Las joyas

En un mundo donde las personas son valoradas principalmente, si no solo, por cuánto dinero ganan y donde las joyas de las celebridades del deporte valen más dinero de lo que una persona gana en un año, es fácil fijarse en lo superficial.

Los cristianos han luchado durante mucho tiempo con el tema del consumo ostentoso y el mensaje que nuestras ropas y otras posesiones pueden dar sobre lo que realmente nos importa. Algunos grupos religiosos han ido más lejos, como para exigir vestimentas y vidas austeras. Al mismo tiempo, la Biblia nos muestra a un Dios que celebra la belleza. El sumo sacerdote llevaba un atuendo decorado con una docena de joyas y piedras preciosas (Éxo. 28: 17-21). En este caso, la joyería jugaba un papel muy funcional; es decir, no era para mostrarse para ostentar, sino que tenía una función específica.

El profeta Ezequiel cuenta una parábola en la cual Dios viste a su pueblo, representado por una mujer, de tejido bordado, ropa de seda y bonitas joyas, incluyendo brazaletes, un collar y pendientes (Eze. 16: 10-13). El apóstol Juan describe la futura Nueva Jerusalén, la ciudad de Dios, como «ataviada como una esposa adornada para su esposo» (Apoc. 21: 2). En estos casos, también, se podría argumentar que las joyas tenían un papel, una función, en lugar de solo para ostentar.

En Cantares, las amigas de la Sulamita le dicen: «¡Qué hermosas son tus mejillas entre los pendientes y tu cuello entre los collares! Zarcillos de oro te haremos, con incrustaciones de plata» (Cant. 1: 10-11). Cuando el faraón puso a José a cargo de Egipto, le puso su sello, un signo de autoridad, en su dedo, y una cadena de oro alrededor del cuello, que estaban por regla general decoradas con piedras semipreciosas e inscritas con los nombres oficiales y títulos del gobernante egipcio. En la historia del hijo pródigo, el padre recibe a su hijo, que ha vuelto a casa, ofreciéndole ropas finas y un anillo en su dedo (Luc. 15: 22).

Pero, en tiempos especiales de consagración, Dios le pidió a su pueblo que se quitara sus adornos y joyas. Por ejemplo, cuando Dios le pidió a Jacob que regresara con su familia a Bethel, eliminaron, por solicitud de Dios, «todos los dioses ajenos que tenían en su poder y los zarcillos que llevaban en sus orejas» (Gén. 35: 1-4). Después de la desastrosa adoración del becerro de oro en el Sinaí, Dios les pidió a los israelitas que se quitaran sus adornos (Éxo. 33: 5-6). Acertadamente, el libro de Apocalipsis describe a la gran ramera (es decir, los sistemas religiosos apóstatas) como «adornada de oro, piedras preciosas y perlas» (Apoc. 17: 4; ver 2 Rey. 9: 30) y la mujer «pura» (es decir, la verdadera iglesia remanente) como «vestida del sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (Apoc. 12: 1).

El apóstol Pedro recomendó: «Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible adorno de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios» (1 Ped. 3: 3-4).

Por lo tanto, como quiera que nos comportemos en general, Dios nos llama a vivir con humildad, no a alardear o a dar las bendiciones por sentadas. Somos creados a la imagen de Dios. No dejes que nada oscurezca tu belleza interior.