Ambición sana versus ambición ciega

Cuando piensas en lo que te gustaría ser algún día, ¿en qué piensas? ¿Qué tipo de carrera te gustaría tener? ¿Será el mundo un lugar mejor gracias a lo que tú aportaste?

El que nuestros sueños para el futuro se hagan realidad o no tiene mucho que ver con nuestro nivel de ambición. La ambición es el deseo imperioso de alcanzar un objetivo determinado. Es lo que suele impulsarnos a realizar grandes cosas.

Es cierto que la ambición tiene su lado oscuro. A veces las personas se proponen objetivos elevados, pero hacen cosas incorrectas para lograrlos. Mienten, engañan, descuidan a sus familias, etcétera, todo en aras de conseguir lo que quieren. Esto se llama «ambición ciega», porque quienes la padecen se ciegan voluntariamente al daño que están haciendo a los demás para conseguir sus objetivos. Creen que el «fin justifica los medios» y, en su búsqueda del éxito, descuidan lo que es realmente importante.

La buena noticia es que, cuando encomendamos a Dios nuestros planes, nuestra ambición puede convertirse en una poderosa fuerza para el bien. Dios llama a los suyos hoy, como lo hizo en tiempos de José, para gobernar Egipto (Gén. 41-47), o de Débora, para dirigir su nación (Jue. 4-5). Dios llama a algunas personas a ejercer en tribunales y parlamentos, a destacar en música y en los medios de comunicación, en ciencias y en literatura. Apunta alto, y no te conformes con objetivos mediocres, pero atrévete a hacerlo siguiendo las normas más elevadas.

Toma tu ambición y confíasela a Jesús. Como escribió el rey David: «Encomienda a Jehová tu camino, confía en él y él hará» (Sal. 37: 5).