Alberto R. Timm
La tentación de emprender nuevos proyectos sin considerar detenidamente sus implicaciones y consecuencias a largo plazo es un fenómeno común. Un ejemplo histórico es la famosa Torre inclinada de Pisa en Italia. La construcción de sus cimientos comenzó en agosto de 1173, pero la finalización de la torre se extendió por cerca de 200 años. Compuesta por siete pisos y un campanario en la cúspide, la torre alcanza una altura aproximada de 56 metros y un peso de 14.500 toneladas. Fue erigida sobre un terreno inestable, una mezcla de arcilla blanda y capas de arena, lo que causó su inclinación incluso durante la construcción. Se han realizado numerosos esfuerzos para evitar su colapso.1
De manera similar, la vida espiritual de muchos que se consideran cristianos se asienta en una base superficial e inestable de religión subjetiva, comparable al suelo arcilloso de la torre de Pisa. Jesús aborda esta problemática en la conclusión de su sermón del Monte. Mateo 7: 21 declara: «No todo el que me dice: “¡Señor, Señor!”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos». Pero la cuestión se hace aún más explícita en la parábola de los dos cimientos (véase Mat. 7: 24-27), donde se hace referencia a «un hombre prudente que edificó su casa sobre la roca» y a «un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena». En toda la discusión es crucial el compromiso personal de escuchar y practicar la palabra de Dios.
La fidelidad a la palabra profética trasciende la mera profesión de fe en dicha palabra. Implica también superar desafíos como el dilema hermenéutico, las tentaciones culturales, la tendencia a seleccionar lo que nos conviene y la aridez espiritual, tan comunes en nuestra era.
Uno de los desafíos más significativos para nuestra lealtad a la palabra profética es el dilema hermenéutico que surge al enfrentar afirmaciones paradójicas. Este desafío tuvo su origen en el Jardín del Edén, cuando Eva tuvo que elegir entre creer en la palabra de Dios y aceptar la palabra de la serpiente, que representa a Satanás (cf. Apoc. 12: 9). Dios había advertido a Adán y Eva: «De todo árbol del huerto podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás» (Gén. 2: 16-17). Sin embargo, la serpiente desafió esta advertencia en un diálogo atractivo. Comenzó generalizando la prohibición de Dios, después acusó a Dios de retener información valiosa y, finalmente, prometió un conocimiento que abriría los ojos de Eva (Gén. 3: 1-5).
Al encontrarse ante el árbol del conocimiento del bien y del mal, Eva tuvo que confiar en la afirmación de Dios («Ciertamente morirás»; Gén. 2: 17) o en la negación de la serpiente («no moriréis»; Gén. 3: 4). Desde una perspectiva histórico-crítica, la palabra de la serpiente era mucho más lógica y contextualizada que la palabra de Dios. Después de todo, el fruto de aquel árbol no estaba envenenado y la muerte aún no existía. Entonces, ¿por qué debería Eva abstenerse de un fruto tan apetecible y nutritivo?
En su elección entre la palabra de Dios y la palabra de la serpiente, Eva recurrió al razonamiento lógico basado en el método científico (empírico). El relato bíblico nos dice: «Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella» (Gén. 3: 6). Aunque parecía un acto simple, tuvo consecuencias trágicas y duraderas. Eva no comprendía que algunas cosas, aunque no sean pecaminosas en sí mismas, pueden ser puestas como prueba de lealtad y obediencia.
De acuerdo con Elena G. de White,
Eva creyó realmente las palabras de Satanás, pero esta creencia no la salvó de la pena del pecado. No creyó en las palabras de Dios, y esto la condujo a su caída. En el juicio final, los hombres no serán condenados porque creyeron concienzudamente una mentira, sino porque no creyeron la verdad, porque descuidaron la oportunidad de aprender la verdad. No obstante los sofismas con que Satanás trata de establecer lo contrario, siempre es desastroso desobedecer a Dios.2
En realidad, «siglo tras siglo, la curiosidad de los hombres los ha inducido a buscar el árbol del conocimiento, y a menudo creen que están arrancándole los frutos más esenciales». De ese árbol Satanás «enuncia las adulaciones más halagüeñas respecto de la educación superior. Miles participan del fruto de este árbol, pero significa la muerte para ellos».3 Es vital recordar que no todo lo que es lógico es necesariamente verdadero, y no toda verdad es comprensible o lógica para el ser humano. La palabra de Dios puede parecer en ocasiones ilógica o incomprensible, pero siempre es verdadera y confiable.
El desafío de la tentación cultural, que implica mantenerse alineado con la cultura predominante incluso cuando la palabra de Dios se vuelve contracultural,4 es otro obstáculo significativo para nuestra lealtad a la palabra profética. Un ejemplo destacado de esta tentación es el rechazo de los antediluvianos a la predicación de Noé sobre un diluvio universal inminente (Gén. 6: 11-22). En este caso, la palabra de Dios parecía humanamente ilógica y fuera de contexto, y aceptarla requería una fe que no se apoyaba en ninguna prueba empírica. Desde una perspectiva histórico-crítica, negar tal catástrofe inaudita era lógico y razonable. Nunca antes se había registrado un evento similar, por lo que la idea de que pudiera ocurrir parecía absurda. No sorprende, entonces, que los antediluvianos ridiculizaran la previsión meteorológica de Noé y su plan aparentemente insensato de construir una enorme arca en tierra firme (2 Ped. 3: 4-6). White explica:
Ellos [los antediluvianos] razonaron, como muchos lo hacen hoy, que la naturaleza está por encima del dios de la naturaleza, y que sus leyes están tan firmemente establecidas que el mismo dios no podría cambiarlas. alegando que si el mensaje de Noé fuera correcto, la naturaleza tendría que cambiar su curso, hicieron que ese mensaje apareciera ante el mundo como un error, como un gran engaño. […] Afirmaban que si fuera cierto lo que Noé había dicho, los hombres de fama, los sabios, los prudentes y los grandes lo habrían comprendido.5
La idea de un diluvio universal era incomprensible para los antediluvianos y todavía es vista como ilógica por aquellos que se adhieren al unifor-mitarismo. De acuerdo con esta teoría, el presente es la clave para entender el pasado6 y, por ende, el futuro. Sin embargo, varios profetas canónicos (Sal. 104: 6-9; Isa. 54: 9; Heb. 11: 7; 1 Ped. 3: 20; 2 Ped. 2: 5; 3: 6) y el propio Cristo (Mat. 24: 37-39; Luc. 17: 26-27) corroboran la historicidad de este evento singular. El apóstol Pedro predice que una incredulidad similar predominará antes de la segunda venida de Cristo: «en los últimos días vendrán burladores, andando según sus propias pasiones y diciendo: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación”» (2 Ped. 3: 3-4). El mismo Cristo advierte: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (Luc. 18: 8).
Es interesante notar que «algunos de los carpinteros que él [Noé] empleó en la construcción del arca, creyeron el mensaje, pero murieron antes del diluvio; otros de los conversos de Noé reincidieron».7 En realidad, todos «los hombres y mujeres que ayudaron a construir el arca»8 escucharon la predicación de Noé y podrían haber aceptado su mensaje salvador, pero la mayoría de ellos no se comprometieron plenamente con la causa por la que trabajaban. De manera similar, en la actualidad, aquellos que profesan ser hijos de Dios pueden participar parcialmente «en la preparación de la verdad que ha de capacitar a un pueblo para estar en pie en el día del Señor», pero si no se comprometen plenamente, «perecerán en la ruina como los carpinteros que ayudaron a Noé a construir el arca. ¡Dios te ayude a no pertenecer a este grupo!».9
Un tercer desafío considerable respecto a nuestra lealtad hacia la palabra profética es la tendencia selectiva de aceptar de la palabra lo que nos agrada y rechazar lo que nos desagrada. Este fue el caso del rey Acab, quien prefirió escuchar a 400 falsos profetas que le halagaban con palabras placenteras, sin importar si eran verdaderas o no (1 Rey. 22: 6-13; 2 Crón. 18: 5-12). Al mismo tiempo, odiaba al profeta Micaías porque, según sus propias palabras, «nunca me profetiza el bien, sino solamente el mal» (1 Rey. 22: 8; 2 Crón. 18: 7). Los israelitas preexílicos adoptaron un enfoque selectivo similar, como señala el profeta Isaías: «Dicen a los videntes: “No tengáis visiones”, y a los profetas: “No nos profeticéis la verdad, sino decidnos cosas halagüeñas, profetizad mentiras; dejad el camino, apartaos de la senda, quitad de nuestra presencia al Santo de Israel”» (Isa. 30: 10-11).
White considera que el mismo problema afecta a nuestra propia generación:
La hipocresía le resulta especialmente ofensiva a Dios. La gran mayoría de los hombres y las mujeres que profesan conocer la verdad, prefieren recibir mensajes delicados. No quieren que se ponga delante de ellos sus pecados y defectos. Prefieren a los pastores acomodadizos, que no convenzan al presentar la verdad. Prefieren también a los hombres que los adulan, y a su vez ellos alaban al pastor por manifestar tan «buen» espíritu, mientras atacan al fiel siervo de Dios.10
Esta tendencia selectiva, sin embargo, no solo se manifiesta en la elección de escritos inspirados, sino también en la predisposición humana a alabar a los profetas antiguos y rechazar a los contemporáneos. Cristo aborda este mismo asunto en su lamento por los escribas y fariseos (Mat. 23: 1-36). Él declara:
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: «Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas» […] Por tanto, yo os envío profetas, sabios y escribas; de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad (Mat. 23: 29-30, 34).
Este fue uno de los principales problemas de los escribas y fariseos en los días de Jesús, y sigue siendo un problema para nuestra propia generación en relación con el ministerio profético y los escritos de E. G. de White. Muchos rechazan sus escritos bajo el pretexto de que su aceptación podría socavar el principio protestante de sola Scriptura.11 Algunos de ellos pueden adoptar esta postura sin darse cuenta de que sus escritos no sustituyen ni añaden nada al canon bíblico, sino que, en cambio, guían a la gente hacia él. Otros se sienten más cómodos leyendo las reprimendas proféticas a los pueblos antiguos —que deberíamos aceptar como ejemplos y advertencias también para nosotros (1 Cor. 10: 1-11)— en lugar de aceptar las amonestaciones de E. G. de White para estos últimos días de la historia humana.
La verdadera cuestión con respecto a White no es si aceptar o rechazar sus escritos per se, sino más bien discernir si fue una profetisa verdadera o falsa. Si era una falsa profetisa, deberíamos rechazarla; pero si era una verdadera profetisa, debemos reconocer el peligro de rechazar conscientemente a alguien que Dios ha elegido para ayudarnos en nuestro camino espiritual. Jesús dijo a sus discípulos: «El que recibe a un profeta por cuanto es profeta, recompensa de profeta recibirá» (Mat. 10: 41). A los setenta, Jesús añadió: «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (Luc. 10: 16). Este principio es aplicable a cualquiera que Dios ponga en nuestro camino, incluidos los profetas.
Como seguidores de Cristo, no debemos sentirnos libres de añadir o quitar nada a los escritos inspirados (cf. Apoc. 22: 18-19). Las enseñanzas de Cristo dejan claro que sus verdaderos seguidores son aquellos guiados por el Espíritu Santo «a toda la verdad» (Juan 16: 13), que viven «de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4: 4) y que enseñan a los demás a guardar «todas las cosas» que él nos ha mandado (Mat. 28: 20).
Además del dilema hermenéutico, la tentación cultural y la tendencia selectiva, la aridez espiritual es otro factor que amenaza nuestra fidelidad a la palabra profética. Entre los seguidores de Jesús había dos discípulos que, con el tiempo, desarrollaron comportamientos significativamente distintos. Por un lado, estaba Juan, uno de los «hijos del trueno» (Mar. 3: 17), conocido por su carácter menos refinado. Por el otro estaba Judas, quien parecía ser «un hombre respetable, de agudo discernimiento y habilidad administrativa».12 Ambos tuvieron los mismos privilegios y oportunidades de ser instruidos por Jesucristo, la encarnación misma del amor de Dios. Pero al final del ministerio terrenal de Cristo, Juan se había convertido en el discípulo amado (Juan 19: 26; 20: 2) y Judas en el frívolo traidor de Jesús (Mat. 26: 20-25, 47-50).
Como bien señala la sabiduría popular, «el mismo sol que derrite la cera endurece el barro». Esto es lo que ocurrió en las vidas de Juan y Judas en presencia de Jesucristo, «el sol de justicia» (Mal. 4: 2). En realidad, «la entrega del yo es la sustancia de las enseñanzas de Cristo».13 Jesús mismo dijo a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Luc. 9: 23). Mientras Juan se entregaba humildemente a Cristo, Judas se resistía autosuficientemente al poder transformador de Jesús.
Dirigiéndose a la aridez espiritual de muchos cristianos profesos, Charles H. Spurgeon advierte: «No todos los que van a la iglesia o a la reunión oran de verdad, ni los que cantan más alto son los que más alaban a Dios, ni los que ponen las caras más largas son los más serios».14 Siguiendo los pasos de Judas, muchos cristianos en la actualidad, en palabras de E. G. de White, «aceptan una religión intelectual, una forma de santidad, sin que el corazón haya sido limpiado».15 En efecto, «una persona puede oír y aceptar toda la verdad, y sin embargo puede no saber nada en cuanto a la piedad personal y a la verdadera religión. Puede explicar el camino de la salvación a otros y sin embargo él mismo ser un desechado».16
No es de extrañar que Jesús orara: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Juan 17: 17). El apóstol Pablo confiesa: «golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre, no sea que, habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1 Cor. 9: 27). Y E. G. de White añade: «No se atrevan a predicar un solo sermón sin que sepan, por su propia experiencia, lo que Cristo es para ustedes».17
Jesús concluyó su sermón del Monte identificando al verdadero discípulo suyo como «el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mat. 7: 21) y el que «oye estas palabras y las pone en práctica» (Mat. 7: 24). Así pues, la fidelidad a la palabra profética significa mucho más que simplemente profesar la aceptación de esa palabra. También significa superar 1) el dilema hermenéutico de cuestionar la palabra de Dios cuando parece ilógica, 2) la tentación cultural cuando esa palabra se vuelve contracultural, 3) la tendencia selectiva de aceptar de esa palabra lo que a uno le agrada y despreciar lo que le desagrada, y 4) la aridez espiritual de una religión meramente intelectual.
Debemos permitir que los escritos inspirados transformen nuestras mentes (Rom. 12: 1-2) y santifiquen nuestras vidas (Juan 17: 17). Después de todo, «¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón» (Sal. 24: 3-4). Pero mientras crecemos humildemente en nuestro conocimiento experimental de Dios y de su Palabra, debemos tener siempre presente que «la santificación no es obra de un momento, una hora, o un día, sino de toda la vida. […] Mientras reine Satanás, tendremos que dominarnos a nosotros mismos y vencer los pecados que nos rodean; mientras dure la vida, no habrá un momento de descanso, un lugar al cual podamos llegar y decir: Alcancé plenamente el blanco».18 Que el Señor nos ayude a tener esta experiencia hoy y todos los días de nuestra vida.
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1 «Leaning Tower of Pisa», https://www.towerofpisa.org/ (consultado el 9 de mayo de 2021).
2 Elena G. de White, Patriarcas y profetas (Doral, FL: IADPA, 2008), p. 35.
3 Elena G. de White, Consejos para los maestros (Boise, ID: Pacific Press, 1971), pp. 13, 14.
4 Una exposición clásica de los distintos enfoques de la relación entre religión y cultura figura en H. Richard Niebuhr, Christ and Culture (Nueva York: Harper, 1951).
5 White, Patriarcas y profetas, p. 74.
6 Los principios del uniformitarianismo geológico fueron establecidos por James Hutton, A New Theory of the Earth, Read Before the Royal Society of Edinburgh in March and April 1785 (Edinburgh: William Creech, 1786); idem, Theory of the Earth; with Proofs and Illustrations, 2 vols. (Edinburgh: William Creech, 1795); idem, Theory of the Earth, with Proofs and Illustrations, vol. 3 (London: Geological Society, 1899); Charles Lyell, Principles of Geology, Being an Attempt to Explain the Former Changes of the Earth’s Surface, by Reference to Causes Now in Operation, 3 vols. (London: John Murray, 1830–1833).
7 Elena G. de White, Fundamentals of Christian Education (Nashville, TN: Southern Publishing Association, 1923), p. 504.
8 Elena G. de White, El Cristo triunfante (Doral, FL: APIA, 1999), p. 97.
9 Ibid.
10 Elena G. de White, Cada día con Dios (Boise, ID: Pacific Press, 1979), p. 53.
11 Véase, por ejemplo, Merlin D. Burt, «Ellen G. White and Sola Scriptura» (ponencia presentada en la Seventh-day Adventist Church and Presbyterian Church USA Conversation, Office of the General Assembly PC [USA], Louisville, KY, 23 de agosto de 2007), https://adventistbiblicalresearch.org/wpcontent/uploads/Burt-Ellen-White-Sola-Scriptura.pdf (consultado el 16 de mayo de 2021); Alberto R. Timm, «Sola Scriptura and Ellen G. White: Historical Reflections», en The Gift of Prophecy in Scripture and History, eds. Alberto R. Timm y Dwain N. Esmond, (Silver Spring, MD: Review and Herald, 2015), pp. 289-300; John C. Peckham, «The Prophetic Gift and Sola Scriptura», en Biblical Hermeneutics: An Adventist Approach, ed. Frank M. Hasel (Silver Spring, MD: Biblical Research Institute, 2020), pp. 377-404.
12 Elena G. de White, El deseado de todas las gentes (Doral, FL: IADPA, 2013), p. 264.
13 White, El deseado de todas las gentes, p. 493.
14 C.H. Spurgeon, John Ploughmen’s Talk; or Plain Advice for Plain People (Philadelphia, PA: Henry Altemus, 1896), p. 171.
15 Elena G. de White, El camino a Cristo (Doral, FL: IADPA, 2005), p. 52.
16 Idem, El evangelismo (Doral, FL: IADPA, 2016), p. 508.
17 Elena G. de White, Testimonios para los ministros (Doral, FL: IADPA, 2018), p. 150.
18 Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles (Doral, FL: IADPA, 2008), p. 417.