La muerte
La muerte no ha existido siempre. Entró en nuestro mundo como un huésped indeseado, como resultado de la ruptura de la línea de vida que unía al Creador inmortal con sus criaturas, que dependen de su Creador para su existencia (1 Tim. 6: 16; Rom. 1: 23; 1 Tim. 1: 17). La muerte ha tenido un principio y un día, también, alcanzará su final (Apoc. 21: 4; 1 Cor. 15: 26).
El plan de Dios culmina con la derrota definitiva de la muerte mediante la resurrección de aquellos que aceptaron el don de la vida eterna (1 Cor. 15: 42). Hasta ese momento, aquellos que fallecieron están en el mundo del silencio (Sal. 115: 17). Están en un estado de completa inconsciencia, que Jesús comparó con la condición del sueño (Juan 11: 11-13, ver también Sal. 13: 3). No sienten, no piensan, es como si no existieran (Ecl. 9: 5-6).
Comprender que la muerte no representa el final de nuestra existencia nos lleva a alabar a Dios por el don de su victoria sobre la muerte (1 Cor. 15: 55-57) y nos inspira a vivir sabiamente (Sal. 90: 12), sin temor, aprovechando nuestros días para volver a conectar con la única fuente verdadera de toda vida, nuestro Dios inmortal.