Peter M. van Bemmelen
Los tres sectores principales de la cristiandad –ortodoxo oriental, católico romano y protestante– concuerdan en cuanto al contenido del canon del NT, pero difieren en cuanto al número de libros incluido en el canon del AT. Mientras los protestantes reconocen 39 libros en el canon del AT, los católicos aceptan 46, más agregados a los libros de Ester y Daniel. Los protestantes llaman apócrifos a estos libros adicionales y agregados, pero los católicos los llaman deuterocanónicos. Las iglesias orientales tradicionalmente han incluido un número aún mayor de libros apócrifos en el canon del AT.
Los apócrifos – Como los libros apócrifos no figuran en muchas de las Biblias protestantes, puede ser útil enumerarlos. En primer lugar hay dos relatos: Tobit (o Tobías) y Judit. De una naturaleza algo similar hay tres agregados al libro de Daniel, conocidos como “La oración de Azarías y el cántico de los tres mancebos”, y las historias de “Susana” y “Bel y el dragón”. Hay seis agregados al libro de Ester, que no llevan nombre particular. Pero entonces están también dos libros sapienciales entre los apócrifos, llamados Sabiduría (de Salomón) y Eclesiástico (no confundir con el Eclesiastés), también llamado Sabiduría de Jesús hijo de Sirac o, más brevemente, Sirácida. Después está el libro de Baruc y los dos libros de los Macabeos. Estos últimos describen, desde diferentes perspectivas, la revuelta de los judíos contra Antíoco IV en el siglo II antes de la era cristiana. A veces también se mencionan otros libros, tales como I y II Esdras o la oración de Manasés, pero estos no figuran en el canon católico del AT.
Aunque existen varias ideas sobre la fecha en que se concluyó el contenido del canon del AT, hay evidencia contundente de que las Escrituras hebreas, ya tenidas por sagradas en tiempos de Jesús y los apóstoles, contenían exactamente los mismos libros aceptados como canónicos por las Biblias protestantes de hoy. Ni el canon judío ni el protestante incluyen los apócrifos. Entonces, ¿cómo llegaron a ser incluidos como canónicos en las Biblias católicas? El proceso por el cual ocurrió esto es difícil de describir con precisión. Pero hay suficiente evidencia como para darnos la clave de cómo se produjo esta diferencia.
Referencias a los apócrifos – El primer dato importante a considerar es que no hay citas de los apócrifos en los Evangelios ni en los demás escritos del NT, mientras que sí hay citas o alusiones a la mayoría de los 39 libros del AT, a menudo citados como Escritura. En los escritos cristianos del siglo II hay algunas referencias a los apócrifos, pero generalmente no se los cita como Escritura. En su mayoría estas citas o alusiones del siglo II están tomadas de los mismos tres libros apócrifos: Sabiduría, Tobit y Eclesiástico.
Apócrifo proviene del término griego ἀπόκρυφος [apókryfos], el cual significa “oculto” o “secreto”. Se refiere a una colección de libros que datan desde c. el siglo III a.C. hasta c. el 100 d.C.
Deuterocanónico proviene del término griego δευτεροκανονικός [deuterokano- nikós], el cual significa “segundo canon”. Desde el Concilio de Trento (1545-1563) este término es usado por los católicos para describir los siete libros más los agregados a Daniel y Ester que los protestantes llaman apócrifos.
La lista de Melitón – Es muy significativo el hecho de que la lista más antigua de libros del AT que aparece en un escritor cristiano, la de Melitón, obispo de Sardis en la segunda mitad del siglo II, no contiene los apócrifos. Hizo un viaje a Oriente para asegurarse de cuáles son “exactamente los libros del AT”, los cuales enumera del siguiente modo:
“Los cinco libros de Moisés: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; Josué, Jueces, Rut; los cuatro libros de los Reyes [ahora llamados Samuel y Reyes]; los dos de Crónicas; el libro de los Salmos de David; los Proverbios de Salomón, también llamado el Libro de la Sabiduría [no confundir con el libro apócrifo de la Sabiduría]; Eclesiastés, Cantares, Job; los libros de los profetas Isaías, Jeremías, de los doce contenidos en un solo libro; y Daniel, Ezequiel y Esdras [después Esdras y Nehemías]”.1
Esta lista, aunque difiere ligeramente en el orden de los libros, es idéntica a la lista de los libros del AT de las Biblias protestantes, excepto que Ester está ausente.
Los Padres de la Iglesia citan los apócrifos – Desde fines del siglo II en adelante encontramos que algunos libros apócrifos comienzan a ser citados con más frecuencia, a veces como si fueran sagrada escritura. Por ejemplo, Clemente de Alejandría (c. 150–c. 215) trata los apócrifos Tobit, Eclesiástico y Sabiduría como Escritura. Durante los siglos III y IV hubo autores cristianos tanto en Oriente (griegos) como en Occidente (latinos) que siguieron la misma práctica. ¿Qué fue lo que causó este cambio de actitud hacia los apócrifos? No hay una respuesta sencilla y clara. Una teoría sostiene que los judíos en Alejandría aceptaron los apócrifos como parte del AT griego (Septuaginta / LXX) en contraste con el AT hebreo de los judíos de Palestina. Supone que algunos estudiosos cristianos como Clemente recibieron este AT de canon expandido por parte de los judíos de Alejandría.
Sin embargo, la evidencia disponible sugiere más bien que los judíos de Alejandría tenían el mismo canon que los de Palestina. El filósofo judío Filón (c. 20 a.C.–c. 50 d.C.), destacado entre los estudiosos judíos de Alejandría, nunca citó los apócrifos. ¿Por qué, entonces, un cierto número de autores cristianos de los siglos III y IV comenzaron a citar de los apócrifos como si pertenecieran al canon del AT? ¿Qué les llevó a una aceptación bastante generalizada de los apócrifos como parte del canon hacia fines del siglo IV?
Inclusión de los apócrifos en el AT griego – Varios son los factores que pudieron haber contribuido a la inclusión de los apócrifos en el AT griego. Es importante entender que en los primeros siglos no existían Biblias en un solo tomo como las que tenemos hoy. Los libros se escribían separadamente en rollos, y llevaba muchos rollos el formar una colección de todos los libros de la Biblia. Era por tanto más fácil mezclar los libros apócrifos con los canónicos. Otro factor posible es la infiltración de una mentalidad pagana en la cristiandad, cuando esta última reemplazó a la religión pagana como religión de Estado en el Imperio Romano durante los siglos IV y V, porque los apócrifos contienen relatos y enseñanzas que convenían a tal mentalidad pagana. La Septuaginta llegó a ser la Biblia usada universalmente por los cristianos, y a menudo se la consideraba más inspirada que las escrituras hebreas, por entonces en uso entre los judíos. Ilustra este hecho la desavenencia entre dos Padres de la Iglesia: Jerónimo (c. 342-420) y Agustín (354-430).
Jerónimo, nativo de Italia, pasó mucho de su vida en Palestina, donde se familiarizó con el idioma hebreo. En el 382 d.C. se realizó un sínodo en Roma bajo el liderazgo del papa Dámaso (304-384), quien emitió una declaración sobre “El canon de la Sagrada Escritura” que incluía los apócrifos Sabiduría, Eclesiástico, Tobías, Judit y 1-2 de Macabeos. Esta declaración formaba parte del así llamado “Decreto de Dámaso”. Este sínodo es el primero que votó incluir los apócrifos en el canon del AT.2
Dámaso le pidió a Jerónimo, que había sido su secretario del 382 al 384, que hiciera una nueva traducción del AT al latín. Jerónimo, que volvió después de la muerte de Dámaso a Palestina, pasó muchos años en esta tarea. Decidió hacer su traducción a partir del hebreo en vez del griego. Cuando Agustín se enteró de este hecho, exhortó a Jerónimo a dar preferencia al texto griego de la Septuaginta, “la cual tiene la mayor autoridad”.3 Jerónimo, que conocía bien los textos hebreo y griego de las Escrituras, disintió con Agustín. Estaba convencido de que los libros que no se hallaban entre las escrituras hebreas debían “ser colocados entre los apócrifos”.4 Sin embargo Agustín, que era obispo de Hipona en el norte de África, tuvo un papel destacado en la dirección del tercer Concilio de Cartago en el año 397, el cual votó una declaración, “El canon de la Sagrada Escritura”, que incluía los mismos libros apócrifos que los utilizados en el sínodo de Roma en el 382. Esta y similares declaraciones terminaron por definir el canon de la Biblia latina, la Vulgata, que la Iglesia Católica Romana usó por más de mil años hasta tiempos de la Reforma Protestante.
La Reforma Protestante y los apócrifos – En épocas medievales fue cuestionada la inclusión de los apócrifos en el canon del AT, pero las decisiones sobre el canon hechas en los siglos precedentes parecía garantizar su condición de permanencia como parte integrante de las Escrituras canónicas. Esta aceptación cambió con el surgimiento de la Reforma Protestante. La apelación de Martín Lutero (1483-1546) a la Santa Escritura como autoridad final, a cuyo juicio todas las doctrinas deben someterse, impulsó la cuestión de cuáles libros deben considerarse Santa Escritura. En su traducción alemana de la Biblia, publicada en 1534, Lutero colocó los apócrifos en una sección titulada: “Apócrifos: Estos libros no se los considera iguales a las Escrituras, pero son buenos y útiles para leer”.5
No hay citas de los apócrifos en los Evangelios ni en ningún otro libro del NT.
Otras traducciones protestantes de la Biblia, publicadas incluso antes de la Biblia alemana de Lutero, separaron los apócrifos de los libros canónicos; no porque los despreciaran sino, como dijo Juan Ecolampadio (1482-1531), porque “no les atribuimos autoridad divina como a los otros”.6 Para estos efectos los reformadores apelaban al hecho de que las Escrituras hebreas no contenían los apócrifos, porque los Padres de la Iglesia no concordaban acerca de su inclusión en el canon, y especialmente porque Jerónimo había objetado su inclusión cuando tradujo la Biblia al latín.
El Concilio de Trento defendió los apócrifos – La Iglesia Católica Romana reaccionó a todo esto en el Concilio de Trento, que se reunió en forma intermitente entre 1545 y 1563. Durante su cuarta sesión, el 8 de abril de 1546, emitió un “Decreto respecto a las Escrituras canónicas”. Además de declarar que el concilio “recibe y mantiene en veneración con igual afecto de piedad y reverencia” todos los libros del AT y el NT así como las tradiciones orales, agregó una lista de libros sagrados a ser incluidos en el canon. Esta lista incluía la tradicional de los apócrifos, y el decreto declaraba que si alguien “no aceptare los dichos libros como sagrados y canónicos, enteramente en todas sus partes [...] tal como están contenidos en la antigua edición de la Vulgata Latina [...] sea anatema”.7 De Trento en adelante todas las Biblias católicas incluyen los apócrifos como parte del AT. Más de tres siglos después, el Concilio Vaticano I, en su “Constitución Dogmática sobre la Fe Católica”, emitida el 24 de abril de 1870, afirmó con fuerza el decreto de Trento.
Muchas Biblias protestantes publicadas en los siglos XVII y XVIII insertaron los apócrifos como una sección separada entre el AT y el NT. Por cierto, hay también las que no los incluían en absoluto. Un cambio definido ocurrió en el siglo XIX cuando, en 1827, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, tras considerable debate, decidió no incluir los apócrifos en ninguna de sus Biblias. Esta decisión fue seguida por otras sociedades bíblicas en Europa y Norteamérica. Resultado: la mayoría de las Biblias en los últimos dos siglos han sido impresas sin los apócrifos. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX ha habido un interés renovado en los apócrifos por parte de los protestantes, y todo se debe a un énfasis creciente en el estudio bíblico erudito crítico de la literatura bíblica y una mayor interacción ecuménica entre las tres grandes ramas del cristianismo: protestantismo, catolicismo e iglesias ortodoxas. En consecuencia, si bien la mayoría de las Biblias protestantes todavía se imprimen sin los apócrifos, existe una tendencia, especialmente en los círculos académicos, a desdibujar la diferencia entre los libros canónicos y los apócrifos [y ya se incluyen los apócrifos en algunas ediciones y pedidos específicos].
Martín Lutero colocó los apócrifos entre el AT y el NT, y declaró que a “estos libros no se los considera iguales a las Escrituras, pero son útiles y buenos para leer”.
Si bien esta reseña histórica plantea graves dificultades respecto de la inclusión de los apócrifos en el canon del AT, tal inclusión se hace todavía más cuestionable al considerar las diferencias teológicas entre los libros apócrifos y los canónicos. Es digno de notar que hay indicaciones en los propios apócrifos de que al tiempo de su origen el don profético había cesado. En la “Oración de Azarías y el Cántico de los tres mancebos”, una de las adiciones al libro canónico de Daniel, dice en el verso 15: “...ya no hay, en esta hora, príncipe, profeta ni caudillo” (BJ).8 Esto no concuerda con el registro bíblico, porque había al menos dos profetas durante el tiempo en que supuestamente se compuso esta oración: Daniel en la corte de Nabucodonosor, y Ezequiel entre los exiliados.
Una descripción de la condición de Israel en tiempos de los Macabeos registra: “Tribulación tan grande no sufrió Israel desde los tiempos en que dejaron de aparecer profetas” (1 Mac. 9:27, BJ). De hecho, el prólogo del libro apócrifo Eclesiástico (Sirácida) parece indicar que el triple canon de las escrituras hebreas –“la Ley, los Profetas y los otros Escritores” (LPD)– ya estaba en existencia. La voz profética de los libros canónicos está ausente en los apócrifos.
Inmortalidad del alma – Los apócrifos, por originarse entre el 200 a.C. y el 100 d.C., muestran marcadas diferencias con los libros canónicos en relación con la teología y la veracidad histórica. Por ejemplo, la doctrina del alma en el libro apócrifo Sabiduría de Salomón es marcadamente diferente del concepto de alma de las Escrituras hebreas. En Sabiduría 8:19 y 20 encontramos que el supuesto Salomón escribe acerca de sí mismo: “Era yo un muchacho de buena constitución, [y] me tocó en suerte un alma buena; más bien, siendo bueno, vine a un cuerpo incontaminado” (CI). Este texto presenta un dualismo cuerpo-alma que es ajeno a la enseñanza del AT de que el ser humano completo es un alma viviente (Gén. 2:7). El mismo texto implica también la preexistencia del alma, doctrina desconocida en las Escrituras canónicas. De este y otros pasajes en Sabiduría (ver 2:23, 3:1 y 9:15) algunos han derivado la doctrina de un alma inmortal.
John Collins, al dar una visión católica de los libros deuterocanónicos, observa que la Biblia hebrea “es notoriamente carente de testimonios sobre la inmortalidad y la resurrección”, y subraya con obvia aprobación “el apoyo de Sabiduría de Salomón a la inmortalidad del alma, una idea que presupone la antropología griega y es ajena al pensamiento hebreo”. Después de citar Sabiduría 2:23 y 9:15 como apoyo, concluye que “en este punto el libro deuterocanónico proporciona un fundamento importante para la tradición católica que afirma tanto la resurrección del cuerpo como la inmortalidad del alma”.9 Collins está en lo correcto al afirmar que las Escrituras hebreas no apoyan la doctrina de la inmortalidad de alma ni el dualismo cuerpo- alma de la filosofía griega y la tradición católica. Sin embargo, sí enseñan la doctrina de la resurrección. Jesús lo hizo claro a los saduceos (Mat. 22:23-33).
Salvación por obras – Otra enseñanza contraria a las Escrituras en los apócrifos es su doctrina de la expiación. En Tobías 12:8 y 9 encontramos a un ángel llamado Rafael que instruye a Tobit y a su hijo Tobías en cuanto a que es mejor dar “limosnas que atesorar dinero. La limosna libra de la muerte y expía el pecado” (NBE). Esto contradice claramente la doctrina bíblica de que el pecado es purgado por sangre; en símbolo por la sangre de los animales sacrificiales, y en definitiva por la sangre de Cristo en cumplimiento del símbolo del AT (Heb. 9:22; 1:3). Es Cristo, el Cordero de Dios, quien quita los pecados del mundo ( Juan 1:29). También hay varios pasajes en los libros apócrifos Tobías y Eclesiástico que enfatizan la limosna como medio de alcanzar el favor divino. Tobías 4:10 nos dice que la “limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas” (LPD). Según Eclesiástico 17:22, “la limosna de un hombre es para él [Dios] como un sello” (LPD). Más explícito aún es Eclesiástico 3:30: “El agua apaga las llamas del fuego y la limosna expía los pecados” (LPD). Esto es claramente herético. No hay cantidad alguna de limosna que pueda expiar el pecado. En cambio, de acuerdo con Levítico 17:11, es “la sangre la que opera expiación por una persona” (CI). Y Pedro hace claro que no somos redimidos con cosas perecederas como el oro o la plata (aún si las diéramos como limosna), “sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha y sin defecto” (1 Ped. 1:19, LPD).
Otras contradicciones – En muchas otras maneras las enseñanzas y relatos de los apócrifos contradicen la doctrina e historia del AT canónico. Eclesiástico 46:20, al hablar del profeta Samuel, nos dice que “incluso después de dormirse profetizó, indicando al rey [Saúl] su muerte; levantó desde la tierra su voz para borrar con una profecía la iniquidad del pueblo” (CI). Esto obviamente se refiere al mensaje dado por la hechicera de Endor a Saúl, supuestamente como procedente de Samuel. La clara enseñanza del AT es que “los muertos no saben nada” ni tienen “parte en nada de lo que se hace en esta vida” (Ecl. 9:5, 6, CI). El espíritu que se comunicó con la hechicera y Saúl no era el espíritu de Samuel sino, sin lugar a dudas, el espíritu mentiroso de un ángel caído.
Judit 9:2 atribuye el asesinato de los siquemitas por parte de Simeón (y Leví, que no está mencionado en Judit) a la divina providencia: “Señor, Dios de mi padre Simeón, al que pusiste una espada en la mano para vengarse de los extranjeros que desfloraron vergonzosamente a una doncella [Dina]...” (NBE). Esto está en flagrante contradicción con la maldición pronunciada bajo inspiración por el patriarca Jacob en Génesis:
“Simeón y Leví son hienas. Instrumentos de violencia son sus espadas. No entre mi alma en sus designios y no se una a ellos mi aprobación. Porque en su furor degollaron hombres y caprichosamente desjarretaron toros. Maldita sea su cólera, por violenta; maldito, por cruel, su furor. Yo los dividiré en Jacob y los dispersaré en Israel” (Gén. 49:5-7, NC).
Inexactitudes históricas – Además de esas contradicciones teológicas, también existen muchos errores históricos en los apócrifos. Judit está tacho nado de inexactitudes históricas. En Judit 1:1 se dice que Nabucodonosor reinó “sobre los asirios en Nínive, la gran ciudad, en los días de Arfaxad, que reinó sobre los medos en Ecbátana” (CI). Nabucodonosor reinó sobre los babilonios en la gran ciudad de Babilonia, no sobre los asirios en la gran ciudad de Nínive. Nínive había sido destruida por Nabopolasar, el padre de Nabucodonosor. Arfaxad, príncipe de los medos en tiempos de Nabucodonosor, es desconocido tanto para la historia bíblica como para la secular. Y a lo largo de todo el libro hay errores históricos similares. Bruce Metzger hace el siguiente comentario: “Algunos eruditos creen que la confusión histórica del libro es deliberada, con la intención de marcar al libro en forma inequívoca como ficción”.10 En contraste, los libros inspirados del AT nos dan historia genuina, no ficticia. Estas diferencias constituyen razones genuinas por las cuales los apócrifos no debieran ser reconocidos ni aceptados como parte de las Santas Escrituras del AT.
Algunos de los libros apócrifos enseñan la inmortalidad del alma y la salvación por obras.
Conclusión – Los comentarios precedentes sobre aberraciones teológicas y errores históricos en los apócrifos no son exhaustivos. Sin embargo, las evidencias presentadas en este capítulo son suficientes para mostrar las numerosas contradicciones y discrepancias en los apócrifos cuando se los compara con las enseñanzas teológicas y los registros históricos en los libros canónicos del AT. Si bien puede haber razones válidas para estudiar los libros apócrifos o deuterocanónicos desde una perspectiva histórica, no hay razones justificadas para contarlos entre las Escrituras inspiradas, de las cuales Pablo escribió que pueden darnos “la sabiduría necesaria para la salvación mediante la fe en Cristo Jesús” y que él consideraba útiles “para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia” (2 Tim. 3:15, 16, NVI). Es decir, no pertenecen a las Escrituras, de las cuales Jesús dijo con autoridad divina: “Ellas son las que dan testimonio de mí” ( Juan 5:39, RVR 95).
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1 Melitón de Sardis, “Fragments Nº 4: From the Book of Extracts” [Fragmentos Nº 4: Del Libro de Extractos], Ante-Nicene Fathers [Padres antenicenos], Alexander Roberts y James Donaldson, eds., 10 ts. (Reimpresión; Grand Rapids, MI: William B. Eerdmans, 1951), 8:759.
2 Henry Denzinger, The Sources of Catholic Dogma [Las fuentes del dogma católico], Roy J. Deferrari, trad. (St. Louis, MO: B. Herder Book, 1957), pp. 33, 34.
3 Agustín de Hipona, “Letter 28” [Carta 28], Works of Saint Augustine: A Translation for the 21st Century, Part 2—Letters, Volume 1: Letters 1-99 [Obras de San Agustín: Una traducción para el siglo XXI. Parte 2-Cartas], t. 1: Cartas 1-99, Roland Teske, trad. y notas; John E. Rotelle, ed. (Hyde Park, NY: New City Press, 2001), p. 92.
4 Jerónimo, “Preface to the Books of Samuel and Kings” [Prefacio a los libros de Samuel y Reyes], Nicene and Post-Nicene Fathers, Second Series [Padres nicenos y posnicenos. Segunda Colección], Philip Schaff y Henry Wace, eds., 14 ts. (Reimpresión; Grand Rapids, MI: William B. Eerdmans, 1989), 6:490.
5 Martín Lutero, “Prefaces to the Apocrypha” [Prefacio a los apócrifos], Luther’s Works [Obras de Lutero], 55 ts., E. Theodore Bachmann, trad. y ed. (Filadelfia, PA: Muhlenberg Press, 1960), 35:337, nota 1.
6 The Apocrypha of the Old Testament: Revised Standard Version [Los apócrifos del Antiguo Testamento: Versión estándar revisada], Bruce M. Metzger, ed. (Nueva York, NY: Oxford University Press, 1965), p. xv.
7 Denzinger, pp. 244, 245.
8 The Apocrypha..., p. 210.
9 John J. Collins, “The Apocryphal/Deuterocanonical Books: A Catholic View” [Los libros apócrifos/deuterocanónicos. Una postura católica], The Parallel Apocrypha [Los apócrifos en paralelo], J. R. Kohlenberger III, ed. general (Nueva York, NY: Oxford University Press, 1997), pp. xxxiii, xxxiv.
10 The Apocrypha..., p. 76, nota sobre Judit 1:1.