Los piercings

La perforación corporal puede parecer un fenómeno moderno, pero ya era común en el mundo antiguo. En la Biblia, Abraham regaló a su futura nuera Rebeca un anillo para la nariz. Las mujeres israelitas usaban pendientes como parte de su guardarropa (Cant. 1: 10-11; Eze. 16: 12). En la ley de Moisés, si un siervo decidía quedarse como esclavo, el amo debía llevarlo al dintel de la puerta y perforar su oreja con un punzón, un ritual que simbolizaba que el sirviente formaría parte de aquella familia para siempre (Éxo. 21: 2-6).

Más tarde, en la ley de Moisés (Lev. 19: 28), Dios declaró: «No haréis incisiones en vuestro cuerpo por un muerto, ni imprimiréis en vosotros señal alguna». Esto se refiere a las cicatrices corporales practicadas como parte de los ritos de duelo en la religión cananea. Dios quería hacer una clara distinción entre la fe de su pueblo y la fe de los que les rodeaban.

¿Qué principios podemos deducir de la Biblia sobre cómo podemos decorarnos a nosotros mismos? Un buen pasaje para comenzar es uno que Pablo escribió: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en vosotros y que habéis recibido de parte de Dios? No sois vosotros vuestros propios dueños; fuisteis comprados por un precio. Por tanto, honrad con vuestro cuerpo a Dios» (1 Cor. 6: 19-20, CST).

Todos los días tomamos decisiones, ya sea que seamos conscientes de ello o no, acerca de la apariencia de nuestro cuerpo: cuando comemos, hacemos ejercicio, nos cortamos las uñas, nos arreglamos el cabello, colocamos pomada sobre el acné o al momento de elegir qué ropa usaremos. ¿Esta acción glorifica a Dios o nos glorifica a nosotros mismos? ¿Es algo que crees que el Señor aprobaría? ¿Es un buen uso de tiempo y dinero? ¿Qué tipo de impresión hará en los demás? Dado que tratamos de reflejar a nuestro Creador, un par de textos bíblicos pueden ayudarte a establecer un buen criterio. El apóstol Pablo escribió: «No améis al mundo ni nada de lo que hay en él. Si alguien ama al mundo, no tiene el amor del Padre» (1 Juan 2: 15, CST). La manera en la que elegimos dar forma, alterar o resaltar nuestros cuerpos debiera reflejar nuestro vínculo con Dios. El apóstol Pablo nos desafía: «No os amoldéis al mundo actual, sino sed transformados mediante la renovación de vuestra mente. Así podréis comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» (Rom. 12: 2, CST).