La envidia
La envidia es veneno para el corazón, porque es desear lo que otros tienen (o lo que creemos que tienen) y sentirse mal porque lo tengan. La envidia surge de un corazón carnal enfrascado en sus propios intereses. Nos hace sentirnos miserables el ver a otras personas disfrutar de lo que creemos que nos estamos perdiendo, ya sea su posición, sus posesiones, su popularidad, su autoridad o sus relaciones.
La envidia nos roba la alegría al mantenernos obsesionados por lo que no tenemos. Nos enturbia la visión de la realidad (Sant. 3: 13-18), arruina nuestras relaciones y nos corroe hasta el centro de nuestro ser (Prov. 14: 30).
Jesús desea que tengamos vidas abundantes (Juan 10: 10), que vivamos el amor. El apóstol Pablo declaró que «el amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no se envanece, no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor» (1 Cor. 13: 4-5). La envidia atormenta la vida sin Cristo, pero la bondad de Dios nos salva de ese amargo descontento, ofreciéndonos la más rica y hermosa herencia (Tito 3: 3-7).
Si estás sintiendo envidia de alguien que posee lo que tú desearías, deja de codiciar y comienza a agradecer a Dios por todos los magníficos dones que te ha concedido. Deja que tu corazón se llene con la dulzura de la gratitud en lugar de la amargura de la envidia. Agradarás a Dios y disfrutarás de la alegría y de las satisfacciones que solo él puede darte.