Jiří Moskala
La teología adventista establece una diferencia entre la expiación completa, llevada a cabo por Jesucristo en la Cruz, y la expiación completada, con respecto a su ministerio intercesor en el cielo en favor de la humanidad. Lo que sucedió en la Cruz es un acto divino de salvación inigualable, irrepetible y sin precedentes, del cual fluyen todos los beneficios, incluido el ministerio intercesor de Cristo por nosotros hoy (Heb. 10: 12, 14). Nada puede mejorarlo o complementarlo, y nadie puede añadir nada al extraordinario sacrificio de Cristo por los seres humanos; la salvación es «completa» (Rom. 3: 21-26; 1 Cor. 1: 18-24; 2: 2; Gál. 2: 16-21; Efe. 2: 4-10).
El trabajo mediador de Jesús fue posible únicamente gracias a su muerte excepcional, desinteresada y de una vez por todas por la humanidad (Heb. 9: 28). La muerte expiatoria de Cristo en el Calvario es como una fuente de la que brotan todas las demás bendiciones, o como una bellota de la que crece todo un roble. Pero la Expiación/Salvación aún no se ha completado, porque todavía vivimos en un mundo pecaminoso. Ya estamos salvados, pero aguardamos la redención/liberación final de este mundo pecaminoso.
Si la Expiación se hubiera completado en la Cruz, entonces ya no habría más problemas con el mal que nos rodea. La solución duradera a todos los problemas relacionados con el mal es una tarea extremadamente compleja y requiere la obra mediadora de Cristo en el cielo durante un largo período de tiempo. El ministerio intercesor de Cristo demanda su obra de redención para creyentes individuales, pero también incluye la protección de todo el Universo (Dan. 7: 9-14, 24-27; Efe. 1: 7-10; Apoc. 12: 7-12).
¿Qué significa para nosotros el ministerio intercesor de Jesús? A continuación, analizaremos cuatro aspectos para responder esta pregunta.
1. Que Cristo se une con el Padre para ayudar
Jesucristo y el Padre celestial se unen para ayudar a los seres humanos con sus problemas cotidianos, y así permitirles ser cristianos victoriosos. Todo el Cielo (el Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo) está unido para ayudarnos en nuestra lucha contra Satanás, el pecado y las tentaciones, porque sin la ayuda celestial somos impotentes y no podremos resistir el mal, no podremos cambiar y no podremos crecer espiritualmente (Juan 15: 5; Fil. 4: 13).
El primer resultado perceptible de esa reunión después de la ascensión de Cristo fue el envío del Espíritu Santo y su entrega a los creyentes (Hech. 2). Everett Ferguson afirma con justa razón: «Dios ayuda a vivir la salvación en el estilo de vida cristiano (Fil. 2: 12). El Espíritu Santo provee el vínculo entre el bautismo y la vida cristiana. El Espíritu Santo no solo santifica (1 Cor. 6: 11; 1 Ped. 1: 2) sino también da nueva vida en el bautismo (Juan 3: 5) y mora en el recién convertido (Hech. 2: 38; Rom. 8: 9; 1 Cor. 6: 19). El Espíritu Santo provee los beneficios continuos y presentes de la acción única de Dios en la Cruz y el compromiso único en el bautismo (hay “un solo bautismo” [Efe. 4: 5, RVR95]). Él es el poder de la vida cristiana».1
Ya que ahora tenemos libre acceso a Dios, podemos acercarnos a él directamente por medio de Cristo, sin ningún intermediario humano o semidivino (Heb. 4: 16; 10: 19). «Cristo ha hecho posible el acceso directo a Dios en el Santuario celestial. Ese acceso también está relacionado con el Espíritu Santo. “Por medio de él [Cristo Jesús] los unos y los otros [judíos y gentiles] tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efe. 2: 18). El Espíritu Santo provee una vida que en alguna manera ya participa en la vida futura (Efe. 1: 13, 14; Heb. 6: 4)».2
La Cruz validó históricamente las actividades del Espíritu, y la glorificación de Jesús fue el sello que autentifica la participación de la obra del Espíritu Santo durante los tiempos del Antiguo Testamento y en adelante (véase Juan 13: 31, 32; 17: 1-5). Así, la muerte triunfante de Jesús fue el requisito previo para dar el Espíritu de Dios al mundo y, al mismo tiempo, la justificación y la afirmación de la obra del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento.
La intercesión de Jesús también se compara con su oración por nosotros. Al orar por sus seguidores, él los ayuda a fortalecerse en la fe y a unirse en el amor y la verdad (Juan 17). La oración de intercesión de Jesús por sus discípulos y por las sucesivas generaciones de sus seguidores es que sean un modelo de esa unidad y fidelidad. Un buen ejemplo de esto es cuando Jesús ora por Pedro: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no falte» (Luc. 22: 32). Él quiere que los creyentes lo conozcan (Juan 17: 3; Efe. 9: 10); que salgan victoriosos en él (Apoc. 3: 6); que se amen los unos a los otros (Juan 13: 34, 35); y que sean sus discípulos audaces y valientes (Mat. 14: 27; Hech. 4: 13, 29; Fil. 1: 20).
Por medio de su obra mediadora, Cristo, nuestro Intercesor, necesita perfeccionar aun nuestras mejores acciones, que surgen de nuestra gratitud a la bondad divina (Apoc. 8: 3, 4). Por ejemplo, nuestras oraciones, nuestra adoración, nuestra obediencia, nuestras mejores alabanzas, que vienen de la gratitud a Dios, todas necesitan su purificación.
Jesucristo, como nuestro Intercesor, ayuda a sus seguidores a estar conectados con él y ser activos en su iglesia. «Estar en la iglesia es estar en Cristo, y estar en Cristo es estar en la iglesia».3 Jesús da a sus seguidores el Espíritu Santo para ser sus testigos fieles: «Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos […] hasta lo último de la tierra» (Hech. 1: 8).
2. Que Cristo salva completamente
Jesucristo justifica y salva (Zac. 3: 1-7; Rom. 8: 1). Como resultado, nos identificamos con él (Rom. 6: 1-4; Efe. 2: 4-10). Él es nuestro sustituto y representante porque murió por nuestros pecados (1 Cor. 1: 30; 15: 3; 2 Cor. 5: 21). Su muerte sustitutiva trajo la victoria sobre Satanás y las fuerzas del mal. Él derrotó la muerte (Rom. 6: 24; 1 Cor. 15: 21-26, 54, 55), por lo cual ahora puede dar vida eterna a sus seguidores (Juan 5: 24, 25; 11: 25).
Según Hebreos 7: 25, Jesús «puede también salvar perpetuamente». Nuestro Intercesor salva a todos los que acuden a él tal como son, confesando sus pecados. Cristo, como nuestro Intercesor, refleja la función del sacerdote y el sumo sacerdote del Antiguo Testamento, quien hacía expiación por el pueblo (Lev. 16: 19, 30), y vinculaba al pecador con el Dios santo y misericordioso. Pero Jesús se dio a sí mismo como un sacrificio final por nosotros (Heb. 9: 25-28) y su sangre nos purifica de nuestros pecados (Heb. 9: 12; 5: 9; 1 Ped. 1: 18, 19). Somos perfectos en él; y Pablo enfatiza fuertemente nuestra morada en Cristo (Rom. 6: 23; 12: 5; 1 Cor. 1: 30).
Jesucristo se identifica con nosotros, uno a uno, y esta identificación es tan cercana que se compara con la parte más sensible de nuestro cuerpo: la pupila. «Así ha dicho Jehová de los ejércitos: […] el que os toca, toca a la niña de mi ojo» (Zac. 2: 8). «Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mat. 25: 40).
Ejemplos bíblicos adicionales demuestran cómo Jesús se está uniendo estrechamente con sus seguidores: «Cayendo en tierra, [Saulo] oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: —¿Quién eres, Señor? Y le dijo: —Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hech. 9: 4, 5). «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (Luc. 10: 16).
Jesús nos lleva a la presencia misma de Dios Padre y aplica los resultados de la Cruz (Efe. 2: 5; Heb. 9: 24). Elena G. de White resume correctamente esta enseñanza bíblica: «Si te entregas a [Jesucristo] y lo aceptas como tu Salvador, entonces, por pecaminosa que haya sido tu vida, eres considerado justo por consideración a él. El carácter de Cristo toma el lugar del tuyo, y eres aceptado delante Dios como si jamás hubieses pecado».4
Debido a que Jesucristo es nuestro Intercesor, podemos ir a él con plena confianza, seguridad y valentía (Heb. 3: 6; 4: 16; 1 Juan 2: 28; 4: 17). Podemos ir a él sin temor, duda o vacilación, porque en él tenemos esperanza (Heb. 6: 19; 1 Ped. 1: 3). Él está altamente calificado para ser nuestro Intercesor, ya que es uno de nosotros, nuestro Hermano mayor, y fue «tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Heb. 4: 15; 2: 17, 18). Él es la Fuente de salvación para todos los que van a él (5: 7-9, 16), y no hay condenación para los que están en Jesucristo (Rom. 8: 1).
3. Que Cristo cambia y transforma
Salvación significa sanidad (Sal. 6: 2; 41: 4; Jer. 17: 14; Ose. 14: 4) y transformación (Rom. 12: 1, 2; 2 Cor. 6: 14; 1 Tes. 5: 23, 24). Jesucristo no vino para salvarnos «en» el pecado, sino «del» pecado (Mat. 1: 21). Él desea nuestra santificación (1 Tes. 4: 3, 4; Heb. 12: 14) por nuestro caminar humildemente con el Señor (Miq. 6: 8), perseverando (Apoc. 12: 14) y viviendo con los ojos fijos en él (Heb. 12: 1, 2). De esta manera, reflejaremos más y más el carácter de Dios (2 Cor. 3: 18). Hebreos 4: 16 explica elocuentemente por qué el ministerio intercesor de nuestro Sumo Sacerdote es necesario para nosotros: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb. 4: 16).
Como seres humanos quebrantados y frágiles, estamos constantemente necesitados de Jesús y somos completamente dependientes de él. Somos crucificados con Cristo (Rom. 6: 5, 6), para vivir una vida nueva (Rom. 6: 4; Efe. 1: 15-21). Ser una nueva creación en Cristo (2 Cor. 5: 17) no significa que ya no tengamos una naturaleza pecaminosa (Sal. 51: 5; Rom. 7: 14-20), sino que nuestros deseos pecaminosos están bajo el control del Espíritu (Rom. 6: 11-14), y así Cristo vive en nosotros (Gál. 2: 20; Fil. 1: 21). Nuestra naturaleza pecaminosa será cambiada únicamente en la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo (1 Cor. 15: 50-54; Fil. 1: 6; 1 Juan 3: 1-3).
Jesús proclamó: «Separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15: 5). Pablo confesó: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4: 13). Luchar contra la tentación, vencer el pecado, tener una lucha exitosa de fe (1 Tim. 6: 12; 2 Tim. 4: 7) y dar buenos frutos duraderos es una imposibilidad sin Cristo, sin su Espíritu. Solo Cristo es capaz de evitar que caigamos (Jud. 24), porque su intercesión rompe el poder del pecado, da libertad, y nos libera de las adicciones y de la esclavitud del mal.
Él nos salva de la consecuencia de la muerte eterna por el pecado, pero también nos capacita para vivir una vida nueva de acuerdo con su voluntad (Eze. 36: 26-29; Rom. 8: 13, 14). Solo él puede transformarnos para que podamos replicar su carácter amoroso, compasivo y de servicio. Él quiere cambiarnos por el poder de su Palabra, su Espíritu y su gracia para librarnos del egoísmo, del egocentrismo, de la justificación propia y de la lucha por ser los más fuertes. «El amor piadoso está en guerra con el principio de la supervivencia del más apto».5 El Señor desea que seamos gobernados por los frutos del Espíritu, contra los cuales no hay condenación (Gál. 5: 22, 23).
4. Que Cristo vindica y defiende a su pueblo
Jesucristo vindica a sus hijos en contra de las acusaciones de Satanás. El libro de Job da una idea de las acusaciones de Satanás contra los seguidores de Dios (donde Job es una figura tipológica de ellos), y cómo Dios se opone a Satanás y se pone a favor de ellos (Job 1: 8, 9; 2: 4; 42).
Esto está claramente explicado en el libro de Apocalipsis, donde se describe la victoria de Cristo en la Cruz: «Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: “Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido expulsado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Ellos lo han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, que menospreciaron sus vidas hasta la muerte. Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! Porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo”» (Apoc. 12: 10-12).
Jesucristo resistió las acusaciones de Satanás cuando lo derrotó en la Cruz (Juan 8: 31; 16: 11; Apoc. 12: 7-10). Él fue el vencedor, y sus seguidores pueden ser victoriosos solo gracias a él. Nuestra victoria es el regalo que Cristo nos da.
Jesucristo no solo se opone a Satanás, a los poderes de las tinieblas y a los principados del mal (Efe. 6: 10-13); también nos defiende contra las acusaciones de Satanás (Apoc. 7: 1; 12: 10-12). Él está poniendo un cerco de protección alrededor de su pueblo (2 Rey. 6: 17; Job 1: 10; Sal. 103: 1-5). Así, el ministerio intercesor de Jesucristo significa que él personalmente se opone a Satanás para defendernos y silenciar a nuestro acusador.
Jesucristo, como nuestro Intercesor, vindica a su pueblo delante de todo el Universo (Dan. 7: 9, 10; Efe. 3: 10, 11). Él es al mismo tiempo nuestro Abogado y nuestro Juez, para que podamos mirar hacia adelante con seguridad, valentía y sin temor al día del Juicio (1 Juan 2: 28; 4: 17). Por quién es él, por lo que ha hecho y por lo que hace, merece ser alabado eternamente (Rom. 9: 5; Apoc. 5: 9-13).
Jesucristo es nuestro Intercesor hasta el cierre del tiempo de gracia (Apoc. 15: 7, 8; 22: 11). Sin embargo, esto no significa que después de este tiempo los creyentes han de vivir sin Cristo ni la ayuda del Espíritu Santo, sino solamente sin su rol y ministerio específicos como Intercesor por ellos. Nunca viviremos por nuestra cuenta independientemente de él. Esta dependencia se mantendrá por toda la eternidad (Apoc. 22: 1-4).
El Espíritu Santo estará aún más intensamente con su pueblo y lo sostendrá en el corto período de tiempo final, cuando vivan sin el ministerio intercesor de Cristo, que ya no será necesario, porque él los ha salvado; comenzó en ellos el proceso de transformación y los ha vindicado ante el Universo (Mat. 25: 1-10; Juan 15: 5; Rom. 8: 14; 1 Tes. 5: 23, 24; Heb. 12: 1, 2; Apoc. 3: 10).
Durante ese corto período de tiempo antes de la segunda venida de Cristo, entre el cierre de la gracia y nuestra glorificación, los verdaderos creyentes todavía necesitaremos ser cubiertos por los resultados de la Cruz y los méritos expiatorios de Cristo, debido a nuestra naturaleza pecaminosa. Seguiremos necesitando una «constante dependencia de la sangre expiatoria de Cristo».6
Podemos observar un ejemplo increíble en toda la Biblia respecto del ministerio intercesor de Dios. Este es muy positivo hacia su pueblo, porque el Señor está a favor de ellos, nunca en contra de ellos, y quiere salvarlos.
Este rol crucial de Jesucristo es indispensable, como lo indica la siguiente declaración: «¿Qué comprende la intercesión? Es la cadena áurea que une al hombre finito con el trono del Dios infinito. El ser humano, a quien Cristo ha salvado por su muerte, importuna ante el trono de Dios, y su petición es tomada por Jesús, que lo ha comprado con su propia sangre. Nuestro gran Sumo Sacerdote coloca su justicia de parte del sincero suplicante, y la oración de Cristo se une con la del ser humano que ruega».7
Podemos ir a él con plena confianza, porque todo lo que ha hecho y hace es para nuestra salvación. En sus acciones quiere ser transparente, tanto para nosotros como para todo el Universo. Dios ha sido un gran comunicador con sus seres creados desde el principio, pues quiere que todos entiendan quién es Dios, además de dar a conocer su carácter, sus propósitos y su voluntad. No esconde sus propósitos de sus seres creados; por el contrario, revela sus pensamientos, sentimientos, acciones, y el futuro a todos los que quieren conocer y entender la verdad.
El ministerio intercesor de Cristo es doble: revela a la humanidad el carácter de Dios y sus valores, y presenta nuestras necesidades, luchas y asuntos a Dios. El Dios Trino colabora estrechamente en esta doble misión.
Una decisión por Jesucristo significa salvación completa: vida eterna (Heb. 7: 25), y él siempre está listo para ayudar (1 Juan 1: 8, 9).
Conociendo esta magnífica obra de Jesucristo para nosotros y en nosotros, no podemos hacer otra cosa que darle gloria. La doxología es la única respuesta adecuada a su bondad: «A Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén» (Efe. 3: 20, 21).
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1 Everett Ferguson, The Church of Christ: A Biblical Ecclesiology for Today (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1996), p. 204.
2 Ibid., p. 217.
3 Claude Welch, The Reality of the Church (Nueva York: Scribner’s, 1958), p. 165.
4 Elena G. de White, El camino a Cristo, p. 54.
5 Timothy R. Jennings, The God-shaped Brain: How Changing Your View of God Transforms Your Life (Downers Grove, Illinois: IVP Books, 2013), p. 83.
6 Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 365.
7 Elena G. de White, A fin de conocerle, p. 78.