El castigo

La palabra castigo es aterradora. Evoca imágenes de detenciones, de sanciones duras y reuniones incómodas en la oficina del director. Nos trae sentimientos de vergüenza y culpa. La idea del castigo, e incluso la palabra misma, trae malas connotaciones. La historia está llena de castigos injustos y de castigos impuestos con ira, que nos provocan rechazo. ¿Cómo, entonces, asimilar la idea del castigo en la Biblia, y más personalmente, cuando el castigo se nos aplica a nosotros?

En primer lugar, una traducción más acertada que castigo sería disciplina. Cuando un padre disciplina a su hijo, lo hace para protegerlo de su propia autodestrucción, de evitar que lastime a otros, y de formarlo para que sea una mejor persona. La Biblia dice: «Pues el Señor corrige a quien él ama, y castiga a quien recibe como hijo» (Heb. 12: 6, DHH). Cuando tomamos decisiones que van en contra de la ley, o de las normas de la casa donde vivimos, tenemos que hacer frente a las consecuencias (ver Gál. 6: 1-10), pero esto no significa que nuestras familias o Dios no nos amen. Cuando las personas que ostentan la autoridad no actúan contra los que obran mal están demostrando lo contrario al amor. Muestran que son indiferentes, lo que tampoco es bueno.

Cuando se trata de analizar las consecuencias, Dios dice: «¿Acaso quiero yo la muerte del impío? dice Jehová, el Señor. ¿No vivirá, si se aparta de sus malos caminos?» (Eze. 18: 23). Dios pone ante nosotros la vida y la muerte y nos invita a escoger la vida (ver Deut. 30). Dios no está interesado en herirnos sin motivos, pero a veces permite que suframos las consecuencias de nuestros actos para ayudarnos a cambiar nuestra actitud obstinada. El apóstol Pablo llegó a decir que había entregado a dos personas «a Satanás», por culpa de sus decisiones, con la esperanza de que recobraran la sensatez (véase 1 Tim. 1: 19-20). Afortunadamente, nuestro Dios es «misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad» (Sal. 86: 15). Cuando hacemos mal, lo mejor es asumir nuestro error y aceptar las consecuencias, sabiendo que el amor y el perdón de Dios siguen estando a nuestra disposición.