La sexualidad
La sexualidad forma parte esencial de nuestra identidad, por lo que es una faceta de nuestro ser a la vez particularmente exigente y fácilmente vulnerable.
Nuestra sexualidad está profundamente ligada al concepto que tenemos de nuestra propia identidad y a la manera en que nos relacionamos con otros. Nuestra sexualidad nos define desde el principio de nuestra vida: «¡Es un niño!» o «¡Es una niña!». Crecemos rodeados de expectativas basadas en nuestro género, desde la manera en que respondemos a las críticas hasta la carrera que pensamos escoger. Los chicos suelen ser desafiados en su masculinidad: «¡Eres un cobarde!». Las chicas suelen ser calificadas o de «fáciles» o de «mojigatas», dos extremos opuestos, ambos poco amables y degradantes.
Cuando hablamos de «sexualidad», a menudo pensamos en los fines para los que fue diseñada. Dios planeó la sexualidad para que se expresase en el seno de una relación permanente entre un hombre y una mujer. Para que aportase satisfacción mutua e intimidad y fuese una fuente de creciente compromiso. Ejercida fuera de esos parámetros, la sexualidad suele generar sentimientos de culpa o de decepción, producir violaciones y correr el riesgo de contagiar enfermedades sexualmente transmisibles. Muchos han arruinado sus propias vidas y las vidas de otros al aventurarse fuera del plan de salvaguarda de Dios para nosotros.
La Biblia dice que Dios creó al hombre y a la mujer con las funciones sexuales que los capacitaban para procrear (Gén. 1: 22). Dice además que el sexo no sirve solamente para la procreación, sino que también fue diseñado para la intimidad y el placer mutuos (Prov. 5: 18-19). El apóstol Pablo recuerda a los cristianos que la intimidad sexual solo debe tener lugar entre cónyuges, y que estos deberían compartir sus cuerpos el uno con el otro como señal de afecto mutuo (1 Cor. 7: 3-5). El Cantar de los Cantares de Salomón celebra el amor romántico y sexual, en el que la pareja disfruta de sus cuerpos y de su compañía, exclamando: «Yo soy de mi amado y mi amado es mío» (Cant. 6: 3).
Como seguidores de la Biblia, no debemos permitir que nuestra visión del sexo y la sexualidad sea dictada por las normas culturales, ya que rara vez, o nunca, la cultura está en armonía con los principios bíblicos. La Escritura no permite relaciones sexuales fuera del matrimonio entre un hombre y una mujer. Así era originalmente, y así era como se suponía que fuera. En cualquier otro contexto, la actividad sexual es pecaminosa y dañina.
Al mismo tiempo, no debemos juzgar a aquellos que no han alcanzado este ideal. Todos, hasta cierto punto, hemos sido afectados, dañados y distorsionados por las consecuencias del pecado. Y aunque los pecados de naturaleza sexual a menudo son los más desaprobados en la iglesia, esa es una actitud humana que no necesariamente refleja la de Dios. Debemos dirigir a otros, independientemente de sus pecados, sexuales o no, a la cruz, al perdón y la sanidad que se ofrecen allí, y luego buscar ayudar a todos aquellos que, en su quebranto, pidan esa ayuda.