La ira
La ira. Puede estallar en un instante: cuando te sientes insultado, durante un partido acalorado o cuando alguna insignificancia te hace recordar una herida emocional que no ha sanado del todo. Cuando eres joven, sensible a las injusticias y con tu identidad todavía en formación, la ira es de fácil acceso —y de fácil expresión— con, a menudo, trágicas consecuencias.
Si no se dirige y conduce adecuadamente, la ira puede causar estragos tanto a tu alrededor como dentro de ti. La ira envenena las relaciones interpersonales. La gente que es buena para «hacer dramas» puede hacer conexiones intensas, pero el fervor se evapora rápido. La ira incrementa tu pulso cardíaco, aumenta tu presión sanguínea e inyecta adrenalina y noradrenalina. Además, puede contribuir a padecer la hipertensión, así como otras enfermedades cardiovasculares.
¿Cómo puedes controlar y canalizar la ira? Primero, intenta identificarla cuanto antes para que sea fácil pararla. Segundo, para y respira hondo dos o tres veces. Tercero, haz algo diferente. Por ejemplo, comienza a pensar en algo que no tenga nada que ver, o sal del sitio donde estás y enfráscate en alguna actividad física. Normalmente, ayuda el pensar en las consecuencias (¿qué pasaría si «le suelto un guantazo»?). Finalmente, cuando sientas que la ira está tomando el control, la oración ayuda: «Querido Dios, por favor, ayúdame a calmarme y ser humilde».
Un cambio radical de perspectiva puede también ser la clave. Santiago 4: 1-2 pregunta: «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis y ardéis de envidia y nada podéis alcanzar; combatís y lucháis…».
Tener control de nuestras emociones es una dura batalla, pero puede cambiarlo todo. Proverbios 15: 1 declara: «La respuesta suave aplaca la ira, pero la palabra áspera hace subir el furor».