Jiří Moskala
En la Biblia, un pacto consiste en el establecimiento legal de una relación entre Dios y su pueblo. Dios es quien toma la iniciativa de instituir y afirmar esta relación. Las alianzas establecidas por él, están basadas en su amor, su gracia y su fidelidad, enraizadas en el pacto eterno que tiene la intención de salvar a la humanidad y que fue establecida por la Trinidad antes de la fundación del mundo, en caso que el ser humano cayera en pecado (Efe. 1: 3, 4; 2 Tim. 1: 9, Tito 1: 12; 1 Ped. 1: 20; Apoc 13: 8).1
El autor del libro de Hebreos, que pudo haber sido el apóstol Pablo, hace una distinción entre el «primero» y el «nuevo pacto», arguyendo que si no hubiese existido ninguna «deficiencia» o «insuficiencia» en el primer pacto, el segundo, o el «nuevo» pacto, no hubiera sido necesario. El nuevo pacto fue enunciado por primera vez por Jeremías (33: 31-34)[71], explicada por Ezequiel (36: 22-32; 37: 23-28) y repetida por Pablo en Hebreos (8: 8-12), que es la cita más larga de un pasaje del Antiguo Testamento en el Nuevo Testamento.
Pablo debate sobre la temática del nuevo pacto en el contexto del ministerio de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote en el Santuario celestial, haciendo una comparación con los servicios del Santuario realizados por los levitas en el tabernáculo terrenal, que requería sacrificios de animales. Pablo también menciona un «mejor pacto» (Heb. 7: 22; 8: 6), y dice que este es el «nuevo pacto» (Heb. 8: 8; 9: 15; 12: 24; cf. Luc. 22: 20; 1 Cor. 11: 25; 2 Cor. 3: 6), o «segundo» pacto (Heb. 8: 7). El adjetivo «mejor», clave en este texto bíblico, es comparativo de «bueno». Es decir, Pablo contrasta el primer pacto, que era «bueno», con el nuevo pacto, que es «mejor». Es importante recordar que el propósito de Pablo al escribir la Epístola a los Hebreos era amonestar a sus lectores para que se mantuvieran fieles a Jesús y no abandonaran su fe en él porque en Cristo todo es mejor y superior en comparación con el anterior sistema sacrificial lleno de rituales.
El primer pacto
¿Qué es lo que Pablo quiere decir cuando habla del «primer pacto»? (La frase completa se utiliza solamente en Heb. 9: 15. Véase también Heb. 8: 7, 13; 9: 1, 18). ¿A qué pacto se está refiriendo? En Hebreos, Pablo nunca usa la expresión pacto antiguo para describir al primer pacto (usa la expresión pacto antiguo solamente en 2 Cor. 3: 14). El Señor explica que el nuevo pacto no será «el pacto que hice con sus padres el día que los tomé por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto» (Heb. 8: 9). Aquí, Dios se refiere a la alianza mosaica, o sinaítica, establecida con Israel después del éxodo (Éxo. 19–24). Este pacto fue establecido en el Sinaí (Éxo. 19: 3-8; Heb. 12: 18-21), ratificado por la sangre de animales sacrificados (Éxo. 24: 4-8) y renovado por Dios después del hecho de apostasía cometido por el pueblo al adorar el becerro de oro (Éxo. 34: 6, 7, 10, 11). Pablo habla de esta experiencia del Sinaí en Hebreos 9: 18 al 20, y el profeta Jeremías también contrasta el nuevo pacto con el pacto sinaítico (Jer. 31: 32). Por lo tanto, el primer pacto al que se refiere Pablo no fue establecido con Adán, Noé o Abraham, sino con el pueblo de Israel en el Monte Sinaí. Pablo afirma claramente: «El primer pacto tenía reglas para el culto, y también un Santuario terrenal» (Heb. 9:1).
De esta manera, en el contexto del debate que Pablo hace sobre los pactos en el libro de Hebreos, el primero tenía dos partes indivisibles: a) la parte ceremonial o cultual, que consistía en un sistema de sacrificios con todas sus normativas; y b) la parte moral o espiritual, que incluía cuatro promesas eternas hechas por Dios. Él había dado estos cuatro elementos al pueblo de Israel en el monte Sinaí (y aun anteriormente, ya que se trata de principios o promesas de una vida espiritual armoniosa) y fueron recordados por los profetas: 1) guardar y cultivar la Ley de Dios en el corazón y la mente (Éxo. 20: 2, 6; Deut. 6: 5-8, 30: 11-14; Jos. 1: 6-9; Sal. 1; 37: 30, 31; Prov. 3: 4-7; Isa. 51: 7); 2) tener una relación profunda y pactual con Dios (Éxo. 6: 6,7; Lev. 26: 12); 3) tener un conocimiento sólido de Dios (Éxo. 16: 6; 29: 46; 33: 13); y 4) obtener el perdón de los pecados (Éxo. 20: 6; 34: 6, 7; Sal. 32: 1, 2; 51: 1-4, 10-12; Isa. 1: 18, 19). El contenido del nuevo pacto no traía ninguna novedad, sino que se trataba de una renovación de un llamado para que la Ley de Dios fuese internalizada en la mente y en el corazón del pueblo, resaltando así la continuidad de este pacto. En el sermón del monte, Jesús explica el verdadero significado de las enseñanzas del Antiguo Testamento (Mat. 5: 17-48).
Desde esta perspectiva, es significativo darse cuenta de que el nuevo pacto no tiene maldiciones, sino solo bendiciones. Las promesas de Dios se basan en una relación renovada con Dios, en lo que Dios puede hacer por nosotros y en nosotros cuando se lo permitimos. La solución completa al problema del pecado llegará cuando el pecado ya no exista, cuando ya no se recuerden nuestras transgresiones (Heb. 8: 12).
¿Qué estaba mal?
Pablo afirma que «si aquel primer pacto hubiera sido sin defecto, ciertamente no se habría procurado lugar para el segundo» (Heb. 8: 7). Cuando reflexionamos sobre el primer, o antiguo, pacto, muchos cristianos automáticamente pueden suponer que el pacto sinaítico tenía errores. Con todo, decir que había algún «error» en el pacto sería hacer una interpretación incorrecta del texto original griego, que trae la palabra amemptos, que significa «impecable», «inocente», «sin defectos».
Pablo argumenta que en el primer pacto había cierta insuficiencia, una deficiencia, que faltaba algo (Heb. 8: 7, 8), pero no dice que contuviera errores. El primer pacto era bueno, sin embargo, tenía cierta «ineficacia e inutilidad» (Heb. 7: 18). Se lo ha descrito como «anticuado» (Heb. 8:13; aquí el verbo griego palaioein significa «declarar obsoleto», «hacer viejo o envejecer»), indicando que el primer pacto se estaba extinguiendo, desapareciendo y envejeciendo, por lo tanto, ya no era relevante. Pero ¿por qué?
El pacto sinaítico, con todas sus ceremonias y sacrificios específicos, era una ilustración (Heb. 9: 9; cf. 8: 5), una lección objetiva de cómo Dios salva a las personas arrepentidas, de cómo lidia con el pecado y destruye el mal. Esta demostración del plan de Dios para la redención de la humanidad incluía herramientas de enseñanza que apuntaban a Jesucristo. El pacto antiguo demandaba: 1) el ofrecimiento de sacrificios con derramamiento de sangre animal, aunque no tenía el poder de perdonar pecados (Heb. 7: 11; 9: 9, 10); 2) exigía el servicio de sacerdotes pecadores y mortales que, consecuentemente, tenían que ofrecer sacrificios constantes por sí mismos y por el pueblo (Heb. 5: 3; 7: 23, 27; 9: 7); 3) necesitaba del sacerdocio levítico (Heb. 6: 20; 7: 24, 26-28); y 4) demandaba reglamentos en la adoración y un santuario terrenal (Heb. 9: 1). De esta manera, se vislumbra la necesidad de un santuario superior al terrenal (Heb. 8: 1, 2; 9: 11, 12) y un sacrificio mejor, de una sangre superior (Heb. 9: 12-15, 23, 25). Surgió también la necesidad de una fundamentación más adecuada para las promesas (Heb. 8: 6) y se instauró una esperanza superior (Heb. 7: 19).
En otras palabras, no había nada malo con el pacto sinaítico en sí. El nuevo pacto era parte del pacto eterno de Dios con su pueblo (Heb. 13: 20; cf. Isa. 55: 3; Jer. 50: 4, 5; Eze. 37: 26). Fue Dios mismo quien inició y estableció una relación pactual con ellos. Por lo tanto, tampoco fue culpa de Dios. No les engañó ni les dio algo inapropiado. La deficiencia no estaba del lado de Dios. Él no estaba engañando a su pueblo, ni fue injusto con los israelitas al darles el pacto sinaítico.
Más bien, el problema era la forma en la que el pueblo recibió el pacto: «Dios encontró defectos en el pueblo [memfomai, que acusaba y criticaba]» (Heb. 8: 8, NVI). El pueblo transgredió el primer pacto, y esta fue una de las razones por las que Dios estableció un nuevo pacto (Éxo. 20: 18-20; 32: 4-6, 19, 20; Lev. 17: 7). Tomaron la ley de Dios meramente como un mandamiento, descartando su potencial promisorio y aceptaron su pacto como algo que tenían que hacer para ser justos y santos en lugar de guardar los preceptos de Dios por gratitud a su bondad hacia ellos. El Decálogo se convirtió en la realización de un trabajo —una dura obediencia a las estipulaciones de Dios para ganarse su favor— y no fue recibido como la promesa de Dios. La ley se convirtió en una carga, un deber externo que cumplir, y al pueblo le faltó una comprensión profunda para interiorizarla y vivirla desde el agradecimiento por la bondad experimentada de Dios. Tres veces respondieron al establecimiento y ratificación del pacto: «Haremos todo lo que Jehová ha dicho» (Éxo. 19: 8), pero sus corazones no se convirtieron. No se dieron cuenta de la pecaminosidad de sus corazones y de su incapacidad para obedecer a Dios por sus propias fuerzas (Jos. 24: 19). La obediencia solo es posible cuando las personas son capacitadas para hacerlo por el poder que les llega de fuera de sí mismas, que brota de la gracia de Dios, su Palabra y el Espíritu (Eze. 36: 27; 1 Cor. 15: 10; Gál. 2: 20).
Las raíces del nuevo pacto se remontan a la antigüedad. Los cuatro principios mencionados en el nuevo pacto están presentes en el pacto sinaítico (véase más arriba) y también pueden detectarse en los pactos abrahámico, noéico y adámico. Tras la inauguración por parte de Dios de su pacto de gracia con el protoevangelio (Gén. 3: 15), cada pacto posterior conservó las verdades evangélicas de los anteriores, al tiempo que añadía nuevos elementos al pacto divino revelado progresivamente, culminando en el nuevo pacto. El pacto eterno de gracia de Dios se basa en realidad en el pacto entre el Padre y el Hijo, Jesucristo, cuando pactaron redimir a la humanidad en caso de que Satanás engañara a los seres humanos para que pecaran (Efe. 1: 3, 4; 3: 10, 11; 2 Tim. 1: 9; Apoc. 13: 8).
El nuevo pacto
La primera diferencia con el nuevo pacto es la ratificación del pacto a través de la muerte de Cristo en la cruz. Él es el garante de ese pacto (Heb. 7: 22), porque fue él quien aseguró y selló el perdón y la salvación para sus seguidores, así como para aquellos que creyeron en el período del Antiguo Testamento, antes de la cruz (Heb. 9: 15). La segunda diferencia es que el sacrificio de Jesús en la cruz cumplió el sistema sacrificial (Dan. 9: 27a; Mat. 27: 51; Juan 1: 29; 1 Juan 2: 2). Por lo tanto, los sacrificios y el derramamiento de sangre de animales, el sacerdocio levítico y el Santuario terrenal ya no eran necesarios ni relevantes. La tercera diferencia es que solo dejaron de existir los elementos ceremoniales y de culto del primer pacto: los sacrificios de animales, el sacerdocio levítico y los servicios del Santuario terrenal. «Las ofrendas y los sacrificios que allí se ofrecen no tienen poder alguno para perfeccionar la conciencia de los que celebran ese culto» (Heb. 9: 9, NVI), pero la sangre de Cristo tiene el poder de limpiar nuestra «conciencia de las obras que conducen a la muerte» (vers. 14; cf. 10: 22, NVI). La imperfección de los sacerdotes levitas se compara con la vida de obediencia y perfección de Jesús (Heb. 2: 10; 4: 15; 5: 8, 9; 7: 26). El ciclo perpetuo de sacrificio de animales que hacían el pueblo y los sacerdotes fue quebrado. El sacrificio de Cristo es suficiente y trae salvación a los que creen en él (Heb. 7: 27; 9: 12, 26, 28; 10: 10).
Por lo tanto, debe notarse que hay una diferencia entre los rituales externos y el contenido interno relacionado con el pacto mosaico. La parte cultual y ceremonial del primer pacto era temporal: los preceptos, los sacrificios, el sacerdocio y el Santuario terrenal se cumplieron en la muerte de Jesús, pues cumplió el sistema sacrificial en la cruz (Dan. 9: 27). En ese sentido, «él anula el primer pacto para que el segundo entre en vigencia» (Heb. 10: 9, NTV; cf. 8: 13). Si lo miramos bajo esta luz, en el libro de Hebreos se enfatiza la discontinuidad y el pacto se caracteriza como «nuevo».
Sin embargo, en cuanto al contenido del pacto, no hay nada nuevo, ya que los mismos cuatro principios o promesas están presentes en ambos pactos. La Ley no fue abrogada en el nuevo pacto, sino interiorizada (Mat. 5: 17-48), tal como lo estaba en el corazón de los que creían en Dios en el Antiguo Testamento (Deut. 30: 14; Sal. 37: 30, 31; 40: 8; Isa. 51: 7). La Ley de Dios está escrita en el corazón con consentimiento informado y amoroso. La obediencia perfecta viene solo a través de Cristo (Heb. 2: 10, 17; 4: 15; 5: 9; 10: 5, 6) y solo él la da a los que creen (Heb. 2: 10, 11, 18). Esta perspectiva destaca la continuidad de los cuatro aspectos fundamentales del pacto sinaítico. El término «nuevo» (del hebreo jadash y del griego kainos) debe traducirse como «renovación» en este contexto bíblico, ya que apunta a una renovación de la intención original de la alianza que Dios hizo con su pueblo y a su continuidad.
El aspecto nuevo del nuevo pacto no está relacionado con su contenido, sino con la eficacia de Cristo y lo que él realizó en la cruz, donde la alianza fue ratificada a través de su sacrificio por nosotros (Heb. 9: 15), que se convierte en garantía del nuevo pacto (Heb. 7: 22). Así, «Cristo es mediador del nuevo pacto», para que todos los que han creído en él en todas las épocas de la historia «reciban la promesa de la herencia eterna» (Heb. 9: 15; 12: 24). Ofreció su vida como un sacrificio superior, que aseguró el perdón de nuestros pecados. Lo que se había hecho en el Antiguo Testamento ahora estaba asegurado (Heb. 9: 15; cf. Rom. 3: 22-26; Efe. 1: 4; Apoc. 13: 18). Jesús murió «una vez y para siempre» (Heb. 7: 27), no varias veces, como sucedía con los sacrificios de animales, que no garantizaban el perdón. Solo apuntaban al perdón hecho disponible a través de Cristo.
Aunque ya no estamos bajo las obligaciones del Santuario terrenal, las promesas de Dios son las mismas en ambos pactos: obtener un conocimiento personal de Dios, experimentar el perdón de los pecados y recibir la vida eterna. Antes de que Jesús viniera al mundo para hacer realidad la alianza, Dios dejó un ejemplo del plan de redención para los israelitas a fin de que entendieran la naturaleza terrible del pecado y se dieran cuenta de la manera en la que Dios salva al pecador arrepentido (Heb. 9: 9; cf. 8: 5). El nuevo pacto se estableció sobre un mejor Santuario, un mejor sacrificio, un mejor sacerdocio y mejores promesas. En el corazón de la nueva alianza está la declaración explícita: «Ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios» (Jer. 32: 38; cf. Apoc. 21: 3). La fórmula de esta nueva alianza describe la relación íntima de Dios con su pueblo, y te invita a formar parte de este pacto de comunión con él, que durará por toda la eternidad.
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1 Para un análisis más detallado, véase mi artículo «The Newness of the New Covenant», Journal of the Adventist Theological Society 32, nº1-2 (2021): pp. 1-14, que contiene referencias y material adicional