La modestia
En un mundo donde la moda consiste en competir con otros y alardear de uno mismo es una forma de vida, la humildad y la modestia llaman la atención.
Un viejo dicho dice: «El hábito hace al monje», lo que significa que las personas nos juzgan por la forma en que nos arreglamos. El problema surge cuando comenzamos a pensar que nuestra apariencia exterior es lo más importante de lo que somos.
El apóstol Pedro exhortó a los cristianos a protegerse contra el materialismo, insistiendo en que la forma en que vivimos y nos conducimos debería decir más acerca de nosotros que nuestra ropa. Él escribió: «Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible adorno de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios» (1 Ped. 3: 3-4). Si bien no hay nada inherentemente malo en vestirse y verse bien (Gén. 24: 22; Cant. 1: 10-11; Eze. 16: 10-13), cuando llegamos a confiar en nuestra propia belleza (Eze. 16: 15), al compararnos con otros, entonces nuestra apariencia se ha convertido para nosotros en un ídolo.
La Biblia nos dice que tengamos cuidado en no mostrar favoritismo hacia aquellos que presumen de su persona. El apóstol Santiago (quizá hermano de Jesús) escribió a sus hermanos creyentes: «Si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: «Siéntate tú aquí, en buen lugar», y decís al pobre: «Quédate tú allí de pie», o «Siéntate aquí en el suelo», ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos y venís a ser jueces con malos pensamientos?» (Sant. 2: 2-4).