El deseo de venganza

Desear venganza es un sentimiento común, principalmente porque hacernos daño unos a otros es una experiencia común. Cuando un amigo miente sobre ti, alguien te roba algo de la mochila o tus padres están atravesando un desagradable divorcio, es natural querer hacerles pagar por sus errores. No nos gusta dejar pasar a las personas su comportamiento egoísta; queremos que sepan inmediatamente que lo que han hecho estaba mal. El problema es que, exigiendo venganza, comenzamos un ciclo sin fin que, al final, solo consigue herir a todo el mundo.

Moisés aprendió una difícil lección sobre la venganza. A pesar de que había sido educado en el privilegio real como el hijo adoptivo de la hija del faraón, el trato cruel que recibían sus compatriotas hebreos por sus amos despertó la furia de Moisés. Cuando un día vio a un egipcio golpeando a un hebreo mató al egipcio y enterró el cuerpo en la arena (Éxo. 2: 11-12). Cuando las noticias de las acciones impetuosas de Moisés llegaron al faraón, el príncipe hebreo huyó para salvar su vida. Esto ocurrió varias décadas antes de que Moisés pudiera cumplir el plan de Dios de liberar a los hebreos de la esclavitud, no a través de la venganza, sino por los milagros de Dios.

El apóstol Pablo escribió: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”» (Rom. 12: 19). Dios es el juez, no nosotros. Mientras Dios hace sitio para la justicia y la redención en las acciones humanas, exigir venganza solo consigue pervertir nuestro carácter. Orar por aquellos que nos han herido y compartir el dolor con nuestros padres, profesores y pastores que pueden ayudar a remediar lo malo es el mejor plan. De otro modo, puede que acabemos siendo los villanos.