El silencio
La constante transmisión de información y el desorden pueden reducir los momentos tranquilos de la vida. Cuando estamos constantemente comprometidos a hacer una cosa u otra, el silencio es escaso y, sin embargo, sin silencio no podemos escuchar el «silbo apacible y delicado» de Dios (1 Rey. 19: 12), su «suave murmullo» (NIV).
La Biblia nos invita a estar «quietos» (Sal. 46: 10). Jesús nos dice: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mat. 11: 28). Los evangelios describen cómo Jesús buscaba los lugares tranquilos para pasar tiempo con Dios: «Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mar. 1: 35).
Podemos llegar a obtener una comprensión más profunda de Dios cuando nos atrevemos a superar lo que a menudo llamamos aburrimiento. Estar en silencio delante de nuestro Creador le permite renovar nuestro valor, despertar nuestra creatividad y hacernos llegar a un entendimiento más profundo de su voluntad.
Desear el silencio es una invitación a la meditación, a llenar nuestras mentes con la Palabra de Dios. La meditación emplea las mismas técnicas que la preocupación, cuando observamos un problema desde todos los ángulos, pero se enfoca en la Palabra de Dios. Fija en tu mente la joya de la Biblia. Este entendimiento de la meditación nos impide vagar más allá de la raya, mezclando prácticas espirituales occidentales y de la Nueva Era con la espiritualidad bíblica, o buscando experiencias espirituales basadas únicamente en sentimientos y emociones. Esto deja de lado las oraciones mantra y otras prácticas similares, para reemplazarlas con la verdad de la Palabra de Dios. En vez de perseguir cosas vacías, el cristiano busca una conexión con Dios y la plenitud mental. Nuestra vida devocional puede llegar a consistir solo en presentar nuestras peticiones. Dios recibe nuestras peticiones, pero nuestro tiempo con él no puede consistir solo en eso. Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar (Ecl. 3: 7). El silencio es una oportunidad para tomar conciencia de la grandeza de Dios y de su gran amor por nosotros. La reverencia y el respeto sagrado se dan cuando comprendemos que estamos en la presencia de Dios y permitimos que «¡calle delante de él toda la tierra!» (Hab. 2: 20).