué contraste entre ellos y los que resucitaron en la primera resurrección! Los justos estaban revestidos de juventud y belleza inmortales. Los impíos llevan las huellas de la enfermedad y de la muerte.

Todas las miradas de esa inmensa multitud se vuelven para contemplar la gloria del Hijo de Dios. A una voz las huestes de los impíos exclaman: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” No es el amor a Jesús lo que les inspira esta exclamación, sino que el poder de la verdad arranca esas palabras de sus labios. Los impíos salen de sus tumbas tales como a ellas bajaron, con la misma enemistad hacia Cristo y el mismo espíritu de rebelión. No disponen de un nuevo tiempo de gracia para remediar los defectos de su vida pasada, pues de nada les serviría. Toda una vida de pecado no ablandó sus corazones. De serles concedido un segundo tiempo de gracia, lo emplearían como el primero, eludiendo las exigencias de Dios e incitándose a la rebelión contra él.1

Tal resurrección representa la liberación de Satanás que ahora recluta a esa gran multitud de seres humanos para lanzar un último ataque contra la Nueva Jerusalén. En este momento, la ciudad ya ha descendido del cielo y se ha instalado en la Tierra. Mientras Satanás y sus ejércitos realizan un último intento de tomar la ciudad, desciende fuego desde el cielo y los destruye para siempre. La creación de Dios se libera del mal y del pecado para siempre. Ahora los redimidos pueden disfrutar sin impedimentos de la comunión con su Creador y Salvador por la eternidad.

En pocas palabras, es así como se desarrollarán los eventos finales de la historia del mundo según las Escrituras. En el siguiente punto, el presente artículo pasa a centrarse en el evento que pondrá fin a las acciones de Dios con respecto al problema del pecado: el juicio ejecutivo que culminará con la destrucción del mal y la aniquilación de los injustos en el contexto de la batalla final de Satanás.

La batalla final de Satanás y el juicio ejecutivo

En líneas generales, Apocalipsis describe el ataque de Satanás a la Nueva Jerusalén tras el milenio y el juicio ejecutivo de las fuerzas del mal que Dios lleva a cabo:

Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla. Su número es como la arena del mar. Subieron por la anchura de la tierra y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; pero de Dios descendió fuego del cielo y los consumió. Y el diablo, que los engañaba, fue lanzado en el lago de fuego y azufre donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (Apoc. 20: 7-10).

Por muy reconfortante que nos resulte pensar que un día los malos y los injustos serán destruidos para siempre, la idea de un juicio que culmina con la destrucción de los malos puede parecer difícil de cuadrar con la noción bíblica de un Dios amoroso y compasivo. Por esta razón, a lo largo de la historia, algunos cristianos han sugerido que todos serán salvados al final, incluso Satanás (según algunos pensadores).2 Sin embargo, las Escrituras no respaldan esta idea tan universal de la salvación. Aunque la salvación está a disposición de toda la humanidad, algunos rechazan la oferta de gracia de Dios y, por lo tanto, cosecharán las consecuencias de sus elecciones. Las Escrituras dejan claro que aquellos que rechazan a Jesús perecerán, como Jesús mismo señaló en este resumen clásico del evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3: 16). Por consiguiente, el juicio y la destrucción final de los injustos está en conformidad con la definición más básica del mensaje del evangelio.

Debemos tener en cuenta que el juicio ejecutivo está precedido por un juicio investigativo. Durante el milenio, los santos llevan a cabo el juicio de los impíos en el cielo (Apoc. 20: 4; cf. 1 Cor. 6: 2-3).3 Por lo tanto, cuando se lleve a cabo la ejecución de la sentencia, todos los casos estarán investigados y todos reconocerán la justicia y la equidad del juicio de Dios. Elena White declara:

El proceder de Dios respecto a la rebelión desenmascarará completamente la obra que durante tanto tiempo se ha hecho en forma oculta. Los resultados del dominio de Satanás y del rechazamiento de los estatutos divinos quedarán revelados a la vista de todos los seres racionales. La ley de Dios está plenamente vindicada. Se verá que todos los actos de Dios tuvieron por fin el bien eterno de su pueblo y de todos los mundos creados. Satanás mismo, en presencia del universo, confesará la justicia del gobierno de Dios y la rectitud de su ley.4

Además, el arraigo en sus elecciones se ve reflejado en su unión a Satanás en su último intento de atacar la Ciudad Santa. Elena White describe la preparación de Satanás para atacarla así:

Vi que Satanás reanudaba entonces su obra. Recorrió las filas de sus vasallos para fortalecer a los débiles y flacos diciéndoles que él y sus ángeles eran poderosos. Señaló los incontables millones que habían resucitado, entre quienes se contaban esforzados guerreros, reyes muy expertos en la guerra y conquistadores de reinos. También se veían poderosos gigantes y capitanes valerosos que nunca habían perdido una batalla. Allí estaba el soberbio y ambicioso Napoleón cuya presencia había hecho temblar reinos. Se destacaban también hombres de elevada estatura y dignificado porte que murieron en batalla mientras andaban sedientos de conquistas. Al salir de la tumba reanudaban el curso de sus pensamientos donde lo había interrumpido la muerte. Conservaban el mismo afán de vencer que los había dominado al caer en el campo de batalla. Satanás consultó con sus ángeles y después con aquellos reyes, conquistadores y hombres poderosos. A continuación observó el nutrido ejército, y les dijo que los de la ciudad eran pocos y débiles, por lo que podían subir contra ella y tomarla, arrojar a sus habitantes y adueñarse de sus riquezas y glorias.5

Sorprendentemente, así como la entrada del pecado estuvo marcada por el ataque del ángel rebelde al trono de Dios en el cielo (Isa. 14; Eze. 28), la erradicación del pecado también se caracterizará por el ataque de Satanás a la ciudad celestial. Precisamente, cuando los ejércitos satánicos rodean la Nueva Jerusalén, «de Dios descendió fuego del cielo y los consumió» (Apoc. 20: 9). En este acto final del juicio, Dios destruye a Satanás y a sus aliados. Como indica el texto bíblico: «Y el diablo, que los engañaba, fue lanzado en el lago de fuego y azufre donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Apoc. 20: 10).

En este punto, debemos observar que la expresión «por los siglos de los siglos» no indica que el castigo de los impíos durará para siempre, sino que indica que el tormento durará por un período limitado, ya que el destino de los injustos será la aniquilación (Mat. 10: 28). De hecho, como se indica en Apocalipsis 20: 14, la muerte misma será aniquilada, de modo que el sufrimiento de los impíos bajo la lluvia de fugo que desciende del cielo no ha de entenderse desde el punto de vista de la duración, sino de la finalidad. Además, la imagen del humo que sube para siempre proviene de una descripción del Antiguo Testamento de la desolación de Edom según la cual «No se apagará de noche ni de día, sino que por siempre subirá su humo; de generación en generación quedará desolada y nunca jamás pasará nadie por ella» (Isa. 34: 10). Por supuesto, Isaías no esperaba que el humo de Edom ascendiera al cielo para siempre; la expresión refleja la destrucción completa, cuyos efectos duran para siempre (Mal. 4: 1).6 Asimismo, en Apocalipsis, el tormento que aflige a Satanás y a sus aliados «día y noche» señala un tormento que dura hasta que los enemigos de Dios sean aniquilados, tal como lo describe Elena White:

Satanás se precipitó en medio de sus secuaces e intentó incitar a la multitud a la acción. Pero llovió sobre ellos fuego de Dios desde el cielo, y consumió conjuntamente al magnate, al noble, al poderoso, al pobre y al miserable. Vi que unos quedaban pronto aniquilados mientras que otros sufrían por más tiempo. A cada cual se le castigaba según las obras que había hecho con su cuerpo. Algunos tardaban muchos días en consumirse, y aunque una parte de su cuerpo estaba ya consumida, el resto conservaba plena sensibilidad para el sufrimiento. Dijo el ángel: «El gusano de la vida no morirá ni su fuego se apagará mientras haya una partícula que consumir».

Satanás y sus ángeles sufrieron largo tiempo. Sobre Satanás pesaba no sólo el castigo de sus propios pecados sino también el de todos los de la hueste redimida, que habían sido puestos sobre él. Además, debía sufrir por la ruina de las almas a quienes engañara. Después vi que Satanás y toda la hueste de los impíos estaban consumidos y satisfecha la justicia de Dios. La cohorte angélica y los santos redimidos exclamaron en alta voz: «¡Amén!».

Dijo el ángel: «Satanás es la raíz, y sus hijos son las ramas. Ya están consumidos raíz y ramas. Han muerto de una muerte eterna. Nunca resucitarán y Dios tendrá un universo limpio». Entonces miré y vi que el mismo fuego que había consumido a los malos quemaba los escombros y purificaba la tierra. Volví a mirar, y vi la tierra purificada. No quedaba la más leve señal de maldición. La quebrada y desigual superficie de la tierra era ya una dilatada planicie. Todo el universo de Dios estaba limpio y había terminado para siempre la gran controversia. Por doquiera posáramos la vista, todo era santo y hermoso. Toda la hueste de redimidos, viejos y jóvenes, grandes y pequeños, arrojaron sus brillantes coronas a los pies del Redentor y, postrándose reverentemente ante él, adoraron al que vive por siempre. La hermosa tierra nueva, con toda su gloria, iba a ser la heredad eterna de los santos. El reino, el señorío y la grandeza del reino bajo todo el cielo fue dado entonces a los santos del Altísimo, que iban a poseerlo por siempre jamás.7

Si los injustos ardieran para siempre en un infierno eterno, el mal nunca sería erradicado del universo. Es precisamente la noción de la destrucción de Satanás y de sus aliados la que garantiza que el universo será libre de pecado para siempre. Por lo tanto, el último acto judicial de Dios, que concluye con la destrucción de Satanás y de sus seguidores, es una expresión de su amor puesto que destruye aquello que aleja a sus hijos de él.

La Ciudad Santa desciende del cielo

Las Escrituras finalizan con la descripción culminante de la Nueva Jerusalén, la ciudad en la que Dios y los redimidos moran (Apoc. 21-22). Un aspecto que debemos tener en cuenta desde el principio es que la Nueva Jerusalén aparece en contraste y en oposición con Babilonia, tal como lo indican varios paralelos y contrastes en la descripción bíblica de las dos ciudades, sobre todo en el libro del Apocalipsis. Uno de esos paralelos consiste en que «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas» le muestra a Juan ambas ciudades (Apoc. 17: 1; 21: 9).8

Cabe señalar que, desde una perspectiva cronológica, el descenso de la ciudad santa tiene lugar antes del avance de los impíos contra ella (Apoc. 20: 9) y el juicio ejecutivo que sobreviene. Sin embargo, la descripción completa de la misma aparece más tarde para cerrar el último libro de la Biblia con la descripción gloriosa de la ciudad celestial. De esta manera, el canon de las Escrituras concluye como empezó: describiendo un mundo sin pecado. Sin embargo, a diferencia de Génesis 1 y 2 donde vemos a Dios dando un jardín a los humanos, Apocalipsis 21–22 concluye el canon con la imagen de Dios ofreciéndoles una ciudad-jardín en la Nueva Jerusalén. Las pérdidas infligidas por el pecado en el jardín se recuperan y las promesas y las aspiraciones anunciadas por los profetas a los santos del Antiguo Testamento se cumplen.

En Adán, perdimos un jardín, en Cristo, ganamos una ciudad-jardín: un símbolo de la seguridad y de la paz que permanecerán para siempre sin ser contaminadas por nada pecaminoso o impuro. Además, todos los tipos y las promesas proféticas encontrarán en la ciudad su cumplimiento máximo. Por ejemplo, la creación de Génesis 1 y 2 llega a ser una creación nueva en Apocalipsis 21 y 22. El éxodo de Israel fuera de Egipto, que en el Antiguo Testamento representa el tipo de un éxodo más significante, encuentra su máximo cumplimiento cuando el pueblo de Dios deja atrás un mundo de pecado y de muerte y entra por las puertas de la Sion celestial (Apoc. 22: 7, 14).

A menudo, la relación de Dios con su pueblo del Antiguo Testamento se describía como un pacto y, a veces, se representaba como una fiesta de bodas o un vínculo matrimonial que resume en la fórmula de reciprocidad reflejada en el pacto: «seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo». Esta comunión que Dios celebró con su pueblo elegido a través del pacto encontró su expresión más tangible en el santuario del Antiguo Testamento. Por lo tanto, no es poco importante que Apocalipsis 21: 3 describa la Nueva Jerusalén con un lenguaje y unas imágenes que recuerdan al pacto y al santuario: «El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios». Cabe destacar el lenguaje asociado con esta descripción: «Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios». Sin duda, tal dicción apunta a las realidades del pacto que ve su cumplimiento en la Nueva Jerusalén.

También cabe destacar que la descripción de la Nueva Jerusalén como «el tabernáculo de Dios» recuerda al santuario israelita e indica que la Nueva Jerusalén es la morada definitiva de Dios entre su pueblo redimido. Juan no vio ningún templo en la ciudad (Apoc. 21: 22) porque la ciudad funciona como un templo. Y esta proposición puede ser corroborada por las dimensiones de la Nueva Jerusalén. Además de estar hecha de oro puro, un aspecto interesante y fascinante sobre la ciudad es su forma cúbica. De las diversas entidades arquitectónicas mencionadas en el Antiguo Testamento, una sola estaba hecha de oro y tenía forma de cubo: el Lugar santísimo del templo de Salomón.9 De modo que la forma y la constitución de la Nueva Jerusalén indica que funciona igual que el Lugar santísimo en el templo salomónico: el locus de la gloria (Shekhiná) de Dios.

Hay dos puntos finales, pero no menos importantes, que merecen nuestra atención. Uno está relacionado con el interesante hecho de que el número 12 aparece de manera prominente en las características y en las medidas de la ciudad. Si bien en los capítulos anteriores de Apocalipsis se enfatiza el número 7 (siete iglesias, siete sellos, siete trompetas, siete plagas), en la descripción de la Nueva Jerusalén en Apocalipsis 21–22 se destaca el número 12 y sus múltiplos :12 puertas, 12 ángeles, 12 tribus de los hijos de Israel (vers. 12), doce apóstoles (vers. 14), «doce mil estadios» (vers. 16), «ciento cuarenta y cuatro codos» (vers. 17), «doce perlas» (vers. 21). Finalmente se menciona que el árbol de la vida produce «doce frutos, dando cada mes su fruto» (Apoc. 22: 2). Estos detalles no son fortuitos ya que, tal como sugiere un estudio esclarecedor, el número 12 «parece indicar la plenitud del pueblo de Dios: la ciudad está marcada por el signo de las 12 tribus del antiguo Israel y de los 12 apóstoles de Jesucristo, subrayando así la continuidad de la historia de la salvación e incluso la identidad espiritual entre el “Israel de Dios” y la iglesia triunfante.» Además, las dimensiones de la ciudad, «doce mil estadios (o unas mil quinientas millas) demuestran que esta ciudad es la medida de la humanidad redimida en su conjunto. Sobrepasando a Babilón y a Roma, la Nueva Jerusalén es la verdadera y la única ciudad universal.»10

El otro aspecto que debemos mencionar es el hecho de que la ciudad es el locus de Dios y el trono del Cordero. La presencia de Dios en medio de ella da un significado pleno a la ciudad. Como Apocalipsis declara: «El trono de Dios y del Cordero estará en ella, sus siervos lo servirán, verán su rostro y su nombre estará en sus frentes. Allí no habrá más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos» (Apoc. 22: 3-5). Aunque la ciudad tiene muchos rasgos hermosos, su característica más maravillosa radica en el hecho de que «el trono de Dios y del Cordero» estará allí. No deja de ser significativo el hecho de que al Cordero se le menciona siete veces en Apocalipsis 21–22, porque «la Nueva Jerusalén es la ciudad de Jesucristo».11 Por lo tanto, la imagen del Cordero, Jesús, está relacionada con la Nueva Jerusalén de varias maneras: Jesús es el esposo de la Nueva Jerusalén (21: 9), es el fundador de la ciudad (21: 14), Jesús, junto con el Padre, es el templo de la ciudad (21: 22); Jesús es la «lumbrera» de la ciudad, la gloria (Shekhiná) de Dios (21: 23); Jesús es el guardián de las puertas de la ciudad (21: 27); Jesús es la fuente de vida ya que el río de vida fluye del trono de Dios y del Cordero (22: 1); finalmente, Jesús es el rey (22: 3).

Por lo tanto, las siete referencias a Cristo en relación con la Nueva Jerusalén enfatizan la importancia cristiana de la Ciudad Santa. Identificado con el Padre, con quien comparte el trono del universo, Cristo es el centro de la Nueva Jerusalén. Él es rey. Su presencia, siempre mencionada, no se describe nunca. Cristo es esencial para la Ciudad Santa: él es su fundador, su templo, su lumbrera y su fuente de vida. En una palabra, él es el mejor regalo de Dios para la humanidad: el marido, el esposo de la humanidad redimida. Todo se resume a él. Dios ha reunido «todas las cosas» en el Cordero de la Nueva Jerusalén (Efe. 1: 10)12.

En su respuesta a un artista que le había pedido que hiciera una descripción por escrito de la Nueva Jerusalén, Elena White dijo:

Todo aquel que quiera tratar con el invisible mundo del futuro podrá describir muchísimo mejor esas glorias inenarrables si cita las palabras de Pablo: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» 1 Corintios 2: 9. Creo que muchos se refieren a las cosas sagradas como si sus facultades finitas fueran capaces de abarcarlas…

Hay tantos que pisan tierra santa con pies profanos, que nos obligan a ser muy cautelosos incluso cuando les hacemos declaraciones con respecto a las cosas sagradas y eternas, porque las ideas finitas y comunes se mezclan con lo santo y lo sagrado. El hombre puede tratar de representar algo del cielo mediante sus facultades heredadas y cultivadas, para finalmente hacer de todo ello sólo una confusión.

Sus facultades artísticas, llevadas al máximo de su capacidad, caerán desfallecientes y fatigadas al tratar de captar las cosas del mundo invisible y, no obstante, todavía habrá una eternidad más allá. Mediante estas declaraciones quiero pedirle que me exima de tratar de describirle cualquier cosa concerniente a las obras del gran Artista y Maestro.

Aunque la imaginación de la gente se extienda al máximo para tratar de concebir las glorias de la Nueva Jerusalén, apenas estará en los umbrales del eterno peso de gloria que será la posesión de los fieles y vencedores. Sáquese los zapatos de los pies, porque el lugar donde se encuentra es santo. Esta es la mejor respuesta que puedo dar a su consulta. —Carta 54, del 4 de abril de 1886, dirigida a la Sra. de Stewart, una artista que le pidió una descripción de la Nueva Jerusalén.13

Conclusión

Las reflexiones anteriores son tan solo unas breves pinceladas sobre algunos aspectos que representan nuestra esperanza escatológica. De los capítulos finales de la Biblia, aprendemos que, tras la fase milenial del juicio final y el descenso de la Ciudad Santa, Satanás junto con los millones de personas que resucitarán en la segunda resurrección, organizará un ataque final contra Dios y su pueblo redimido. Pero a diferencia de la primera confrontación en el cielo, esta vez, Satanás y aquellos que lo siguen serán destruidos para siempre. Todos los poderes que a lo largo de la historia de la humanidad han infligido tanto daño y sufrimiento al pueblo de Dios serán extinguidos para siempre. Sin embargo, las palabras finales de la Biblia no tratan sobre la muerte y la destrucción. La descripción de la Nueva Jerusalén que desciende del cielo concluye el canon bíblico con una nota esperanzadora y prometedora. Aunque seguimos viviendo en un mundo afectado por el pecado y por la muerte, podemos vivir con la reconfortante expectativa de un futuro glorioso, cuando entraremos por las puertas de esa ciudad y disfrutaremos de la presencia de nuestro Señor para siempre. En esa ciudad gloriosa, seremos sacerdotes porque Jesús se ha convertido en el sacrificio; y también seremos reyes porque Jesús se ha convertido en un siervo (Apoc. 22: 4-5). ¡A él sea la alabanza, la honra y la gloria por los siglos de los siglos!

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1 Elena G. White, El conflicto de los siglos, pág. 643.

2 Véase Jerry R. Root. 2017. “Universalism”. En Daniel J. Treier y Walter A. Elwell (Eds.), Evangelical Dictionary of Theology (págs. 910-911). Grand Rapids, MI: Baker Academic.

3 Para un estudio detallado sobre el juicio y sus fases, véase Gerhard F. Hasel. 2001. “Divine Judgment”. En Raoul Dederen (Ed.), Handbook of Seventh-Day Adventist Theology (págs. 815-885). Hagerstown, MD: Review and Herald Publishing Association.

4 Elena G. White, Historia de los patriarcas y profetas, pág. 351.

5 Elena G. White, Primeros escritos, pág. 293.

6 Francis D. Nichol (Ed). 1980. The Seventh-Day Adventist Bible Commentary (7:832). Review and Herald.

7 White, Primeros escritos, págs. 294–295.

8 Para una lista detallada de los paralelos y los contrastes entre la Nueva Jerusalén y Babilonia, véase Roberto Badenas “New Jerusalem -The Holy City”. En Symposium on Revelation: Exegetical and General Studies, Book 2 (págs. 255-256). Ed. Frank B. Holbrook, vol. 7, Daniel and Revelation Committee Series. Silver Spring, MD: Biblical Research Institute of the General Conference of Seventh-day Adventists. Véase también Ranko Stefanovic. 2009. Revelation of Jesus Christ: Commentary on the Book of Revelation, 2ª ed (págs. 593-610). Berrien Springs, MI: Andrews University Press.

9 Según T. Desmond Alexander. 2018. The City of God and the Goal of Creation (pág. 152), ed. Dane C. Ortlund y Miles Van Pelt, Short Studies in Biblical Theology. Wheaton, IL: Crossway., «la Nueva Jerusalén y el Lugar santísimo son los únicos cubos perfectos mencionados en la Biblia».

10 Badenas, págs. 258-259. [Traducción propia]

11 Badenas, pág. 269. [Traducción propia]

12 Badenas, págs. 269-270. [Traducción propia]

13 Elena G. White, Cada día con Dios, pág. 101.